Alicia en el país de la alegría. Nieves Álvarez

Alicia en el país de la alegría - Nieves Álvarez


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le entrega la carta. Mi padre se sienta, yo estoy a su lado y apenas puedo respirar. Por fin, abre la carta, me mira y dice que no con la cabeza. Tengo ganas de llorar.

      —¿Han dicho que no?

      —No, Alicia, esta carta no es la que tú esperas con tanto empeño, es de la contribución del bar. La pagaré mañana por la mañana; no tengo que ir a la cantera.

      —Cuando vayas al ayuntamiento pregunta por lo mío ¿vale?

      —De acuerdo, Pitusina, pero no te disgustes si te dicen que no ¿me lo prometes?

      Digo que sí con la boca chica. Aunque tengo tantas ganas de ir a la escuela que si me dicen que tengo que esperar me llevaré un buen disgusto.

      Por fin, hoy es mañana. Mi padre me deja acompañarlo al ayuntamiento a pagar la contribución. Al vernos entrar, el secretario dice:

      —¡Vaya! Mira a quién tenemos aquí, pero si es Alicia, la niña que no puede esperar más para ir a la escuela.

      —Buenos días, señor secretario.

      —Buenos días, Alicia. Así me gusta, así, una niña bien educada, sí señor. Eres hija de tu padre, sin duda.

      Quiero decir que sí, pero no digo nada. Mi padre paga el recibo y cuando estamos saliendo por la puerta, el secretario dice:

      —Toma, Alicia, esto es para ti. Y espero que aprendas mucho, que buen trabajo me ha costado convencerlos a todos para que puedas ir a la escuela antes de cumplir los años.

      Me pongo tan contenta que voy corriendo a recoger el sobre que el secretario me entrega sonriente. Y, además, no puedo resistir la tentación y le doy un beso.

      —Gracias, señor secretario, muchas gracias. Aprenderé mucho, todo lo que pueda.

      Cuando llegamos a casa, abrimos la carta y leemos en voz alta. En ella, entre otras cosas que no vienen a cuento, dice lo siguiente: (...) el Pleno Municipal, en sesión extraordinaria, a propuesta del Secretario, acuerda por unanimidad, y sin que pueda servir de precedente, autorizar a la niña que responde al nombre de Alicia, hija de Juan y María, para que pueda incorporarse a la escuela de las niñas pequeñas (...).

      Se lo hemos contado a todo el pueblo. Ahora toca prepararse. En mi casa hay algunos libros, pero no tenemos la cartilla. Mi tía me ha dejado la de mi primo, que hace poco que estuvo en la escuela de los niños pequeños y ya está en la de los mayores. No sé si me servirá. Tal vez sí. Tengo la cartilla, ya solo me falta el resto: cabás, cuaderno, lapicero, sacapuntas...

      No te preocupes, dice mi madre, hoy es sábado, el lunes, cuando vayas a la escuela, lo tendrás. Y mi madre siempre acierta.

      Hoy, mi tío Ernesto, que es mi padrino, me trae un cabás que fue de su hija. Como ella ya no va a la escuela, no lo necesita y me lo da para mí.

      —Aprende mucho, aprende todo lo que no hemos podido aprender nosotros.

      Mi tío lo dice porque él, lo mismo que mi padre, no terminó la escuela. Sé que mi padre comenzó a estudiar (me lo contó un día), pero luego se murieron su madre y su padre (cuando solo tenía once años) y tuvo que trabajar para ayudar a sus hermanas. De todas formas, mi padre siempre está leyendo, por eso, aunque no haya podido estudiar, sabe tanto. Lo de mi tío es diferente: él no pudo estudiar porque a mi abuelo eso de estudiar le parecía una pérdida de tiempo.

      Tía Adoración (que es mi tía preferida) me ha traído un cuaderno de rayas, un lapicero, un sacapuntas y una goma.

      —Lo he comprado yo, pero el dinero me lo ha dado tu abuelo. Tienes que ir a darle las gracias y un abrazo, para que se ponga contento. ¿Lo harás?

