Derechos Ambientales, conflictividad y paz ambiental. Gregorio Mesa Cuadros
sociales (tanto los consolidados como los que estaban en vías de construcción), a través de la regresión de estándares laborales, los recortes en políticas sociales, la financiarización del consumo y del conjunto de la economía (Fontana, 2011; Martínez González-Tablas y Álvarez Cantalapiedra, 2009), así como la revisión del aparato burocrático prestacional de acuerdo a la lógica de división social del bienestar entre el Estado, el mercado y la comunidad11(Santos, 2003; Noguera Fernández, 2014).
Esta versión radicalizada del capitalismo se ha hecho con todos los aspectos de la vida social y el sistema de valores dominante. A través de nuevas estrategias de poder (sobre todo, el desarrollo de técnicas de seducción a través del marketing), el capital ha logrado acoplarse y adueñarse de las libertades conquistadas por los movimientos de emancipación colectiva de los sesenta, imponiéndose a su paso esa “modernidad líquida” que, con minuciosidad, nos retrató Zygmunt Bauman (2003)12.
Así, mientras el núcleo duro del sistema institucional (internacional y estatal) viene experimentando en las últimas décadas reformas sustantivas para acoplarse a las exigencias de reproducción del capital, ese mismo sistema institucional, en su iluso empeño de mantener una posición equidistante (o al menos aparentarlo) se ha hecho eco de las reivindicaciones de las nuevas izquierdas, acoplándolas a través de reformas accesorias y sectoriales a ese nuevo sistema institucional transformado en su núcleo en sentido opuesto. En este contexto, cuestiones tales como la gestión de la diversidad cultural en las sociedades occidentales, los derechos de los pueblos originarios, los extranjeros, la igualdad de género o la cuestión ambiental han ido poco a poco ganando terreno en las agendas políticas estatales e internacionales, quedando incluso incorporadas en la cláusula social de los textos constitucionales (Noguera Fernández, 2014).
En suma, pues, el sistema institucional dominante ha avanzado en la posmodernidad a través de un doble movimiento que ha incidido tanto en las metas constitucionales como en las estructuras institucionales de los Estados: un movimiento central de radicalización de los principios económicos modernos y de restructuración del aparato gestor del Estado, y un movimiento secundario de problematización y recepción de las preocupaciones y reivindicaciones planteadas por las nuevas izquierdas.
POSMODERNIDAD EN EL SIGLO XXI: LA CATÁSTROFE SILENCIOSA Y LA CRISIS DEL DESARROLLO SOSTENIBLE
En el marco del segundo movimiento que acabo de referir ha tenido un papel central el proceso de problematización institucional de la cuestión ambiental que inició con la aprobación de las primeras normas estatales ambientales a finales de los años sesenta y principios de los años setenta (Ballesteros y Pérez Adán, 1997), y ha ido evolucionando a partir de las sucesivas y periódicas Conferencias de Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente. De este modo, se ha ido perfilando y apuntalando una forma determinada de comprender y problematizar la crisis ambiental, de la que se ha desprendido una reserva de principios, mecanismos, y procesos institucionales y sociales reguladores. Todo ello ha quedado consagrado y sistematizado en la matriz conceptual e institucional, explicativa y prescriptiva, articulada en torno a la noción de desarrollo sostenible13.
El desarrollo sostenible tiene como aspiración central conciliar un nuevo horizonte desarrollista ecológicamente equilibrado con las expectativas de desarrollo aún no satisfechas de los países de la periferia –construido a partir de las sensibilidades y preocupaciones posmaterialistas de los países del centro de la economía mundial y extendido globalmente como paradigma productivo universal susceptible de adaptaciones locales–, (Jaria i Manzano, 2015a), partiendo de la premisa de que no hay desarrollo sin sostenibilidad, ni sostenibilidad sin desarrollo (Sachs, 1996)14.
