El hijo del viento blanco. Derzu Kazak

El hijo del viento blanco - Derzu Kazak


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durante años, hasta que se dio cuenta que algunas aristócratas que podrían haber sido su madre lo contemplaban descaradamente. Una de ellas lo invitó para concederle el despojo de la cena y se cobró el bocadillo usando su púber cuerpo. Desde ese día, utilizó su agraciada figura para entretener un amplio abanico de acaudaladas damas entradas en años, que estaban a la recherche du temps perdu. Un imberbe gigoló que alojaban un tiempo en sus mansiones con el pretexto de la caridad y la realidad de sus lascivas intenciones.

      Aquel selecto grupo lo abasteció de blutwurst, tortas de higos con nueces, ciervo y truchas ahumadas y otros nutritivos alimentos acordes a su tarea de padrillo, refinando sus naturales dotes histriónicas con un argot avant-garde que lo revistió con la pátina indeleble de la falsía cortesana, vaciándolo radicalmente de emotividad. Un auténtico bon vivant que era requerido por turnos semanales rigurosamente distribuidos entre las respetables damas de su clan, tanto como podría serlo un cotizado garañón pur-sang.

      En esa época, con unos diecisiete años, estimados en razón de su desarrollo corporal, fue forzado por una ninfómana de high life a convivir tan solo con ella, bajo amenazas de entregarlo a los servicios de seguridad si escapaba de su palacete. Había encontrado el semental perfecto…

      En la siguiente noche, encontró la muerte perfecta.

      Desde ese momento, el ahora llamado Steve Hoffman, se ganó la vida quitando vidas.

      Detenido por las fuerzas occidentales de ocupación en Alemania, paso rápidamente, gracias a sus dominios lingüísticos y rapidez mental, de presidiario sin destino a intérprete de los servicios de inteligencia. Era un mozalbete realmente listo, frío como el hielo glacial y capaz de asesinar sin abdicar su sonrisa, sin remordimientos, con la naturalidad de un leopardo.

      El General W. S. Atkins, jefe del área contraespionaje, lo hizo su brazo derecho. Debería tener unos dieciocho años cuando ya actuaba en solitario eliminando algunos militares del este a cambio de un valiosísimo documento americano que por primera vez en su vida lo transformó en una persona auténtica. Antes, era la nada corporeizada.

      Le pusieron arbitrariamente John Macnair, entregándole un documento que sería válido tan solo mientras fuera un “buen chico”. El enigmático Johnny, aprendió entusiastamente las artes marciales más deletéreas, que no necesitaban un perfecto estado físico, sino un superlativo conocimiento de anatomía nerviosa, especializándose con unos rebuscados maestros orientales que importó especialmente el General Atkins, en las arcaicas técnicas del snake-kill. Aprendió a matar instantáneamente sin armas, sin derramamiento de sangre, con los simples utensilios de uso corriente: lápices, monedas, cucharillas, hebillas... Para Macnair, el mundo era un verdadero arsenal.

      Con el tiempo se hicieron socios. El General, con acceso irrestricto a la colosal información almacenada en la fantástica memoria electrónica del Ordenador Central de la Agencia norteamericana, proveía un reportaje extorsivo que haría prometer la conversión a Satanás, como ganzúa maestra para que su pupilo ingresase y saliese de cualquier Estado con la venia de las autoridades de inteligencia locales, forzadas por el gigantesco escándalo que generaría el más leve inconveniente a la misión de Macnair.

      La cláusula gatillo estaba cargada. Podían optar por el secreto absoluto o el escándalo mundial.

      La Carte Blanche era corrientemente un sobre lacrado, con unos cuantos folios piromaníacos: Homosexualidad y pedofilia de intocables funcionarios de alto nivel perfectamente comprobada y documentada, fotografías o videos que producían nudos marinos en el garguero de los jefes de los servicios secretos. Detalles de cuentas cifradas en Suiza mágicamente multimillonarias de conspicuos personajes públicos, venta de armas de la nación anfitriona al enemigo de sus amigos… y tantas variantes de la inmundicia que se oculta en el background de todo gobierno.

