Alicia en el país de la alegría. Nieves Álvarez
gallina ponía todos los días un único huevo. Ellos, unas veces cambiaban el huevo por pan y otras veces se comían el huevo sin pan. Incluso, algunas veces, cambiaban el huevo por pan y dejaban el pan para poder comérselo con huevo al día siguiente.
Mi madre, en este punto del cuento, siempre dice lo mismo:
—Un huevo para dos no está mal. Hay gente tan pobre que tiene que repartir un huevo para tres o para cuatro.
Tengo mucha suerte de poder comerme un huevo entero.
—Tuvieron una hija y decidieron dar el huevo a la niña. Ellos se las arreglaban recogiendo en el campo todo lo comestible. Pero un buen día, de pronto... ¡Vaya sorpresa! Vieron que el huevo ¡era de oro! Se pusieron tan contentos, que bailaron, cantaron y besaron a su hija, mucho, mucho, mucho, más que nunca. Luego, fueron al mercado, lo vendieron y compraron comida: leche, pan, huevos, de todo. Desde entonces, todas las mañanas, encontraban un huevo de oro. Su suerte había cambiado: pudieron comprar comida, ropa, zapatos, incluso un colchón y una cama, porque la que tenían estaba muy vieja. Eran muy felices los tres juntos con su gallina de los huevos de oro. La cuidaban, la alimentaban bien, la acariciaban. Todo era perfecto. Pero un día, el padre comenzó a pensar y pensar y pensar. Tras mucho pensar, dijo a su esposa: ¿por qué tenemos que esperar al día siguiente para conseguir un nuevo huevo de oro? Es mejor abrir a la gallina y sacar de una vez todo el oro que tiene dentro. La mujer no estaba de acuerdo, tenían todo lo que necesitaban ¿para qué querían más? Porque así no tendremos que esperar al día siguiente, nunca más, dijo el marido. Dicho y hecho. Sin que se enterase su mujer, abrió por la mitad a la gallina. Pero... ¡Dios mío!, para su desgracia, la gallina estaba muerta y no tenía dentro oro, sino lo que tienen todas las gallinas del mundo: carne, sangre y huesos. La niña, que le había cogido mucho cariño a la gallina, se puso a llorar y a llorar y a llorar. La madre no podía consolarla: las dos estaban muy tristes. El padre no sabía qué hacer. Ninguno de los dos pudo consolar a la niña: habían matado a la gallina de los huevos de oro, que además, hacía feliz a su hija. No les quedaba nada. Pasó el tiempo, se les acabó la comida y comenzaron a echar de menos a la gallina que les daba cada día un huevo normal para poder alimentarse. Pero así son las cosas: la avaricia rompe el saco. Y colorín colorado por la chimenea se va al tejado, y colorín colorete, recoge la palabra y vete.
Cuando mi madre termina de contarme el cuento siempre dice lo mismo:
—Así que ya lo sabes, Alicia, debemos conformarnos con lo que tenemos. Si somos pobres no es bueno querer ser ricos; podríamos llegar a ser más pobres aún.
Pero mi padre no es de la misma opinión y, si está presente, cuando mi madre me cuenta el cuento, afirma:
—No digas eso, mujer. Mira, Alicia, yo conozco otro final para ese cuento: la madre, que era muy previsora, había guardado el último huevo de oro de la gallina. Con lo que le dieron de su venta compraron varias gallinas y sembraron trigo. Así consiguieron un trabajo, tuvieron pan y huevos para comer. Todo el mundo tiene derecho a una segunda oportunidad.
Luego mi padre me acaricia el pelo y mirando a mi madre dice:
—Alicia estudiará, labrará su futuro y si encuentra la gallina de los huevos de oro no la matará, administrará su suerte, con generosidad y honradez, ¿verdad, Pitusina?
Yo digo que sí, porque quiero estudiar, eso lo tengo muy claro. No entiendo qué significan las palabras honradez y generosidad, pero debe de ser tan bueno como mi padre: todo el mundo dice que mi padre es un hombre honrado y generoso. Lo del futuro tampoco lo comprendo; además, falta mucho para que llegue. Pero mi padre dice que el futuro acaba llegando, aunque siempre vivamos en presente. Y si él lo dice, debe de ser verdad.
