Alicia en el país de la alegría. Nieves Álvarez

Alicia en el país de la alegría - Nieves Álvarez


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niña y ella contesta:

      —Servidora.

      Y así con todas las niñas de la escuela. O sea, que cuando la señorita diga mi nombre tengo que contestar lo mismo que ellas: servidora.

      —Bueno, pues después de rezar y pasar lista, podemos comenzar —dice la maestra—, no quiero que hable nadie, quien hable irá al rincón. Si alguien quiere algo que levante la mano.

      En el encerado está escrita la fecha y una frase: Dejad que los niños se acerquen a mí; esa frase está en el Catón, debajo del primer dibujo del libro. En ese dibujo se ve a un señor con barba y pelo largo (es extranjero, seguro); también hay una mujer con pañuelo en la cabeza y cinco niños. Debe de ser una familia numerosa: el padre, la madre y los hijos. Seguro que les hacen descuento en el tren y en el autobús de línea, como a nosotros, si tienen carné de familia numerosa, claro. Pero, cuando me fijo más en el dibujo, me doy cuenta de que al señor con barba le salen rayos amarillos de la cabeza y se parece al que está en el altar mayor de la iglesia. Debe de ser San Pedro y su familia.

      —Alicia, ¿dónde estás?

      —Servidora.

      Otra vez se ríe la clase de mí. Mi compañera me dice que cuando la maestra me pregunte tengo que levantarme y decir: sí, señorita.

      —Alicia ¿estás en las nubes?

      —Sí, señorita.

      Ahora toda la clase se ríe a carcajadas. No sé por qué: me he puesto de pie y he dicho lo que hay que decir. La maestra manda callar, se acerca a mí y dice:

      —Vamos a ver, Alicia, ¿qué es eso que estás mirando con tanta atención? ¡Vaya!, Alicia, pensé que estabas en Babia, pero veo que estás con Jesucristo.

      La maestra coge mi Catón, lo levanta por los aires, pide otra vez silencio y dice:

      —Si abrís el libro, la primera imagen que encontráis es un dibujo. En él hay niños acercándose a Jesucristo.

      ¡Ah! Entonces es Jesucristo, no es San Pedro con su familia. Es Jesucristo con su mujer y sus hijos.

      —¿Jesucristo tiene familia numerosa? —pregunto—. No lo sabía.

      —Claro, Alicia, todos nosotros, todos los niños del mundo y todas las personas mayores, somos hijos de Dios, que es nuestro padre. Y como Jesucristo es Dios, somos hijos de Jesucristo.

      Qué cosas dice la maestra.

      —Yo soy hija de mi padre, que se llama Juan, no Jesucristo.

      Una vez más (y ya van cuatro) todas las niñas se ríen de lo que digo. La señorita me mira como si quisiera pegarme y, efectivamente, me pega un bofetón.

      —Alicia, ¡al rincón! Y no vuelvas a hablar ¿entendido? No hables hasta que yo te pregunte.

      No comprendo nada, ¿cómo voy a aprender, si no puedo hablar, ni preguntar nada? Me levanto y no sé a qué rincón quiere la señorita que vaya, en la escuela hay cuatro rincones; pero claro, como no puedo preguntar... no sé qué hacer. Menos mal que la niña que está sentada a mi lado, por señas, me dice a qué rincón debo ir.

      —Vamos, Alicia, que es para hoy. Quédate ahí, en el rincón, de rodillas y con los brazos en cruz.

      Nadie sabe lo que duele algo así hasta que lo prueba. Mi brazo derecho no puede ponerse en alto, no me hace caso. Las niñas de la escuela vuelven a reírse y la maestra se acerca a mí y me dice al oído:

      —Vete a tu sitio. No me acordaba de lo que me dijo tu madre de tu brazo. Pero estate calladita. Ya buscaré un castigo especial para ti.

      Y lo buscó, claro que lo buscó. He tenido que escribir cien veces, solo tengo que hablar cuando pregunte la maestra.

