Alicia en el país de la alegría. Nieves Álvarez

Alicia en el país de la alegría - Nieves Álvarez


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y sesenta se nos muestran a través de los ojos de una niña traviesa que pregunta y reflexiona constantemente, y que nos conmueve con sus observaciones inteligentes y sus agudos pensamientos. El ritmo del discurso es ágil, salpicado de graciosas ocurrencias, de pinceladas costumbristas, de una discreta pero eficaz psicología de personajes. Los diálogos se suceden rápidos y certeros, con una frescura admirable.

      En definitiva, Alicia en el país de la alegría es una novela con muchísimos méritos. Una novela a la altura de las que nos regalaron otras grandes escritoras sobre la misma temática (Carmen Martín Gaite, Ana María Matute, Almudena Grandes, Josefina Aldecoa, Carmen Laforet...). Quien se asome a sus páginas no se sentirá defraudado en ningún momento. Más bien al contrario. Hallará en ellas un laberinto de emociones y de experiencias humanas que son, que fueron o que pudieron ser las nuestras, o las de nuestros compañeros de viaje en la aventura de sobrevivir al franquismo. Nadie quedará al margen de esta historia. Todos formamos parte de ella en mayor o menor grado. Y ese es, ni más ni menos, el legado que nos dejan las grandes obras de la literatura universal.

       Diciembre de 2018

      

       Hay que ser muy valiente para pedir ayuda, ¿sabes? Pero hay que ser todavía más valiente para aceptarla.

      Almudena Grandes

       A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.

      Oscar Wilde

      

       Escribir no es una cuestión de libre albedrío, sino un acto de supervivencia.

      Paul Auster

      PREÁMBULO

      Yo nací muerta y estuvieron a punto de enterrarme en una caja de mazapanes. Decía mi padre que hubo un tiempo en el que los niños y los hombres, las mujeres, las niñas, las personas mayores, casi siempre nacíamos muertas. Luego resucitábamos, o no. Yo nací muerta y resucité gracias a la Virgen del Rosario, según mi madre, o, a la comadrona, según mi padre.

      Lo cierto es que nací muerta y la comadrona mandó traer dos barreños, uno con agua muy caliente y otro con agua fría, me agarró por los pies y, con mucho cuidado, acercó mi cabeza al agua caliente, luego hizo lo mismo con el agua fría. Así durante unos minutos, subiendo y bajando de un barreño a otro hasta que resucité, llorando.

      Durante varios meses, me pasé el día en la cama, dormida, como muerta; lo mismo que uno de mi pueblo que se metió en la cama para protestar por algo que había sucedido diez años antes y no se volvió a levantar. Según mi padre él tenía motivos para estar encamado, pero yo era una encamada sin causa.

      Había resucitado pero mi brazo derecho no se enteró de que él también tenía que resucitar y seguía muerto. Es decir, no me hacía ni caso, iba por libre, no se quería levantar, estaba débil y cuando hacía un pequeño esfuerzo se cansaba y se dejaba caer a lo largo de mi cuerpo. La mano tampoco hacía lo que yo quería que hiciese. Solo la podía colocar con la palma hacia abajo. Si intentaba colocarla con la palma hacia arriba (a la fuerza) ella sola se daba la vuelta y volvía a colocarse como estaba. Además, como dice mi padre, tenía (aún la tengo) una bola en el brazo derecho igual que un boxeador. En resumen, mi brazo no era un brazo, era un pretexto para peregrinar por clínicas, hospitales, curanderos...

      Nosotros vivimos en un pueblo pequeño de la provincia de Ávila, pero don Jaime, mi hermano de leche, estudiaba en Madrid y por eso yo cumplí un año en la Facultad de Medicina San Carlos, desnuda delante de más de doscientos aspirantes a pediatras que me miraban, hablaban y reían. El catedrático pidió silencio y explicó que estábamos allí porque tocaba estudiar aspectos de los problemas braquiales en recién nacidos y mi caso era muy curioso. Dijo que padecía una parálisis parcial del miembro superior derecho, debida a un traumatismo directo sobre el plexo braquial, producido durante el mecanismo del parto. Al escucharlo mi madre se quedó muda.

