La última aventura de Batman. Carlos Cortés

La última aventura de Batman - Carlos Cortés


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ninguna parte. Hice lo posible por pintarme en la cara algo parecido a una sonrisa y supongo que le dije alguna estupidez como que todo saldría bien y lo que uno acostumbra a decir cuando sabe que el mundo está a punto de desplomarse.

      Pasé varias veces por el frente del edificio y descubrí la oficina cerrada. Aún era temprano. Comprobé en el bolsillo el sobre de manila con los dólares. Es plata, me dije, pero tampoco como para disuadir a alguien que no quiera jugarse la vida. Volví a pasar por el lugar. Era una construcción fea, de dos pisos, con locales comerciales, y una escalera lateral. No vi a nadie.

      Cinco minutos después nos parqueamos en el centro comercial más cercano. El tráfico era intenso y no pude evitar sentirme perseguido. Bostecé varias veces. Tenía el rostro caliente y las manos frías. Seguí bostezando por varios minutos. No era sueño sino la angustia que se me acumulaba en la boca del estómago y en la lengua pastosa.

      Ascendimos por la escalera y aguardamos. La oficina de la izquierda carecía de rótulo y la de la derecha era un consultorio dental cerrado. Vi el nombre del dentista y me sobresalté. Era amigo de mi familia. Reprimí un nuevo bostezo y una punzada en una región indefinible del vientre.

      No sé si pasó mucho o poco tiempo cuando apareció un hombre sudoroso con un pañuelo colorido en la cabeza y rostro exasperado por el ansia. Pensamos que se había equivocado de puerta. Ofreció vagas justificaciones por el atraso y dijo que venía de la clínica. Era médico del Seguro Social.

      Ingresamos en la sucia oficina infestada de revistas viejas y olor a humedad. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal. La escasa decoración me pareció triste y funcional. El hombre del pañuelo se sumergió al fondo del local y resurgió con una gabacha en la que reconocí las siglas casi olvidadas de la Caja Costarricense del Seguro Social. C.C.S.S. Tras el uniforme relucía una sucesión de cadenas doradas sobre una camisa abierta en los primeros botones. Sus movimientos eran apurados y nerviosos. Ya no estaba agitado, pero seguía sudando en abundancia.

      Tania le dijo temblando: “Tiene las manos muy frías”. La escuché decirle algo más mientras me sobresaltó el ruido infernal. Más que un chirrido fue un estruendo. El eco de un estruendo. Una caja de metal golpeó la camilla y se estrelló contra otro mueble metálico. Pensé en metales retorcidos, en cilindros de metal que vibraban al chocar entre sí, con un sonido tubular.

      “No le va a doler”, nos dijo sin prestarnos atención, como si no quisiera mirarnos ni darse cuenta del peso de sus palabras. Yo no vi lo que le hacía. Yo no lo vi ni ella me lo explicó. Todo ocurrió tan rápido que ahora me parece lento, como si no hubiera pasado nunca.

      Le entregamos el sobre de manila con la plata y nos fuimos. “No duele. No le va a doler”, me dije antes de arrancar el automóvil y chocar contra el muro del estacionamiento. Enderecé el carro como pude y seguí sin ver hacia atrás. Aceleré. Aceleré más. “Todo va a salir bien”.

      Retrato de mujer con

      los instrumentos de la pasión

      No me digáis Noemí.

       Llamadme antes Mara.

       Rut, I, 20

      Mi madre tenía tres meses de embarazo cuando asesinaron a mi padre. Guardaba cama por prescripción médica, para prevenir un aborto similar al del año anterior, y permaneció en reposo absoluto hasta que yo nací, cinco meses más tarde. 34 años después murió del mal de Parkinson, tras una larga, casi interminable enfermedad. Había pasado en cama o sin moverse algunos de los momentos más importantes de su vida.

      Recuerdo con aprensión el juego de dormitorio que ella acomodaba difícilmente en las tres o cuatro casas alquiladas que tuvimos antes de trasladarnos a una residencia propia. En su cuarto, el más amplio de todos, reprodujo el microcosmos en el que vivió dos años con mi padre, el tiempo indispensable para sufrir la pérdida de su primer hijo y de su único esposo. Era una habitación que rememoro en penumbras, suspensa en una atmósfera de espesa gravedad que me aplastaba por la carga de los recuerdos.