      El ejecutor entregaba el sobre directamente a manos de las más altas Autoridades de Inteligencia del país involucrado, que invariablemente lo esperaban en el aeropuerto recibiéndolo como una indeseable suegra, ayudándolo a finiquitar lo más prontamente su mortífera fajina y el retorno feliz a sus secretos reductos. Estaban seguros que los originales de esa información serían incinerados. Solo servían una vez. Así se trabajaba profesionalmente: con absoluta honestidad.

      Su vida también estaba protegida por un dossier escalofriante que llamaba “La caja de Pandora”. Las autoridades de las Agencias tenían pleno conocimiento de su contenido por algunas copias enviadas a propósito, con aquellos elementos que no vencían con el tiempo… En esos ambientes se maneja mercancía muy perecedera. Si le pasaba algo o simplemente se moría, automáticamente se abriría la Caja de Pandora.

      Muchas veces, los directores de los servicios secretos se alegraban de poseer en sus manos informaciones tan urticantes que, su sola mención, provocaría el caos del gobierno de su propio país. Con su eliminación secreta y definitiva, ascendían en el aprecio y la renta de los poderosos.

      Únicamente costaba una que otra vida… que no era de ellos.

      Estas relaciones lo llevaron a ser reconocido y contratado por las diferentes Agencias de Inteligencia, que siempre aprecian la cirugía aséptica. De allí, traspasar a algunas grandes Multinacionales y a Gobiernos putrefactos de diferentes naciones era cuestión de escala para un graduado con el Master del Crimen. El trabajo era el mismo, tan solo cambiaban las víctimas y los montos cobrados. Las manos llenas de oro siempre chorrean sangre.

      Hacía menos de tres semanas que un desconocido cliente le había encargado una tarea en Andinia, abonándole la no despreciable suma de quinientos mil dólares en anticipo, y tres veces más al rematar la faena. En este caso no necesitó información extorsiva para ingresar. Era terreno controlado… ¿O habría otra razón?

      El novio de la muerte, enmascarado en el cuerpo de un Adonis, ingresó a Intihuasi con paso firme cuatro días antes de Navidad.

       Capítulo 15

      Intihuasi - Andinia

      – Espero acertar en la elección de mis Ministros, dijo abstraído el Presidente de Andinia a su flamante consejero. Ya estamos a mediados de enero.

      El Dr. Ezequiel Arenales lo miró con profundo aprecio, asintiendo con la cabeza mientras sonriente, contestaba:

      – Siempre tendrás la prerrogativa de cambiarlos cuando te plazca.

      – Pero el tiempo perdido no retorna.

      – No lo pierdas, pero tampoco te aceleres; mantén un ritmo humano, buscando el máximo rendimiento con el mínimo esfuerzo. Creo que el Director General de Minería que has elegido es un hombre valioso. Al menos me parece una buena persona.

      – Lo es. Sé que Evaristo Carpanchai me será fiel. Más bien, que será fiel a Andinia. Pero nadie puede saber si estará capacitado para conducir su Ministerio en la dirección correcta, cuando los vientos dominantes sean siempre contrarios.

      El Presidente, tratando de aclarar la idea a su asesor, agregó en tono preocupado: – Cuando hablo de capacidad, no me refiero a su preparación profesional, sino a su habilidad para no sucumbir a los señuelos que brillarán frente a sus ojos. Tratarán de pescarlo…

      ¿Te refieres a las presiones de las Corporaciones?

      El Presidente asintió con la cabeza y apretó su cuadrada mandíbula de mastín, en un gesto que pronosticaba tiempos de tormenta.

      – Quizás pueda ayudarte… Soy un viejo que aprendió en su larga vida cómo manejar un velero en la mar gruesa. Tenme informado de las pretensiones de esa gente. Jamás temas a las Corporaciones… También ellos tienen al frente del timón hombres de carne y hueso, que comen y cagan todos los días. No son nada más que seres humanos a veces algo creídos.

      – Luego hablaremos de ese tema y otros que tengo en mi agenda con círculos rojos. Vamos…

      Se encaminaron hacía el salón decorado con estucos al incierto estilo a los luises parisinos, con la modestia propia de un país sudamericano que se esfuerza por asomar el pico del cascarón y, en cuanto lo saca, el explotador de turno


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