La última aventura de Batman. Carlos Cortés
si aquel señor era mi papá. Se volvieron a ver entre ellas y con una sonrisa me dijeron suavemente: “Tal vez”.
En la mañana fui a la playa pero en vez de desnudarme me puse encima todos los chunches posibles y un aceite hediondo que me embadurné por todo el cuerpo.
Mamá vino a recogerme en la tarde y me dio un beso largo. La encontré muy feliz y eso me reconcilió con la vida. Tal vez nunca más la vi tan feliz como aquella vez en Puntarenas. Andaba de nuevo con sus espantosos vestidos floreados pero en aquel momento no me importó.
Ese día no comimos en la pensión sino que me invitó a un arroz con pollo en el Aloha. Después nos fuimos de la mano hasta La Punta comiendo granizados para contemplar el atardecer, como si fuéramos novios.
A las siete me alisté para ver Batman, como siempre hacía en San José, pero todos se iban para Los Baños. Sin embargo, justo cuando me preparé para realizar mi pataleta entró el hombre del Impala con una bolsa plástica. Yo vi la sonrisa de los de la pensión cuando la abrí y desenvolví la camiseta.
Me puse contento y no me importó irme con ellos a Los Baños. Pero no fuimos a Los Baños sino al Tom Jones. De todas maneras no me aburrí tanto porque el salón de baile estaba a oscuras y lleno de luces de colores que se encendían y se apagaban. Un árbol en mitad del salón atravesaba el techo. Un higuerón, me dijeron, me acuerdo. Todo era muy raro.
Mamá se fue al bar y yo me fui con mis tías a una mesa cerca de la pista. A veces, de lejos, la veía bailando pegada con el hombre que yo pensaba que debía ser mi padre y me sentí feliz.
En la mañana me levanté de primero en la pensión y me puse a marchar en el corredor principal con la camiseta. Era perfecta y para acentuar su perfección solo le faltaba la capa. En San José ya tenía la máscara y un diminuto batimóvil que me regaló el tío, Ricardo Corazón de León.
Esa noche me senté en primera fila frente a la pantalla. Todos en la pensión me hicieron barra y me aplaudieron cuando anunciaron que iban a dar Batman, porque yo estaba con la camiseta puesta.
En ese tiempo no había tele en colores sino que las Delgadillo colocaban sobre la pantalla una lámina de plástico coloreado que amplificaba las imágenes. Ellas decían que eso era tele a colores, pero nada que ver. Yo prefería el Zenith de nosotros, en San José, porque era mucho más grande y parecía un mueble.
Viendo Batman mamá llegó a despedirse. Yo no le di mucha pelota pero me dio un beso y yo sentí que se había pintado y perfumado y que era una mujer bellísima. Pero no le presté atención porque Batman y Robin hervían en una gran taza donde los amarró el Guasón. Como siempre, en el último minuto, en el peor momento, se congeló la escena, como cuando jugábamos quedó paralizado y una voz terrible dijo: ¿Podrán liberarse los batihéroes de las malévolas ataduras del archicriminal antes de ser archiachicharrados? Véalo mañana a la misma batihora y en el mismo baticanal. Y después de eso entre todos cantábamos sin vergüenza: “Tararararararararararararara, ¡¡¡¡¡BAAAAAATMAN!!!!!”
No vi más a mamá esas vacaciones y no me hizo falta. Fui solo a La Punta y quise probar mi camiseta en el muelle. Ir al muelle era una aventura porque de un lado y de otro se veían pescadores con sedal tratando de atrapar peces sapo. Las tablas estaban sueltas y carcomidas por el agua de mar y por las hendijas podía descubrirse la espuma que reventaba violentamente contra los pilotes de madera y el armazón de metal podrido. Todo estaba podrido.
A la mitad del muelle descubrí una malla metálica y una cabina con un guarda, pero por mi tamaño no pudo verme. Yo seguí directo hasta que me topé con unos marineros americanos que venían de descargar el pequeño barco que se divisaba al fondo.
Seguí en medio de ellos y me encaminé hacia el final del embarcadero, casi hasta la orilla, y me arrimé a atisbar los famosos bancos de arena que, según se decía, no dejaban llegar a puerto a los barcos más grandes.
