Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Nucha—. ¡Parece mentira que los traigan así! Yo no sé cómo no se matan, cómo no perecen de frío.... Julián, hay que vestir a este niño Jesús.

      —Sí, ¡buen niño Jesús está él!—gruñó Julián—. El mismísimo enemigo malo, ¡Dios me perdone! No le tenga lástima, señorita; es un diablillo, más travieso que un mico.... Lo que no hice yo para enseñarle a leer y escribir, para acostumbrarle a que se lavase esos hocicos y esas patas.... ¡Ni atándolo, señorita, ni atándolo! Y está más sano que una manzana con la vida que trae. Ya se ha caído dos veces al estanque este año, y de una por poco se ahoga.

      —Vaya, Julián, ¿qué quiere usted que haga a su edad? No ha de ser formal como los mayores. Ven conmigo, rapaz, que voy a arreglarte algo para que te tapes esas piernecitas.... ¿No tiene calzado? Pues hay que encargarle unos zuecos bien fuertes, de álamo.... Y le voy a predicar un sermón a su madre para que me lo enjabone todos los días. Usted le va a dar lección otra vez. O le haremos ir a la escuela, que será lo mejor.

      No hubo quien apease a Nucha de su caritativo propósito. Julián estaba con el alma en un hilo, temiendo que de semejante aproximación resultase alguna catástrofe. No obstante, la bondad natural de su corazón hizo que se interesase nuevamente por aquella obra pía, que ya había intentado sin fruto. Veía en ella mayor demostración de la hermosura moral de Nucha. Parecíale que era providencial el que la señorita cuidase a aquel mal retoño de tronco ruin. Y Nucha entretanto se divertía infinito con su protegido; hacíale gracia su propia desvergüenza, sus instintos truhanescos, su afán por apandar huevos y fruta, su avidez al coger las monedas, su afición al vino y a los buenos bocados. Aspiraba a enderezar aquel arbolito tierno, civilizándole a la vez la piel y el espíritu. Obra de romanos, decía el capellán.

      —XV—

      Por entonces se dedicó el matrimonio Moscoso a pagar visitas de la aristocracia circunvecina. Nucha montaba la borriquilla, y su marido la yegua castaña; Julián los acompañaba en mula; alguno de los perros favoritos del marqués se incorporaba a la comitiva siempre, y dos mozos, vestidos con la ropa dominguera, la más bordada faja, el sombrero de fieltro nuevecito, empuñando varas verdes que columpiaban al andar, iban de espolistas, encargados de tener mano de las monturas cuando se apeasen los jinetes.

      La tanda empezó por la señora jueza de Cebre. Abrió la puerta la criada en pernetas, que al ver a Nucha bajarse de su cabalgadura y arreglar los volantes del traje con el mango de la sombrilla, echó a correr despavorida hacia el interior de la casa, clamando como si anunciase fuego o ladrones:

      —Señora.... ¡Ay, mi señora! ¡Unos señores...!, ¡hay unos señores aquí!

      Ningún eco respondió a sus alaridos de consternación; pero transcurridos breves minutos, apareció en el zaguán el juez en persona, deshaciéndose en excusas por la torpeza de la muchacha: era inconcebible el trabajo que costaba domesticarlas; se les repetía mil veces la misma cosa, y nada, no aprendían a recibir a las... pues... de la manera que.... Al murmurar así, arqueaba el codo ofreciendo a Nucha el sostén de su brazo para subir la escalera; y siendo ésta tan angosta que no cabían dos personas de frente, la señora de Moscoso pasaba los mayores trabajos del mundo intentando asirse con las yemas de los dedos al brazo del buen señor, que subía dos escalones antes que ella todo torcido y sesgado. Llegados a la puerta de la sala, el juez empezó a palparse, buscando ansiosamente algo en los bolsillos, articulando a media voz monosílabos entrecortados y exclamaciones confusas. De repente exhaló una especie de bramido terrible.

      —Pepa.... ¡Pepaaaá!

      Se oyó el ¡ clac ! de los pies descalzos, y el juez interpeló a la fámula:

      —La llave, ¿vamos a ver? ¿Dónde Judas has metido la llave?

      Pepa se la alargaba ya a toda prisa, y el juez, cambiando de tono y pasando de la más furiosa ronquera a la más meliflua dulzura, empujó la puerta y dijo a Nucha:

      —Por aquí, señora mía, por aquí..., tenga usted la bondad....

