Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
o alzaba el vaso para beber, o fingía atender a los perros, que husmeaban por allí.
Le asaltaba entonces un escrúpulo, de ésos que se quiebran de sutiles. Por muy perfecta casada que hiciese Nucha, su condición y virtudes la llamaban a otro estado más meritorio todavía, más parecido al de los ángeles, en que la mujer conserva como preciado tesoro su virginal limpieza. Sabía Julián por su madre que Nucha manifestaba a veces inclinación a la vida monástica, y daba en la manía de deplorar que no hubiese entrado en un convento. Siendo Nucha tan buena para mujer de un hombre, mejor sería para esposa de Cristo; y las castas nupcias dejarían intacta la flor de su inocencia corporal, poniéndola para siempre al abrigo de las tribulaciones y combates que en el mundo nunca faltan.
Esto de los combates le recordaba a Sabel. ¿Quién duda que su permanencia en casa era ya un peligro para la tranquilidad de la esposa legítima? No imaginaba Julián riesgos inmediatos, pero presentía algo amenazador para lo porvenir. ¡Horrible familia ilegal, enraizada en el viejo caserón solariego como las parietarias y yedras en los derruidos muros! Al capellán le entraban a veces impulsos de coger una escoba, y barrer bien fuerte, bien fuerte, hasta que echase de allí a tan mala ralea. Pero cuando iba más determinado a hacerlo, tropezaba en la egoísta tranquilidad del señorito y en la resistencia pasiva, incontrastable del mayordomo. Sucedió además una cosa que aumentó la dificultad de la barredura: la cocinera enviada de Santiago empezó a malhumorarse, quejándose de que no entendía la cocina, de que la leña no ardía bien, del humo, de todo; Sabel, muy servicial, acudió a ayudarla; y a los pocos días la cocinera, cansada de aldea, se despidió con malos modos, y Sabel quedó en su sitio, sin que mediasen más fórmulas para el reemplazo que asir el mango de la sartén cuando la otra lo soltó. Julián no tuvo ni tiempo de protestar contra este cambio de ministerio y vuelta al antiguo régimen. Lo cierto es que la familia espuria se mostraba por entonces incomparablemente humilde: a Primitivo no se le encontraba sino llamándole cuando hacía falta; Sabel se eclipsaba apenas dejaba la comida puesta a la lumbre y confiada al cuidado de las mozas de fregadero; el chiquillo parecía haberse evaporado.
Y con todo, al capellán no le llegaba la camisa al cuerpo. ¡Si Nucha se enteraba! ¿Y quién duda que se enteraría en el momento menos pensado? Por desgracia la nueva esposa mostraba afición suma a recorrer la casa, a informarse de todo, a escudriñar los sitios más recónditos y trasconejados, verbigracia desvanes, bodegas, lagar, palomar, hórreos, tulla , perreras, cochiqueras, gallinero, establos y herbeiros o depósitos de forraje. No le llegaba a Julián la camisa al cuerpo, temblando que en alguna de estas dependencias recibiese Nucha a boca de jarro, por impensado incidente, la atroz revelación. Y al mismo tiempo, ¿cómo oponerse al útil merodeo del ama de casa hacendosa por sus dominios? Parecía que con la joven señora entraban en cada rincón de los Pazos la alegría, la limpieza y el orden, y que la saludaba el rápido bailotear del polvo arremolinado por las escobas, la vibración del rayo de sol proyectado en escondrijos y zahurdas donde las espesas telarañas no lo habían dejado penetrar desde años antes.
Seguía Julián a Nucha en sus exploraciones, a fin de vigilar y evitar, si cabía, cualquier suceso desgraciado. Y en efecto, su intervención fue provechosa cuando Nucha descubrió en el gallinero cierto pollo implume. El caso merece referirse despacio.
Había observado Nucha que en aquella casa de bendición las gallinas no ponían jamás, o si ponían no se veía la postura. Afirmaba don Pedro que se gastaban al año bastantes ferrados de centeno y mijo en el corral; y con todo eso, las malditas gallinas no daban nada de sí. Lo que es cacarear, cacareaban como descosidas, indicio evidente de que andaban en tratos de soltar el huevo; oíase el himno triunfal de las fecundas a la vez que el blando cloquear de las lluecas; se iba a ver el nido, se advertía en él suave calorcillo, se distinguía la paja prensada señalando en relieve la forma del huevo.... Y nada; que no se podía juntar ni para una mala tortilla. Nucha permanecía ojo alerta. Un día que acudió más diligente al cacareo delator, divisó agazapado en el fondo del gallinero, escondiéndose como un ratoncillo, un rapaz de pocos años. Sólo asomaban entre la paja de la nidadura sus descalzos pies. Nucha tiró de ellos y salió el cuerpo, y tras del cuerpo las manos, en las cuales venía ya el plato que apetecía el ama de casa, pues los huevos que el chico acababa de ocultar se le habían roto con la prisa, y la tortilla estaba allí medio hecha, batida por lo menos.