El mar se veía picado y me imaginé que estaría lleno de meros, unos peces enormes y gordos, pero muy ricos, que hay que cazar con arbaleta o que aparecen enredados en las líneas para pescar el atún.
Me asomé al precipicio de agua y pensé que si de verdad Batman podría volar o si yo podría hacerlo, pero me dio miedo intentarlo. Ya era casi el atardecer, el sol iba consumiéndose poco a poco en el horizonte y la marea se replegaba con rapidez. Fue un momento mágico como si por un instante estuviera volando realmente. De pronto comenzó a correr un viento frío y decidí regresar.
Esas vacaciones no volvimos a la playa pero a mí me enviaron a la finca de los abuelos. Mamá no pudo ir a verme pero mis tíos me visitaban con frecuencia y me daban mensajes y paquetes de mamá.
Antes de volver a San José la abuela Margarita me abrazó con fuerza y me susurró que le dijera a mamá que ellos, los abuelos, la querían y que por favor no los olvidara. Luego envolvió en papel periódico su mejor cuchara de madera, pintada en colores vistosos como si fuera un vestido, que mi abuela apreciaba muchísimo, y me la entregó con miles de recomendaciones y cuidados. La cuchara parecía una espada.
Al llegar se la di a mi madre, pero solo le dije que se la enviaba la abuela Margarita. Ella entendió la importancia del mandado porque con toda seriedad la colocó en la sala suspendida de un clavo. Después supe que esa cuchara de madera era un regalo de bodas, de una boda que nunca llegó a realizarse.
Los días siguientes fueron días raros. Volví a la escuela y traté de no darme cuenta de nada, pero mamá se pasaba los días encerrada en el baño, sin salir de la casa. Algunas veces ni siquiera iba a sus clases a trabajar.
Sin necesidad de poner la oreja sobre la puerta del cuarto de baño, la oía llorar, toser y vomitar. Las tías nunca dieron explicaciones y se dedicaban a su propia vida, pero alguna vez refunfuñaron con que mamá tenía mal de estómago y nada más.
Cierto día volví de la escuela y el tío Rigo me detuvo en la puerta. Mamá estaba en el hospital. ¿Se va a morir? No, me contestó. No preguntés eso. Ya para entonces me sentía solo y había aprendido a jugar solo. Es triste jugar así, pero también es vacilón. No hay que pelearse con nadie. Me disfracé de Batman y cuando fui por la cuchara de madera de colores vi que había desaparecido. Sentí que la casa estaba vacía.
Mamá volvió días después, flaca y pálida, pero ya no lloraba ni vomitaba. Me gustó que regresara, aunque estuviera tan fea y no fuera nunca más la mujer hermosa y sonriente de Puntarenas. No le pregunté por el hombre del Impala, pero seguro que no era mi padre. Era mejor no preguntar nada. No preguntés eso.
Poco después me dio el ataque de insomnio y el doctor recomendó leche caliente con cognac, pero no sirvió. Me despertaba con frecuencia en la noche, por largas horas, que se me hacían interminables, y mamá no estaba o llegaba tarde.
Yo trataba de seguir despierto para cuando volviera pero era horrible. Mamá se había convertido en maestra de un colegio nocturno.
Una noche volvió más temprano. Yo dormía aún en la cuna azul, de la que se me salían los pies, porque no teníamos plata para comprar una cama, me asomé por el barandal de la escalera y vi a un hombre.
No era el mismo de Puntarenas pero imaginé que ese sí podía ser. ¿Por qué? No sé. Esta vez no pregunté nada. Me dio un gran miedo que el otro hombre se hubiera ido por mi culpa o debido a mis pataletas. Esta vez me iba a portar bien. No preguntés nada.
Mamá empezó a ir con él a la casa y me explicaron que el señor era mexicano y que era su amigo. Llegó el día, no se me olvida, en que el mexicano de bigote tuvo que irse al aeropuerto y mamá corrió a despedirlo. Desde entonces fue a menudo al correo a esperar sus cartas, pero nunca llegaron. México es muy muy lejos, me dijeron como explicación. Ella seguía escriba que te escriba y esperando.
Un día sí llegó un paquete de México. Mamá se encerró por largas horas en el cuarto. Imaginé malas noticias y supe que aquel mexicano tampoco era.
“Tu papá no puede ser cualquiera”, me confesó una tía alzándose de hombros. Yo también me alcé de hombros imitándola, sin