Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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sin aliento. Traía del ronzal una oronda borriquilla, bien arreada, dócil y segura: la propia hacanea de la mujer del juez de Cebre. Don Pedro tomó en brazos a su esposa y la sentó en la albarda, arreglándole la ropa con esmero.

      —XIV—

      Así que pudieron conferenciar reservadamente capellán y señorito, preguntó don Pedro, sin mirar cara a cara a Julián:

      —¿Y... ésa ? ¿Está todavía por aquí? No la he visto cuando entramos.

      Como Julián arrugase el entrecejo, añadió:

      —Está, está.... Apostaría yo cien pesos, antes de llegar, a que usted no había encontrado modo de sacudírsela de encima.

      —Señorito, la verdad...—articuló Julián bastante disgustado—. Yo no sé qué decir.... Ha sido una cosa que se ha ido enredando.... Primitivo me juró y perjuró que la muchacha se iba a casar con el gaitero de Naya....

      —Ya sé quién es—dijo entre dientes don Pedro, cuyo rostro se anubló.

      —Pues yo... como era bastante natural, lo creí. Además tuve ocasión de persuadirme de que, en efecto, el gaitero y Sabel... tienen... trato.

      —¿Ha averiguado usted todo eso?—interrogó el marqués con ironía.

      —Señor, yo.... Aunque no sirvo mucho para estas cosas, quise informarme para no caer de inocente.... He preguntado por ahí y todo el mundo está conforme en que andan para casarse; hasta don Eugenio, el abad de Naya, me dijo que el muchacho había pedido sus papeles. Y por cierto que, a pretexto de no sé qué enredo o dificultad en los tales papeles dichosos, no se hizo la cosa todavía.

      Quedóse don Pedro callado, y al fin prorrumpió:

      —Es usted un santo. Ya podían venirme a mí con ésas.

      —Señor, la verdad es que si tuvieron intención de engañarme... digo que son unos grandísimos pillos. Y la Sabel, si no está muerta y penada por el gaitero, lo figura que es un asombro. Hace dos semanas fue a casa de don Eugenio y se le arrodilló llorando y pidiendo por Dios que se diese prisa a arreglarle el casamiento, porque aquel día sería el más feliz de su vida. Don Eugenio me lo ha contado, y don Eugenio no dice una cosa por otra.

      —¡Bribona! ¡Bribonaza!—tartamudeó el señorito, iracundo, paseándose por la habitación aceleradamente.

      Sosegóse no obstante muy luego, y agregó:

      —No me pasmo de nada de eso, ni digo que don Eugenio mienta; pero... usted... es un papanatas, un infeliz, porque aquí no se trata de Sabel, ¿entiende usted?, sino de su padre, de su padre. Y su padre le ha engañado a usted como a un chino, vamos. La... mujer ésa, bien comprendo que rabia por largarse; mas Primitivo es abonado para matarla antes que tal suceda.

      —No, si también empezaba yo a maliciarme eso.... Mire usted que empezaba a maliciármelo.

      El señorito se encogió de hombros con desdén, y exclamó:

      —A buena hora.... Deje usted ya de mi cuenta este asunto.... Y por lo demás..., ¿qué tal, qué tal?

      —Muy mansos..., como corderos.... No se me han opuesto de frente a nada.

      —Pero habrán hecho de lado cuanto se les antoje.... Mire usted, don Julián, a veces me dan ganas de empapillarle a usted. Lo mismito que a los pichones.

      Julián replicó todo compungido:

      —Señorito, acierta usted de medio a medio. No hay forma de conseguir nada aquí si Primitivo se opone. Tenía usted razón cuando me lo aseguraba el año pasado. Y de algún tiempo acá, parece que aún le tienen mayor respeto, por no decir más miedo. Desde que se armó la revolución y andan agitadas las cosas políticas, y cada día recibimos una noticia gorda, creo que Primitivo se mezcla en esos enredos, y recluta satélites en el país.... Me lo ha asegurado don Eugenio, añadiendo que ya antes tenía subyugada a mucha gente prestando a réditos.

      Guardaba silencio don Pedro. Por fin alzó la cabeza y dijo:

      —¿Se acuerda usted de la burra que hubo que buscar en Cebre para mi mujer?

