Misión y comisión. Carlos Van Engen
a Marta. Toco la puerta y ella la abre. Marta sale, me ve y exclama: «¡Carlitos!». Me da un fuerte abrazo, de esos buenos. Luego me dice:
«¡Qué milagro, Carlitos! ¡Años que no nos hemos visto!».
Paso a la salita de la casa de Marta. Ustedes saben cómo son esas casitas humildes. Por un lado del cuarto, un telón y la cama detrás de este —la recámara—, un sofá viejecito y una sillita. La puerta que da al patio está abierta y allí hay tres tinas grandes. Me siento al lado de Martita, que es como una segunda madre para mí; ella me crió, casi. Me siento a su lado.
—Martita, ¿cómo estás? —le pregunto.
—Bueno, Carlitos, ya sabes que tenía yo unos 19 ó 20 años cuando salí de la casa de tus padres. Me casé pero mi esposo no quiso quedarse conmigo. Ya sabes cómo es. Me dejó con cuatro niños. Pero, ¿sabes?, dos de ellos están en México estudiando en la Universidad, otro está en Puebla también estudiando, y la más chica que ya tiene sus 16 años está en Tuxtla Gutiérrez, en la preparatoria».
Y Marta me empieza a hablar de sus hijos. Y mientras hablamos entran y salen otros niños. Uno de dos o tres años, otro de cuatro o cinco, otra más grandecita y adentro hay otro chiquitillo que todavía no camina. Y yo le digo: —Pero, Martita, ¿qué de estos?
—Ah —dice—, es que hace unos años una amiga mía murió en un accidente. Tenía dos niños chiquitos y el esposo ya no los quería. Pues yo los recogí. —¿Y los otros dos?— Es que otra señora de una aldea por acá, cerca de la frontera con Guatemala, una jovencita, tenía dos hijos y se fue el esposo. La dejó. Ella tenía la oportunidad de casarse otra vez, pero el novio no quería a los hijos y yo los recogí.
Y le pregunto: —¿Cómo te sostienes? ¿Cómo provees a todos estos?
—Pues mira, Carlitos —me responde—, ¿ves las tinas allá atrás? Es que yo lavo ropa. Mil quinientas a mil seiscientas piezas cada día. Yo lavo ropa.
Martita sigue con una sonrisa en la cara.
—Pero, Carlitos, ¡qué bendición de Dios tener estos hijos! ¿Sabes?, aparte del chiquitillo, todos los otros conocen a Jesucristo; inclusive los cuatro y estos otros tres. Todos conocen a Jesucristo y todos están en la escuela.
Y yo abrazo a Marta, mi segunda mamá, que es sal y es luz entre los gigantes. Es leche, sustento y miel, dulzura en medio de los gigantes. Una presencia transformadora.
A las diez de la mañana, cada lunes, ¿dónde estarán los miembros de las iglesias evangélicas de América Latina? Estarán entre los subsistemas en los cuales vivimos. Somos sal y luz. Apenas estamos aprendiendo cómo ser el pueblo misionero de Dios en el «Canaán» en el cual Dios nos ha puesto.
Por ejemplo, en la ciudad de México, tenemos abogados que son miembros de las iglesias evangélicas; pero, en muchos casos, parece que sus colegas no saben que son creyentes. Tenemos médicos y otros profesionales, pero sus colegas no saben que son seguidores de Jesucristo. Estos son como los que tienen miedo a los gigantes. Pero hay otros y otras más valientes. Conozco a unos hermanos evangélicos que hace unos años se reunieron con el presidente de México, en la época en la que surgió una discusión nacional acerca de la posibilidad de realizar cambios importantes en la Constitución de 1910, en cuanto a la separación de la iglesia del Estado. En México la separación entre la iglesia y el Estado fue radical.
Hace poco un grupo de líderes evangélicos lograron mirar leche y miel. No vieron gigantes. Le hablaron al presidente para explicarle qué es el evangelio, quiénes son los evangélicos, y cuál es el aporte de los evangélicos en México. Esa reunión histórica ha repercutido profundamente en la relación del Gobierno con las iglesias evangélicas de México.
La comisión
La comisión es ésta: convertir a los gigantes para que empiecen a distribuir leche y miel. Convertir a los gigantes en leche y miel. Estamos en el mundo, pero no somos del mundo. Somos una presencia transformadora en el mundo.