      Tras este comienzo, estoy empezando a arrepentirme de haber querido venir a la escuela tan pronto. Con lo bien que estaba yo en mi casa: leyendo, jugando, escribiendo.

      Me siento de nuevo en la silla con los pies colgando (no me llegan al suelo) y decido que no voy a volver a hablar hasta que salgamos al recreo.

      La maestra pregunta si sabemos quiénes son las personas que aparecen en las fotografías que están a un lado y otro del Crucifijo. Yo sí que lo sé. Por eso levanto la mano. Solo la hemos levantado dos niñas. Las otras no la han levantado, no sé si es que no saben quiénes son, si no saben que hay que levantar la mano, o no la quieren levantar por si lo que dicen no le gusta a la maestra y las manda al rincón.

      —Vamos a ver, Mari Puri, ¿quiénes son los militares que aparecen en las fotografías?

      —José Antonio y Franco.

      —¿Qué pasa, Mari Puri, es que son de tu familia?

      —No, señorita. Pero, como mi padre es el Sargento de la Guardia Civil...

      —Como lo has dicho con tanta familiaridad, pensé que eran de tu familia. No creo que a tu padre le guste que digas los nombres, así, sin más, sin un respeto.

      —No, señorita.

      —Las personas que aparecen en las fotografías son: don José Antonio Primo de Rivera y el Generalísimo don Francisco Franco y Bahamonde, Caudillo de España.

      Bajo la mano por si acaso.

      —Conoceremos más y mejor a estos personajes, imprescindibles de la Historia de España, en las dos últimas lecciones del Catón, pero los nombres hay que aprenderlos ahora.

      Eso ya lo sabía yo, porque antes de venir a la escuela he leído el Catón. Al señor con bigote lo he visto también en la página 258 de la Enciclopedia de grado elemental que también me ha dejado mi tía. Los de mi hermana son antiguos y no valen. Ahora tenemos el Catón Moderno.

      Todas las niñas abrimos el Catón por la página siete. Lo primero es aprender las letras: a e i o u. Menudo aburrimiento. Yo prefiero leer la advertencia que está en las páginas tres y cuatro. Pero no me atrevo, por si la maestra ya ha pensado un método intuitivo y analítico sintético (esto lo pone en la advertencia de comienzo del Catón) para castigarme. Leo las letras de mil formas: separadas, juntas y con dibujos. Hay que leer en voz baja, pero se escuchan murmullos. En la mesa de la maestra una niña lee las letras en voz alta.

      Por fin, salimos al recreo. No quiero jugar, ni comer el almuerzo, lo que quiero es ir corriendo a casa y decirle a mi madre que me saque de la escuela, que no quiero estar aquí, que prefiero seguir aprendiendo en casa.

      Mi madre no está y mi hermana dice que vuelva a la escuela, que ni se me ocurra decir algo así. Tengo que aguantarme y aprender lo que pueda. Dice que le diga a la maestra que ya sé leer y me pondrá para ayudar a otras niñas.

      Levanto la mano y la maestra se acerca a mi mesa:

      —¿Qué quieres?

      —Señorita, yo ya sé leer.

      —Demuéstramelo.

      Abro el Catón por la advertencia y comienzo a leer:

      —Presentamoscon verdadera satisfaccióneste nuevo Método de Lectura. No hemos escatimado esfuerzos para que, tanto la parte artística como la pedagógica...

      La maestra me mira y dice que puedo dejar de leer. Quiere que vaya a su mesa.

      Mi hermana tiene razón. La maestra me ha propuesto que, cada día, al entrar en la escuela, después de rezar, haga los ejercicios de la pizarra y luego ayude a las niñas que no saben leer. Eso también lo hacen algunas niñas mayores de la escuela de las niñas pequeñas.

      Y así, poco a poco, me voy integrando en un entorno que no es lo que parece, pero aunque no lo parezca, lo es.

      Aquí es donde tendré que estar cinco horas diarias, quiera o no, durante los próximos años.

      EL DÍA DEL FIN DEL MUNDO


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