Alicia en el país de la alegría. Nieves Álvarez
a través de su leche.
Esas noticias me sorprenden una barbaridad. Estoy alegre y triste al mismo tiempo. No sé cómo explicarlo. Me doy cuenta de que mi padre tiene razón cuando dice que mi madre me quiere mucho. Hay que querer mucho a una persona para ponerse sus inyecciones, ¡con lo que duelen las inyecciones! Qué buena es mi madre. Y yo he sido una egoísta y una tragona.
Miro desde la puerta a mi primo Ángel, muerto porque no ha podido mamar, mientras que yo he mamado durante más de tres años. Estoy deseando abrazar a mi madre, que sepa cuánto la quiero, decirle que voy a ser buena, que voy a hacer todo lo que ella me pida.
Con esas ideas en la cabeza, entro en la habitación donde están todas las mujeres reunidas, velando a mi primo muerto, rezando.
Me acerco a mi madre, la abrazo y digo:
—Te quiero, mami, te quiero. Eres la madre más buena del mundo. Te quiero.
—Ahora, no, Alicia, ve a jugar —dice ella en voz baja—; Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre; venga a nosotros tu reino —dice en voz alta, intentando seguir rezando el rosario—, vete a casa —dice hablando muy bajo, mientras intenta separarme de ella—, hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy —continúa rezando.
—Pero yo quiero estar contigo, mami, quiero darte muchos besos y muchos abrazos.
—Perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en la tentación —sigue diciendo mi madre en voz alta, sin hacerme ni caso—; luego, Alicia, luego, ahora no —dice en voz tan baja que casi no entiendo lo que dice, pero ella consigue, al fin, separarme de su lado dándome un empujón— mas líbranos del mal. Amén.
Entonces veo a mi primo, en una caja blanca, como su muerte, como su ropa, como su carita. Me acerco despacio y lo miro. Parece que está durmiendo. Lo toco y doy un grito tan grande que todas las mujeres dejan de rezar el rosario y me miran.
Mi primo Ángel está frío, tan frío como el hielo. Me asusto tanto que salgo corriendo. Tía Adoración sale detrás de mí. Todas las mujeres comienzan a cuchichear; unas miran dentro de la caja, otras me miran a mí, otras a mi madre y a mi tía. Luego vuelven al rezo del rosario. Mi madre no se ha movido de su sitio, sentada al lado de su hermana Federica, la madre de Ángel.
Cuando llego al quicio de la puerta me vuelvo y descubro que tía Federica y mi madre están abrazadas. Las dos lloran y yo soy la culpable.
—Eso no se hace. Está muy mal interrumpir así y gritar. Eres muy caprichosa, Alicia. Las niñas pequeñas, como tú, no pueden entrar en un velatorio. Se asustan y luego pasa lo que pasa. Ya verás, no vas a poder dormir bien por las noches.
—Pero, tía Adoración ¿por qué está tan frío el primo Ángel? ¿Por qué tiene la cara tan rígida? Parece de piedra.
—Todos los muertos están fríos como el mármol y se ponen rígidos al morir. Por eso es mejor no tocarlos.
—¿Yo también estaba fría y rígida cuando nací muerta?
—No, tú no, porque tú no estabas muerta, solo estabas mareada.
—Yo estaba muerta y luego resucité, que me lo ha dicho mi madre.
—Si lo dice tu madre, será verdad. De todas formas, si estabas muerta no estabas tan muerta como está Ángel, el pobrecito.
—O sea, que se puede estar muerto solo un poco. No lo comprendo.
—No, no es eso. A veces parece que una persona está muerta, pero no lo está, solo está mareada. Sigue manteniendo calor en el cuerpo.
—Pero... ¿por qué? No lo comprendo.
—¿Tú no has visto nunca un conejo muerto? Si lo tocas nada más morir está caliente y blandito, pero si lo dejas un tiempo, se va poniendo rígido y frío y se desuella mal, por eso hay que desollarlo cuando aún está caliente.
Tía Adoración sabe muchas cosas. Dice mi madre que algunas cosas las ha aprendido aquí, en el pueblo, pero otras las ha aprendido en Madrid, sirviendo en casa de unos familiares de don Jaime.