Somos sacerdotes. Somos profetas. Primera de Pedro 2 dice que nosotros somos piedras vivas que al acercarnos a Jesucristo somos edificados para ser un templo de la presencia de Dios. Y luego en el versículo 9 describe quiénes somos. Ya que nos ha construido el Señor hace que seamos linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios. ¿Para qué? Para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas [donde hay gigantes] a la luz admirable [donde fluye leche y miel].
Amados, yo os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de los deseos carnales [manteneros distintos del mundo], manteniendo buena vuestra manera de vivir [nuestro ejemplo] para que en lo que murmuran de vosotros como de malhechores, glorifiquen a Dios en el día de la visitación […]. (1P 2.11–12)
Y hasta los gigantes se convierten. Nuestra comisión es anunciar un reino que transforme toda la realidad de nuestra vida en el reino de Dios. Anunciar en «el aquí» y «el ahora» que hay otra forma de hacer las cosas. Una nueva realidad. Necesitamos mostrar, apuntar y señalar que en este medio en el que vivimos no hay utopías, pero sí una transformación importante que espera el reino de Dios, el cual ya vino en Jesucristo y que ha de venir el día en que Cristo regrese. El nuestro es un mensaje de esperanza y visión del reino.
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Les quiero contar de don Manuel Pinto. Don Manuel Pinto es otro hermano que forma parte de mi propia historia. Cuando yo era niño don Manuel Pinto solía venir a mi casa para ayudar a mi papá con algunas construcciones. Yo de chico imaginaba que ayudaba a don Manuel Pinto. Don Manuel Pinto era un anciano, oficial de una iglesia presbiteriana en Chiapas. Era albañil. Ya no vive. Conozco a sus hijos y nietos. Tenía las manos todas rajadas por la cal; hasta la cara rajada por la cal y el sol. Yo conocí a don Manuel Pinto como hombre de Dios. Lo escuchaba predicar. Yo lo amaba mucho, pero, en ese entonces, yo no sabía la forma maravillosa, sorprendente, en que él vivía lo que estamos estudiando aquí.
Años después de fallecer don Manuel, cuando en nuestro seminario en Tapachula estábamos discutiendo algunas ideas sobre la misión de Dios que transforma nuestro entorno, de repente se para un hermano de entre los estudiantes y me dice: «Hermano Carlitos, yo quiero contar una historia acerca de don Manuel Pinto».
Y empezó a hablar, pero sin mencionar el nombre de un albañil de un pueblo llamado Las Margaritas. El hermano estudiante comenzó a contar su historia: Un hermano de la iglesia durante unos veinticinco o treinta años tuvo un proyecto que nadie conocía. En el pueblo, hermanos, el hermano en mención siempre buscaba a jóvenes de 15 a 16 años de edad. A varones que eran los más rebeldes y hacían todas las travesuras, todo el comportamiento malo que podían hacer. Este hermano buscaba a tales jóvenes. Cada año buscaba uno. Y como no había trabajo en el pueblo, le decía al joven: «Mira, te voy a dar trabajo. Me voy a otro pueblo a construir un edificio y te voy a dar trabajo, me servirás de peón».
El estudiante siguió con la historia. Relató la forma en que el hermano escogía al más rebelde, al más malo, al que era mala gente. Y como no había trabajo, el muchacho se iba con el hermano y otros dos o tres trabajadores. Pasaban el primer mes viviendo juntos, trabajando desde las seis de la mañana hasta las tres de la tarde de cada día, seis días a la semana. En ese primer mes el hermano no le decía nada al muchacho. No le decía nada más que «tráeme la mezcla, el martillo».
El segundo mes, el hermano, mientras trabajaban, le hablaba al muchacho y le decía: «¿Y qué vas a hacer con tu vida? ¿Vas a valer por algo?». Le empezaba a hablar de esa forma.
Siguió hablando el estudiante. Contó que en el tercer mes, al desayunar, este hermano se reunía con sus trabajadores para un estudio bíblico. Cada mañana —por todo un mes— de cinco a seis de la mañana estudiaban todos juntos la Biblia antes de comenzar el trabajo.
Y dice el estudiante, finalmente: Yo soy uno de esos jóvenes. Por eso lo sé. Este hermano se llamaba don Manuel Pinto. Hace unos años empecé a buscar y encontré que otro de esos muchachos ahora es el presidente municipal de la ciudad, otro es doctor, dos o tres son pastores. Empecé a buscar el rebaño de don