      La sala estaba completamente a oscuras. Nucha tropezó con una mesa, a tiempo que el juez repetía:

      —Tenga usted la bondad de sentarse, señora mía.... Usted dispense....

      La claridad que bañó la habitación, una vez abiertas las maderas de la ventana, permitió a Nucha distinguir al fin el sofá de repis azul, los dos sillones haciendo juego, el velador de caoba, la alfombra tendida a los pies del sofá y que representaba un ferocísimo tigre de Bengala, color de canela fina. Al juez todo se le volvía acomodar a los visitadores, insistiendo mucho en si al marqués de Ulloa le convenía la luz de frente o estaría mejor de espaldas a la vidriera; al mismo tiempo lanzaba ojeadas de sobresalto en derredor, porque le iba sabiendo mal la tardanza de su mujer en presentarse. Esforzábase en sostener la conversación, pero su sonrisa tenía la contracción de una mueca, y su ojo severo se volvía hacia la puerta muy a menudo. Al cabo se oyó en el corredor crujido de enaguas almidonadas: la señora jueza entró, sofocada y compuesta de fresco, según claramente se veía en todos los pormenores de su tocado; acababa de embutir su respetable humanidad en el corsé, y sin embargo no había logrado abrochar los últimos botones del corpiño de seda; el moño postizo, colocado a escape, se torcía inclinándose hacia la oreja izquierda; traía un pendiente desabrochado, y no habiéndole llegado el tiempo para calzarse, escondía con mil trabajos, entre los volantes pomposos de la falda de seda, las babuchas de orillo.

      Aunque Nucha no pecaba de burlona, no pudo menos de hacerle gracia el atavío de la jueza, que pasaba por el figurín vivo de Cebre, y a hurtadillas sonrió a Julián mostrándole con imperceptible guiño los collares, dijes y broches que lucía en el cuello la señora, mientras ésta a su vez devoraba e inventariaba el sencillo adorno de la recién casada santiaguesa. La visita fue corta, porque el marqués deseaba cumplir aquel mismo día con el Arcipreste, y la parroquia de Loiro distaba una legua por lo menos de la villita de Cebre. Se despidieron de la autoridad judicial tan ceremoniosamente como habían entrado, con los mismos requilorios de brazo y acompañamiento y muchos ofrecimientos de casa y persona.

      Era preciso para ir a Loiro internarse bastante en la montaña, y seguir una senda llena de despeñaderos y precipicios, que sólo se hacía practicable al acercarse a los dominios del arciprestazgo, vastos y ricos algún día, hoy casi anulados por la desamortización. La rectoral daba señales de su esplendor pasado; su aspecto era conventual; al entrar y apearse en el zaguán, los señores de Ulloa sintieron la impresión del frío subterráneo de una ancha cripta abovedada, donde la voz humana retumbaba de un modo extraño y solemne. Por la escalera de anchos peldaños y monumental balaústre de piedra bajaba dificultosamente, con la lentitud y el balanceo con que caminan los osos puestos en dos pies, una pareja de seres humanos monstruosa, deforme, que lo parecía más viéndola así reunida: el Arcipreste y su hermana. Ambos jadeaban: su dificultosa respiración parecía el resuello de un accidentado; las triples roscas de la papada y el rollo del pestorejo aureolaban con formidable nimbo de carne las faces moradas de puro inyectadas de sangre espesa; y cuando se volvían de espaldas, en el mismo sitio en que el Arcipreste lucía la tonsura ostentaba su hermana un moñito de pelo gris, análogo al que gastan los toreros. Nucha, a quien el recibimiento del juez y el tocado de su señora habían puesto de buen humor, volvió a sonreír disimuladamente, sobre todo al notar los quidproquos de la conversación, producidos por la sordera de los dos respetables hermanos. No desmintiendo éstos la hospitalaria tradición campesina, hicieron pasar a los visitadores, quieras no quieras, al comedor, donde un mármol se hubiera reído también observando cómo la mesa del refresco, la misma en que comían a diario los dueños de casa, tenía dos escotaduras, una frente a otra, sin duda destinadas a alojar desahogadamente la rotundidad de un par de abdómenes gigantescos.

      El regreso a los Pazos fue animado por comentarios y bromas acerca de las visitas: hasta Julián dio de mano a su formalidad y a su indulgencia acostumbrada para divertirse a cuenta de la mesa escotada y del almacén de quincalla que la señora jueza lucía en el pescuezo y seno. Pensaban con regocijo en que al día siguiente se les preparaba otra excursión del mismo género, sin duda igualmente divertida: tocábales ver a las señoritas


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