      Regresamos de Madrid con un aparato que me colocaron en el brazo nada más llegar al pueblo. Tenía que estar con él un año, con sus días y sus noches.

      —¡Eso es una barbaridad! —dijo mi padre— ¡El brazo de la niña crecerá y el aparato no!

      Lo dijo y tenía razón. El invento no funcionaba y era un suplicio. A las pocas semanas solo dejaba de llorar cuando me lo quitaban. Mi madre visitó a una curandera que dijo lo mismo que mi padre:

      —¡Quite ese aparato a la niña! Su hija tiene los tendones unidos y hay que intentar separarlos. Dele masajes con tuétano de vaca y que haga mucho ejercicio.

      Siete meses después de nuestro primer viaje a Madrid vino al pueblo don Jaime, hecho todo un dentista (que yo no sé por qué los dentistas estudian medicina, deberían estudiar denticina ¿no?, pero los mayores tienen esas cosas que no hay quien entienda), y, por supuesto, vino a visitarnos. Quería saber qué tal seguíamos mi brazo y yo y por qué no habíamos vuelto a Madrid. Mi madre se puso muy nerviosa, me metió en la cocina y, a toda costa, quería volver a ponerme el aparato. Yo comencé a gritar y mi padre le contó lo que pasaba.

      Don Jaime dijo lo que habían dicho mi padre primero y la curandera después:

      —¡Quitad ese aparato a la niña!

      Fue entonces cuando se aclaró todo. La culpa se la echaron a la enfermera que escribió un año en lugar de escribir un mes.

      Me quitaron el aparato y mi brazo derecho resucitó a medias. Efectivamente, no había crecido y tuve que seguir con los ejercicios, la yema de huevo en la leche del desayuno y las visitas al médico cada tres por dos. Yo, por aquel tiempo, era solo un brazo.

      EN LA CAMA DE MI ABUELA

      Todas mis amigas tienen dos abuelas: la madre de su padre y la madre de su madre. Yo no tengo ninguna. Mi madre dice que las he tenido, pero que ya no están porque se han ido al cielo. No sé si será por eso, pero me gusta mucho mirar al cielo. Quisiera ver a mis dos abuelas allí, juntas, contando historias.

      No tengo ninguna abuela porque la madre de mi padre se fue al cielo cuando él era muy pequeño, y la madre de mi madre cuando yo tenía dos años. Y, claro, era tan pequeña que no la recuerdo. Ella dice que me tengo que acordar, porque pasaba las horas muertas en su cama, jugando. ¿Por qué se llamarán horas muertas? A mí me parece que deberían llamarse horas vivas, pero nadie me hace caso.

      Mi abuela, durante esas horas muertas tan vivas, me contaba cuentos, jugaba conmigo al veo-veo, dibujábamos... Un día, haciendo un collar de escaramujos, me tragué unos cuantos y me puse mala. Como no encontraron al médico, fueron a llamar a doña Irene. Ella es la que más sabe de remedios que lo remedian todo: uñeros, torceduras, clavos, alcaparras. Los de Madrid las llaman garrapatas y yo no sé por qué, no chupan la sangre de las patas, sino de debajo del sobaco, las muy cochinas.

      Doña Irene dijo que había que lavarme el estómago y el intestino. Nadie sabía cómo se podía hacer eso, pero ella sí. Tuve que beber un potingue que sabía a rayos. Se llama aceite de ricino. Estuve varios días que me iba por la pata abajo. Me pasaba horas en el corral de mis abuelos. Tuve que beber mucha agua y comer acederas, para no deshidratarme. Mi hermana tenía siempre lleno el botijo y mi padre fue al prado de arriba, donde están las mejores acederas; debe de ser por eso que no me gusta verlas ni en pintura.

      Aprendí la lección. Del campo se comen muchas cosas: acederas, panecillos de la Virgen, zapatitos del Niño Jesús, pipas de girasol, calabaza, melón, sandía, espigas (cuando están verdes), zarzamoras (que son moras de zarza) y las moras de árbol (a las que todo el mundo llama moras, a secas, pero yo llamo arbolmoras); bueno, pues todo eso se puede comer, pero los escaramujos, no.

      Si tengo suerte y está de buen humor, mi madre me cuenta alguno de los cuentos


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