      Mi madre siempre fue una mujer con recuerdos. El juego de cama de cuatro muebles, que le regaló mi padre, estaba clavado al piso por la aplastante contundencia del pasado.

      Para cualquiera que ingresara en la habitación, era una presencia visible, imposible de evadir. Siempre que entré tuve la sensación de entrar en un museo secreto. Eran muebles de madera maciza, difícil de mover, de un color crema sucio salpicado de diminutos, enrarecidos puntos negros que se fijaban en mi retina como ojos ciegos.

      La cama, al centro, bajo un cielo raso en clave de tablero, era un poco el fantasma de mi padre que sólo se aparecía dentro de ella, como un suspiro quebrado, y que ella nunca consintió en dejar escapar.

      En el cuarto se amontonaban, con aire marchito y sopor de flores de plástico, las cosas íntimas que ella conservó de mi padre. Las guardaba en gavetas y cajones repartidos en las dos mesas de noche, el armario de tres cuerpos y un aparador con espejo, en el que yo me asomaba como quien se asoma a una máquina del tiempo.

      El respaldar, que conformaba una sola unidad con las mesillas de noche, le servía de base a una imagen del Corazón de Jesús, al receptor de radio Zenith y a algunos ceniceros que figuraban como adornos. Eso no dejaba de extrañarme, porque ella no fumaba.

      Los objetos naufragaban en el aire húmedo y encarnaban para mí la soledad irremisible de mamá.

      Siempre me dijeron que murió de cinco balazos en el pecho, de forma instantánea. Lo que fue largo fue acostumbrarse. Desde que lo entendí, siempre me lo pregunté. ¿Qué hizo cuando lo supo? ¿Cómo se sigue viviendo con el dolor?

      Cuando el mal de Parkinson le deformó la cara y no la dejaba hablar, me lo pregunté más a menudo. La mandíbula se le había desmadejado a lo largo de la boca, en un tic desquiciado, y no podía encontrar las palabras. Se olvidó entonces de reconocer lo que estaba viendo con la mirada y comprendí que era tarde ya para preguntárselo y que ya no lo sabría nunca.

      Mientras la alimentaban con una pajilla y en el hospital con una sonda, cuando parecía que se le habían agotado los fluidos del cuerpo, las lágrimas, la saliva, el sudor, y que no podía tragar, y que las emociones sin digerir le estrangulaban la garganta y la iban asfixiando poco a poco, se lo pregunté. El mundo se detuvo en todas las preguntas que no le hice y que ella no respondió, en la misma cama matrimonial en la que se enteró del asesinato de mi padre.

      Trato de imaginar la forma de sus ojos cuando lo supo y la inclinación casi imperceptible del Corazón de Jesús al comenzar a llorar o quizá a gritar, sin contención alguna. El cenicero rojo con la leyenda Valdespino, Jerez Valdespino seco, el radio Zenith, y más allá la fotografía de la apresurada boda a las siete de la mañana en la que se casó, ella de blanco y él de negro.

      Su hermana la había cuidado los primeros meses sin saber que al tercer mes su vida cambiaría para siempre. Ese día estaba en la oficina, a dos cuadras del Club Unión, como todos los días, y lo supo de golpe. Entraron a la oficina y se lo dijeron. Lo habían llevado al hospital San Juan de Dios, no porque estuviera herido, sino porque creían que ya estaba muerto.

      No valía la pena desesperarse en el círculo de curiosos, sin poder averiguar nada en el Club Unión, así que tomó un taxi. Tardó diez minutos en atravesar la ciudad inmóvil. Era mediodía, pero le pareció que estaba anocheciendo, que el cielo se movía hacia ninguna parte, que no había explicaciones ni palabras. No pudo pensar en nada, temiendo más por la suerte del embarazo que por la incertidumbre que después se convirtió en la única verdad posible.

      Antes de descender del automóvil deseó, como un inútil acto de sobrevivencia, que todo fuera fruto de una confusión que se aclararía más tarde.

      Entró y divisó la claridad desconcertante de la habitación. La distinguió de perfil como un bulto silencioso en la efervescencia polvosa que deja la luz cuando se hace invisible. Se hizo de noche. Estaba tranquila y la arrulló desde unos confines de cariño que mi madre ya era incapaz de comprender. Así permaneció unos segundos, o el resto de la existencia, sin comprender. Ella se contentó con pasar


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