La última aventura de Batman. Carlos Cortés

La última aventura de Batman - Carlos Cortés


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se lanza al vacío, confiando en que el tenue hilo que separa la vida de la muerte no se rompa. La fiesta me había puesto contento o quizá menos triste, tal vez excitado. Por nada del mundo quería darme cuenta de que estaba triste. Algunas de las peores cosas las he hecho para escapar de este sentimiento: fugarme de la certeza de saberme acorralado.

      No hay nada más triste que un polvo malo, me dije a mí mismo cuando terminamos. Fue peor que un polvo malo. Un polvo triste.

      Mientras nos desvestimos repasamos lentamente las rutinas antiguas del amor. No sé por qué yo tenía una esperanza ciega aquel fin de año. La impresión de que habíamos sobrevivido un año difícil y de que ya nada podría pasarnos. Aún poseíamos ahorros en el banco, a pesar del tratamiento médico, los niños ni siquiera se dieron cuenta de los problemas, y seguíamos vivos. Con el alma envenenada, pero vivos. ¿No eran suficientes razones para estar inmensamente felices?

      No creo que se haya quitado la ropa del todo, pero no me hizo falta que lo hiciera para encontrarme a oscuras y no saber con quién estaba. Se tapó la cara para que yo no la viera. Se sentía fea, sucia, no quería hacerlo. Eso me asustó más: saberla más flaca de lo que recordaba, no poder o no querer reconocerla, querer olvidarla para el resto de la vida. ¿Quién es? ¿Qué es esta mujer?, me dije. ¿Quién soy yo? ¿Cómo llegamos hasta aquí?

      El ron y la champaña hicieron lo demás. Me corrijo: el ron, las birras y la sidra, y mi patético sentido del deber. ¿Cuánto tendría que tomar para cobrar suficiente valor y decirle que todo estaba terminado? Un poco de tregua, empezar de nuevo, cada uno por su lado, sin hacernos daño. Nunca se lo dije. Se vive siempre esperando que suceda algo sin intervención humana, inmovilizados en esta ilusión estúpida de que la vida te concede siempre una segunda oportunidad, de que todo tiene remedio, de que se puede comenzar las veces que uno quiera.

      El 28 volvimos a verlo. La clínica dental estaba abierta y con pacientes yendo y viniendo. Tania pasó al fondo sin dilaciones y esta vez el estropicio de los instrumentos quirúrgicos fue insoportable. Todo me crispaba. Cuando oí los resoplidos de Tania y un “aguantá, aguantá” me sentí lleno de vergüenza.

      Afuera de la oficina, una hora después, Tania me miró y abrevió un lamento seco: “Sin dolor… si el hijueputa me lo arrancó todo”.

      La Navidad nos había caído encima el 20 de diciembre con su lápida de luces de colores y un regalo inesperado. El resultado del examen nos dejó incapaces de reaccionar y abandonamos el laboratorio sin deseo alguno de afrontar sus consecuencias inevitables. ¿Y si te hacemos otra prueba para estar seguros, completamente seguros?, pensé, con ese optimismo mío, inservible, que detesto y que resurge en los peores momentos para evadir la tentación del caos. Para qué, me dije. Un mes sin regla, vómitos y la desolación marcada en el rostro, que se tornaba verde en el irrefrenable reflujo de la náusea, lo hacían innecesario.

      Esa noche, mientras ella lloraba bajo las cobijas, y yo proseguía con el ritual de acostar a los niños y de tranquilizarlos de no sé qué, hice la única llamada posible, como si aguardara en la cárcel y tuviera derecho a llamar por teléfono una sola vez. Mamá seguía en el hospital y nadie contestó en su casa.

      Teníamos pocos amigos, o menos de los que necesitábamos, y muchos menos de los que podrían habernos entendido o haber hecho algo por nosotros. Nuestra mejor amiga se había alejado por alguna de esas insignificantes razones que te separan para siempre. El 23 llamé a Julio y no contestaron en el apartamento. Sabía que estaba a punto de irse de vacaciones, pero también sabía que una amiga suya había pasado por lo mismo. Volví a llamar y nada.

      El psicólogo también se iba de viaje, pero en nuestra última cita me sugirió un consultorio de ginecólogos de ubicación imprecisa. Cuando llegué a la zona me topé con decenas de oficinas médicas y pequeñas clínicas privadas. Volví a la oficina, me encerré en uno de los cuartos con un directorio telefónico en la mano y comencé a llamar. Estaba bastante alterado y lloriqueaba en la línea. La mayoría de los médicos ya se había ido de vacaciones o estaba a punto de cerrar el consultorio. Los pocos con los que pude hablar se quedaban en silencio al oírme sollozar. Ninguno me censuró o no lo percibí en ese momento. Quizás no puedo recordarlo. Replicaban que no podían ayudarme y colgaban de golpe.