Según mi madre, mi abuela contaba tan bien los cuentos, que daba gusto escucharla. Además, no estábamos solas, había otros niños y niñas. A veces, venía a jugar conmigo y con mi abuela un niño que se llama Sergio y vive en Madrid. Solo viene para las fiestas, no siempre, y casi todos los veranos. Tienen una casa en la plaza. Antes de que yo naciera, mi familia vivió en esa misma casa. Es grande, con dos pisos, como la nuestra. Tiene corral y un pozo que está cerrado con una piedra redonda encima y un gran cerrojo. Dicen que allí, hace muchos años, se ahogó un chico joven que no quería ir a la mili. Pero de eso no se habla. Mi madre dice que es mentira y mi padre dice que, sea mentira o verdad, es agua pasada y agua pasada no mueve el molino.
En verano, Sergio y su familia se quedan más de dos meses en el pueblo. Unos días antes de que lleguen, mi madre y tía Federica limpian la casa a conciencia. Hay mucho polvo, pero no hay pelusa. La pelusa solo se esconde en los rincones y debajo de las camas en las que vive gente ¿no te parece curioso?
El padre de Sergio no viene nunca. Yo ni siquiera lo conozco. Dicen en mi pueblo que antes venía. Era amigo de mi padre. Pero de eso tampoco se habla.
Algunos niños de mi pueblo son un poco brutos, sobre todo con las niñas. Si nos descuidamos, vienen por detrás, nos suben las faldas, nos bajan las bragas y echan a correr. Nos tiran piedras o nos llaman y se esconden. Una vez leí un cuento de los hombres prehistóricos y son igual de brutos.
Sergio es diferente. Él no hace ese tipo de cosas. Le gusta leer, hablar, escuchar. Dice Mari Puri que es un soso, pero no es verdad, solo es de otra manera. Por eso me gusta hablar con él.
Cuando Sergio viene al pueblo, me pongo muy contenta, pero no se lo digo a nadie. Es mi secreto.
No recuerdo cómo era Sergio de pequeño, cuando venía a jugar conmigo a la cama de mi abuela y juntos escuchábamos cuentos. Ahora no lo veo mucho y, cuando lo veo, aunque me gusta hablar con él, me da mucha vergüenza. Siempre lleva ropa de domingo. Bien peinado, serio y con gafas, parece mayor. Pero es que lo es: tiene cuatro años más que yo. Por eso, él sí que se acuerda de los cuentos que contaba mi abuela. Es un suertudo.
Ver los dibujos que forman las estrellas es muy divertido. Mari Tere, Mari Loli, Mari Puri y yo, jugamos todos los veranos. Nos tumbamos boca arriba sobre la hierba y miramos al cielo. Para jugar solo se necesita imaginación.
Mi madre dice que a mí me sobra imaginación y me falta cordura. O sea, que estoy loca. No me importa estar loca, pero no quiero que me lleven al manicomio como a la tía de Mari Loli, que un día comenzó a dar voces y su familia avisó a los loqueros, le pusieron una camisa para que no pudiese escapar y se la llevaron a la fuerza.
Yo no quiero que eso me pase a mí. Además, si es por dar voces, se tendrían que llevar antes a mi madre y a mi hermana, ellas son las que más voces dan de toda mi familia. Pero tampoco quiero que se las lleven a ellas, yo sé que no están locas: son así, lo mismo que yo.
A la tía de Mari Loli se la llevaron hace más de un año y no la han vuelto a traer. Lo de su tía es para siempre y eso debe de ser mucho tiempo. Al infierno también se va para siempre y allí se escucha el llanto y el crujir de dientes. En el manicomio debe de ser igual: locos gritando todo el día, para siempre. Yo no quiero ir para siempre a ningún sitio, quiero quedarme para siempre en mi casa, con mi familia.
Pensar estas cosas me pone muy triste.
—¿Qué pasa, Pitusina?
—Que no quiero ir al manicomio ni al infierno, para siempre. ¿Tú crees que estoy loca y que soy mala?
—Por supuesto que no ¿quién te ha dicho eso?
—Mami. Dice que estoy loca y que todo lo hago mal.
—Tu madre lo dice cariñosamente. Quiere decir que eres un poco traviesa.
Menos mal que tengo a mi padre para interpretar lo que quiere decir mi madre.
—A ti lo que te pasa es que te has enterado de lo de la tía de Mari Loli, ¿a que sí? —asiento con la cabeza—. Pues no te preocupes, no voy a permitir que vengan a por ti para ponerte una camisa de fuerza y llevarte al manicomio. Tampoco te preocupes por el infierno, que allí no van a dejarte entrar, lo pondrías patas arriba, ¡menuda eres tú! Además, la eternidad se pasa volando, ¿lo ves?
Entonces mi padre coge un molinillo de viento y dice:
—Mira,