      Lo hago inmediatamente, antes de que se me olvide. Mi abuelo sonríe al verme llegar y dice:

      —No sé para qué tanta prisa por ir a la escuela. Las niñas tienen que aprender a coser, a bordar y a hacer las cosas de la casa. Lo demás no sirve para nada.

      —Pero, abuelo, yo quiero estudiar.

      —¿Estudiar? Paparruchas.

      Dice mi tía que el abuelo es así y no se puede hacer nada para cambiarlo.

      Mi padre saca del desván un estuche que ha sido de su padre, luego suyo, después de mi hermano y de mi hermana. Ahora será mío. Es de madera, tiene dos pisos y se abren los dos. Lo ha limpiado, lijado, cepillado y encerado. Parece nuevo. Además, ha pegado un cromo. Es el mejor estuche que he visto nunca.

      —Toma, Pitusina, aquí puedes guardar el lapicero, el sacapuntas y la goma de borrar. Luego, podrás guardar la pluma, el compás, la regla. Pero, no olvides que lo más importante está en tu cabeza. Úsala bien y aprenderás más y mejor.

      Mi hermana ha hecho una bolsa para meter el almuerzo. Es azul oscuro y tiene mi nombre bordado en letras blancas.

      —Ten, hermanita, para que lleves el almuerzo y no tengas que venir a casa en el recreo. Así te quedará más tiempo para jugar. Juega, estudia y aprovecha el tiempo.

      Mi madre me ha dado una lata con asa para que, cuando haga mucho frío, pueda calentarme.

      —Mira, hija, este es tu brasero, me lo regaló mi madre cuando comencé a ir a la escuela. Luego lo usó tu hermana y ahora tú. En esas escuelas antiguas hace un frío que pela.

      A ver si hay suerte y terminan pronto las escuelas nuevas. En ellas seguro que no hace falta brasero.

      Con todo preparado, mucha ilusión y un poco de miedo, comienza el gran día. Llego tan pronto a la escuela que no hay nadie esperando. Por fin, vienen mis amigas: Mari Loli, Mari Puri y Mari Tere. Han venido antes para que podamos jugar un rato.

      —Con lo bien que se está en casa —dice Mari Tere— ¿por qué querías venir a la escuela?

      —Porque estáis vosotras aquí y no tengo con quién jugar.

      —¿Lo dices de verdad? —pregunta Mari Loli—, podemos jugar después de la escuela.

      —Bueno, también quería venir para aprender lo que no puedo aprender en mi casa.

      —Ya me parecía a mí —afirma Mari Puri—, mi madre dice que aprenda un poco de ti. Y mi padre piensa que has armado un revuelo por una tontería.

      —No es una tontería. Sé que a muchas personas les puede parecer raro que quiera estudiar, pero es que quiero ser maestra y cuanto más aprenda, mejor.

      —¡Maestra! —dicen las tres a la vez.

      —Claro —dice Mari Tere— por eso siempre quieres jugar a las escuelas, en lugar de jugar a las familias. Menudo aburrimiento.

      Cuando estamos hablando llega la maestra. Todas las niñas se ponen en fila. Yo me pongo la última, pero ella me llama y dice.

      —No, Alicia, tú tienes que ponerte aquí. Para entrar en la escuela nos colocamos por orden alfabético. No olvides cuál es tu sitio.

      —No lo olvidaré, señorita.

      —Bueno, niñas, ya conocéis a Alicia ¿no? Pues desde hoy vendrá con nosotras a la escuela. Espero que la ayudéis para que se ponga al día.

      Todas las niñas contestan a la vez:

      —Sí, señorita. La ayudaremos.

      La escuela es muy grande, tiene ventanas grandes, pupitres grandes, sillas grandes. La mesa de la maestra es enorme y está sobre un escenario que no es muy alto. Ella lo llama tarima. El encerado no es grande: es descomunal. Y sobre el encerado está un crucifijo y las fotos de dos señores vestidos de soldados.

      Lo primero que hemos hecho al entrar en la escuela es rezar, de pie. Luego la maestra ha dicho mi nombre y mis dos apellidos. Yo me levanto del asiento y digo:

      —¿Qué quiere que haga, señorita?

      Las niñas antiguas se ríen y las niñas nuevas, como yo, se quedan calladas.


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