      Antes de entrar al automóvil le supliqué que compráramos algo en el centro comercial para disimular. Tania me vio a los ojos por primera vez en horas: “¿Vos sos estúpido? Lo que quiero es jalar de aquí”. Arranqué en reversa y choqué con el muro. No me detuve y seguí de lejos lo más rápido que pude. Algunos curiosos se asomaron, pero yo ni siquiera miré hacia atrás. El carro trastabilló, rodó hasta la calzada de asfalto y salimos chirriando los neumáticos. De habérmelo propuesto, no lo hubiera hecho peor.

      De vuelta cruzamos en silencio el frente de la farmacia. Pensé en detenerme y cambiar el medicamento de la receta falsa. De nuevo mi maldito sentido del deber. Tania se quejó. Aceleré y seguí sin parar.

      En la casa se tendió de inmediato en la cama y se ovilló sin siquiera desvestirse. La vi consumirse en el sueño y la retuve un instante a mi lado, como si pudiera acercarme a su sufrimiento. Sus ojos se desdibujaron en un hilo borroso mientras se fue durmiendo. Siguió quejándose y sollozando un rato hasta que su voz se fraccionó en una respiración rítmica.

      Percibí su aliento acre, de tibia amargura, y le dije: “¿No te vas a morir, verdad?” No me oyó. Toda la noche siguió con náuseas.

      Unos meses antes, la televisión había alertado de un medicamento que se expendía bajo receta médica, sin contraindicaciones explícitas, pero que se utilizaba en Estados Unidos en estos casos. Revisé periódicos viejos y obtuve el nombre del producto y una descripción exacta. Probé en un par de farmacias del centro y nadie aceptó vendérmelo. Tomé una vieja prescripción, de mi propio médico, la fotocopié y pegué el encabezado en una hoja en blanco. Borré las líneas de empate con líquido corrector, preparé fotocopias nuevas y la receta quedó perfecta. O casi. Intenté falsificar la firma del médico, pero desistí. Puse el nombre de las pastillas y la dosis en caracteres ambiguos y un garabato ilegible que pretendía ser la firma, como hacen habitualmente los médicos.

      Una farmacia pequeña, en las afueras de la ciudad, me vendió el paquete. Volví a la casa con el medicamento dentro de la camisa, sin decidirme a nada. Lo guardé en la biblioteca, detrás de los libros, y me arrepentí. Supliqué que desapareciera por arte de magia.

      El 24 apareció Julio con un papel en la mano, cuando ya no esperaba nada de él. Ni de nadie. Iba para la playa, por supuesto, pero antes de hacerlo se acordó de nosotros. Me dio un número de teléfono y dijo con convicción que era todo lo que podía hacer. Julio siempre daba esa impresión de estar escapando de algo, de todos nosotros o de sí mismo. Siempre buscaba desprenderse de una sombra que lo maniataba.

      Es todo lo que puedo hacer, repitió.

      Me sentí más solo que nunca. Ese día llamé de la mañana a la tarde, en lapsos de 30 minutos, y nada. A los 8 o 9 de la noche, antes de irnos a la cena de Navidad, volví a intentarlo. Oí una voz del otro lado y no supe qué decir. Ya estaba resignado a aceptar lo que viniera. Era la voz de un hombre. Me expliqué lo mejor que pude, cuidándome de no revelarle la verdad de mis intenciones. Al final de un monólogo tembloroso le imploré que nos ayudara.

      La voz se detuvo y me preguntó lo inevitable. ¿Cómo había conseguido el número? Sin darle nombres, le conté más o menos lo de Julio, lo de la amiga de su amiga y otros detalles inútiles que, en una situación normal, sólo hubieran provocado desconfianza. Estaba seguro de que me diría que no sabía de qué le estaba hablando o que de un momento a otro me reventaría el teléfono.

      La voz dijo que okey, que estaba de acuerdo, pero que ese día no. Tampoco el siguiente.

      Esa noche era Nochebuena y al día siguiente Navidad. No pudimos haber escogido un peor momento.

      Podía ser el 26 en la mañana y si no en enero, ordenó la voz. O nunca, suspiré.

      El 26 llegamos al lugar antes de la hora. De camino vi la farmacia en la que había falsificado la receta. ¿Estarían llamando a


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