      —¡No me he de acordar!

      —Pues la señora del juez..., ríase usted un poco, hombre..., la señora del juez se avino a prestármela porque iba Primitivo conmigo. Si no....

      No hizo Julián reflexión alguna acerca de un suceso que tanto indignaba al marqués. Al terminar la conferencia, don Pedro le puso la mano en el hombro.

      —¿Y por qué no me da usted la enhorabuena, desatento?—exclamó con aquella misma irradiación que habían tenido sus pupilas en Cebre.

      Julián no entendía. El señorito se explicó cayéndosele la baba de gozo. Sí, señor, para octubre, el tiempo de las castañas..., esperaba el mundo un Moscoso, un Moscoso auténtico y legítimo... hermoso como un sol además.

      —¿Y no puede también ser una Moscosita?—preguntó Julián después de reiteradas felicitaciones.

      —¡Imposible!—gritó el marqués con toda su alma. Y como el capellán se echase a reír, añadió:—Ni de guasa me lo anuncie usted, don Julián.... Ni de guasa. Tiene que ser un chiquillo, porque si no le retuerzo el pescuezo a lo que venga. Ya le he encargado a Nucha que se libre bien de traerme otra cosa más que un varón. Soy capaz de romperle una costilla si me desobedece. Dios no me ha de jugar tan mala pasada. En mi familia siempre hubo sucesión masculina: Moscosos crían Moscosos, es ya proverbial. ¿No lo ha reparado usted cuando estuvo almorzándose el polvo del archivo? Pero usted es capaz de no haber reparado tampoco el estado de mi mujer, si no le entero yo ahora.

      Y era verdad. No sólo no lo había echado de ver, sino que tan natural contingencia no se le había pasado siquiera por las mientes. La veneración que por Nucha sentía y que iba acrecentándose con el trato, cerraba el paso a la idea de que pudiesen ocurrirle los mismos percances fisiológicos que a las demás hembras del mundo. Justificaba esta candorosa niñería el aspecto de Nucha. La total inocencia, que se pintaba en sus ojos vagos y como perdidos en contemplaciones de un mundo interior, no había menguado con el matrimonio; las mejillas, un poco más redondeadas, seguían tiñéndose del carmín de la vergüenza por el menor motivo. Si alguna variación podía observarse, algún signo revelador del tránsito de virgen a esposa, era quizás un aumento de pudor; pudor, por decirlo así, más consciente y seguro de sí mismo; instinto elevado a virtud. No se cansaba Julián de admirar la noble seriedad de Nucha cuando una chanza atrevida o una palabra malsonante hería sus oídos; la dignidad natural, que era como su propia envoltura, escudo impalpable que la resguardaba hasta contra las osadías del pensamiento; la bondad con que agradecía la atención más leve, pagándola con frases compuestas, pero sinceras; la serenidad de toda su persona, semejante al caer de una tarde apacibilísima. Parecíale a Julián que Nucha era ni más ni menos que el tipo ideal de la bíblica Esposa, el poético ejemplar de la Mujer fuerte, cuando aún no se ha borrado de su frente el nimbo del candor, y sin embargo ya se adivina su entereza y majestad futura. Andando el tiempo aquella gracia había de ser severidad, y a las oscuras trenzas sucederían las canas de plata, sin que en la pura frente imprimiese jamás una mancha el delito ni una arruga el remordimiento. ¡Cuán sazonada madurez prometía tan suave primavera! Al pensarlo, felicitábase otra vez Julián por la parte que le cabía en la acertada elección del señorito.

      Con desinteresada satisfacción se decía a sí mismo que había logrado contribuir al establecimiento de una cosa gratísima a Dios, e indispensable a la concertada marcha de la sociedad: el matrimonio cristiano, lazo bendito, por medio del cual la Iglesia atiende juntamente, con admirable sabiduría, a fines espirituales y materiales, santificando los segundos por medio de los primeros. «La índole de tan sagrada institución—discurría Julián—es opuesta a impúdicos extremos y arrebatos, a romancescos y necios desahogos, ardientes y roncos arrullos de tórtola»; por eso alguna vez que el esposo se deslizaba a familiaridades más despóticas que tiernas, parecíale al capellán que la esposa sufría mucho, herida en su cándida


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