Transcurridas más de dos décadas desde la consolidación del desarrollo sostenible como matriz reguladora de la crisis ambiental, y tras un extensísimo despliegue normativo a todas las escalas, pueden registrarse en los países del centro de la economía mundial algunos éxitos. En este sentido, se ha logrado controlar y limitar parcialmente algunos de los problemas ambientales más visibles a escala local, como la contaminación provocada por las industrias, la gestión de los residuos, la conservación de la calidad de las aguas y los espacios naturales, la minimización de algunos riesgos tecnológicos, entre otras.
Sin embargo, nuevos (o desdeñados) problemas de dimensiones globales se vuelven cada vez más perceptibles y apremiantes: los bruscos trastornos del clima asociados al calentamiento global y el progresivo agotamiento de los recursos naturales auguran, cada vez con mayores dosis de certidumbre, un inminente colapso energético y climático15. Como apunta Daniel Tanuro (2015), la crisis ambiental es actualmente una “catástrofe silenciosa”.
Así pues, cabe afirmar que, a lo largo de las últimas décadas, la crisis sistémica que atraviesa la modernidad no ha dejado de tensarse, ubicándose en nuevas coordenadas. Ello nos obliga a poner entre comillas los logros del paradigma normativo del desarrollo sostenible y a preguntarnos a conciencia sobre sus fallas o, incluso, su fracaso. A estas alturas, pensar la crisis ambiental exige pensar no solo en la crisis sino también en las falencias de lo que hasta ahora se viene defendiendo como la solución al problema. A grandes rasgos, podemos identificar tres tipos de hipótesis sobre estas dosis de fracaso.
En primer lugar, la hipótesis probablemente dominante apunta a que nos hallamos en un proceso inconcluso y un problema de temporización. En esta línea explicativa, encontramos tanto aquellos que cuestionan la excesiva ambición o falta de realismo que suele verterse sobre el papel, como aquellos que centran el problema en la compleja trama de obstáculos que se interponen a la consecución de los objetivos de desarrollo sostenible, haciendo hincapié en la falta de voluntad política de los Estados y la falta de información, conciencia o sensibilidad del conjunto de la ciudadanía para asumir y cumplir objetivos suficientemente ambiciosos.
Desde esta perspectiva, estaríamos no tanto ante un fracaso del desarrollo sostenible como ante una acumulación de pequeños fracasos, o más bien retrasos, subsanables mediante un compromiso político, social e institucional más firme. La premisa de esta perspectiva, como apunta Pablo Martínez Osés (2017), es: si todos los países del mundo se comprometen significativamente con la agenda de desarrollo sostenible, la agenda se cumplirá; y la consigna correlativa sería: sigamos apostando con mayor convicción por el desarrollo sostenible mediante un marco regulador más extenso y ambicioso, dotado de mecanismos de control más efectivos, así como mejores estrategias para seducir a los actores más reticentes al cambio (mediante educación, incentivos, etc.).
Desde una segunda línea interpretativa, se sugiere que a estas alturas, ante la gravedad de los actuales desequilibrios ambientales y la posibilidad inminente de colapso, los retrasos acumulados en la implementación del programa del desarrollo sostenible no pueden ya ser enmendados con el mismo paradigma discursivo. En esta perspectiva encontramos actualmente a Dennis Meadows16, quien con cierto tono de resignación propone remplazar la filosofía del desarrollo sostenible por discursos articulados en torno a la idea de resiliencia, de modo que se priorice el fortalecimiento de los sistemas y comunidades sociales para encajar los ya inevitables impactos ambientales y recomponerse para poder seguir funcionando17.
Mientras la hipótesis anterior reconoce en cierta manera la obsolescencia de un discurso que en algún momento pudo tener vigencia y potencial para reconducir la crisis ambiental, cabe identificar una tercera línea interpretativa que se nutre de una gran variedad de corrientes de pensamiento (muchas de ellas planteadas desde la periferia del sistema o sujetos excluidos) construidas desde su origen en paralelo o como crítica al desarrollo sostenible, a partir de enfoques que alumbran sus puntos ciegos o ponen al descubierto sus problemas de legitimidad y viabilidad.
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