Cuando sea mayor quiero ir a Madrid, y aprender muchas cosas, tantas como tía Adoración y como Sergio; él también está en Madrid y lo sabe todo.
El entierro de mi primo es muy triste. A mí no me dejan ir, ni a la iglesia ni al cementerio. Me he quedado en casa de mi abuelo, con él y tía Adoración. A ella tampoco le gustan los entierros y tiene que cuidar de mi abuelo.
Me gustaría que mi tía me contase muchas cosas de Madrid, pero no se lo pregunto porque, según mi madre, de ese tema no se puede hablar con ella: se pone muy triste y hoy nos sobra la tristeza. Las cosas de la muerte son tristes y extrañas. A mí, además, me dan mucho miedo.
Mari Puri dice que ha escuchado decir a su madre que tía Federica come poco y está tan delgada que no pudo dar leche a su hijo. Por eso se murió.
Yo me he enfadado con Mari Puri. Es una mentirosa. Mi tía está delgada porque siempre ha sido delgada, es así. Mi primo ha muerto de repente, nadie tiene la culpa, ni mi tía ni nadie. Luego comienzo a pensar que a lo mejor era cierto. En casa de tía Federica nunca hay tanta comida como en mi casa o en casa de mi abuelo. Lo que no comprendo es por qué no nos la pide.
Tía Federica tiene huerta y gallinas, pero... ¿será suficiente comida? Tal vez no. Algo tengo que hacer.
Para mi primo Ángel, hoy se ha acabado el mundo. No podrá ir a la escuela, seguir creciendo, aprender a andar, a hablar, a reír, a escribir, a nada. No volveremos a verlo nunca. Ángel ha muerto como un ángel, pero no como uno de carne y hueso, sino como una estatua de ángel, muy parecida a la que hay en la Ermita de la Virgen del Rosario.
NO HAY DOS SIN TRES
Mi madre siempre dice que la muerte nunca viene sola, que le gusta venir acompañada. En este caso se ha cumplido. Unos meses después de morir mi primo, se murió doña Basilia. Ella no murió de repente, estuvo enferma mucho tiempo. Al principio seguía despachando fruta, siempre alegre. Luego dejó de despachar, aunque estaba allí, sentada en una mecedora de mimbre, con una manta sobre las piernas, viendo cómo despachaba su marido, el señor Andrés. Por último, se quedó en la cama y no la volvió a ver nadie, nunca más.
El señor Andrés, antes de que doña Basilia se pusiese enferma, iba a vender por los pueblos (lo mismo que mis tíos); pero después, cuando ella se puso enferma, se quedó en casa, despachando en la frutería. Dice mi madre que intentaba que nadie lo viese llorar y por eso seguía gastando bromas a todo el mundo.
Al final, los últimos dos o tres meses, don Andrés cerró la frutería y se pasaba día y noche al lado de la cama de su esposa. La gente comenzó a decir que los dos se estaban quedando en los huesos. Que no comían bien. No eran ni la sombra de lo que habían sido.
Un mal día, murió doña Basilia, llevaba enferma demasiado tiempo. Nadie supo decirme de qué enfermedad había muerto. Si fue una muerte blanca, negra o azul. Yo estaba muy intrigada, intrigadísima.
Tuve una idea, se la conté a Mari Loli y decidimos ponerla en marcha. Lo haríamos juntas y no diríamos nada a nadie.
El día del entierro, llevaron a la iglesia una caja de muerto con doña Basilia en su interior. Don Andrés no fue al entierro. Mi madre dijo que había enfermado de tristeza. Quería tanto a su mujer que no sabía vivir sin ella.
Yo no sé cómo se puede enfermar de tristeza, pero me lo imagino: debe de ser muy triste que se muera alguien al que quieres mucho. Lo comprendo. A mí me ha dado mucha pena perder a mi primo Ángel, pero me habría dado mucha más pena si se hubiese muerto mi madre o mi padre o mi hermana o mi hermano. Yo también podría enfermar de tristeza.
Todo el mundo comprendió que don Andrés no fuese al entierro. En su representación fueron sus hermanos (los de él) y sus