—¡Ah pícaro!—exclamó Nucha cogiéndole y sacándole afuera, a la luz del corral—. ¡Te voy a desollar vivo, gran tunante! ¡Ya sabemos quién es el zorro que se come los huevos! Hoy te pongo el trasero en remojo, donde no lo veas.
Agitábase y perneaba el ladrón en miniatura; Nucha sintió lástima, imaginándose que sollozaba con desconsuelo. Apenas logró verle un minuto la cara desviándole de ella los brazos, pudo convencerse de que el muy insolente no hacía sino reírse a más y a mejor, y también notar la extraordinaria lindeza del desharrapado chicuelo. Julián, testigo inquieto de esta escena, se adelantó y quiso arrebatárselo a Nucha.
—Déjemelo usted, don Julián...—suplicó ella—. ¡Qué guapo!, ¡qué pelo!, ¡qué ojos! ¿De quién es esta criatura?
Nunca el timorato capellán sintió tantas ganas de mentir. No atinó, sin embargo.
—Creo...—tartamudeó atragantándose—, creo que... de Sabel, la que guisa estos días.
—¿De la criada? Pero.... ¿está casada esa chica?
Creció la turbación de Julián. De esta vez tenía en la garganta una pera de ahogo.
—No, señora; casada, no.... Ya sabe usted que... desgraciadamente... las aldeanas..., por aquí... no es común que guarden el mayor recato.... Debilidades humanas.
Sentóse Nucha en un poyo del corral que con el gallinero lindaba, sin soltar al chiquillo, empeñándose en verle la cara mejor. Él porfiaba en taparla con manos y brazos, pegando respingos de conejo montés cautivo y sujeto. Sólo se descubría su cabellera, el monte de rizos castaños como la propia castaña madura, envedijados, revueltos con briznas de paja y motas de barro seco, y el cuello y nuca, dorados por el sol.
—Julián, ¿tiene usted ahí una pieza de dos cuartos?
—Sí, señora.
—Toma, rapaciño .... A ver si me pierdes el miedo.
Fue eficaz el conjuro. Alargó el chiquillo la mano, y metió rápidamente en el seno la moneda. Nucha vio entonces el rostro redondeado, hoyoso, graciosísimo y correcto a la vez, como el de los amores de bronce que sostienen mecheros y lámparas. Una risa entre picaresca y celestial alegraba tan linda obra de la naturaleza. Nucha le plantó un beso en cada carrillo.
—¡Qué monada! ¡Dios lo bendiga! ¿Cómo te llamas, pequeño?
—Perucho—contestó el pilluelo con sumo desenfado.
—¡El nombre de mi marido!—exclamó la señorita con viveza—. ¿Apostemos a que es su ahijado? ¿Eh?
—Es su ahijado, su ahijado—se apresuró a declarar Julián, que desearía ponerle al chico un tapón en aquella boca risueña, de carnosos labios cupidinescos. No pudiendo hacerlo intentó sacar la conversación de terreno tan peligroso.
—¿Para qué querías tú los huevos? Dilo y te doy otros dos cuartos, anda.
—Los vendo—declaró Perucho concisamente.
—Con que los vendes, ¿eh? Tenemos aquí un negociante.... ¿Y a quién los vendes?
—A las mujeres de por ahí, que van a la vila ....
—Sepamos, ¿a cómo te pagan?
—Dos cuartos por la ducia .
—Pues mira—díjole Nucha cariñosamente—, de aquí en adelante me los vas a vender a mí, que te pagaré otro tanto. Por lo bonito que eres no quiero reñirte ni enfadarme contigo. ¡Quiá! Vamos a ser muy amigotes tú y yo. Lo primerito que te he de regalar son unos pantalones.... No andas muy decente que digamos.
En efecto, por los desgarrones y aberturas del sucio calzón de estopa