Best Man. Katy Evans

Best Man - Katy Evans


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      El único problema es que «él» no es el «él» correcto.

      Dios mío.

      Quiero morderme el labio pero tampoco puedo, porque los tengo lacados con brillo rosado, color rosa chicle, y probablemente también se fijaría si el pintalabios termina en mis dientes. Hoy tengo prohibidos todos mis tics nerviosos.

      Es el día de mis sueños, el día que he planeado hasta el último detalle para evitar cualquier calamidad que me haga perder los papeles.

      Pero esto es lo que siento. Dios mío, y más fuerte que nunca.

      Llevo toda la vida esperando este día.

      El día perfecto, en que el sol brilla, la nieve se derrite, los pájaros cantan y el cielo es del azul más intenso que he visto jamás.

      Pero hay un problema.

      Un problema en forma de un hombre atrozmente guapo, pretencioso, con barba y un metro ochenta de altura, que se pasea por el mundo despreciándolo y pensando que es mejor que todos.

      El mejor amigo de mi prometido. Su padrino de boda, Miles Foster.

      Todo es culpa suya.

      —¿Estás bien? —me pregunta Eva.

      —Sí —insisto y me aparto el infernal velo de novia de la cara por enésima vez—. Es que el vestido pica como mil demonios.

      Me levanto y me estiro el vestido por las axilas, izándolo por encima de mis pechos. Trato de dar un paso, pero hay demasiada tela en todas direcciones. Es un milagro que no me ahogue en este mar textil. En este mar, o en el lío en el que me he metido yo solita. Me vuelvo a sentar en el taburete y me quejo:

      —Estoy atrapada.

      En más de un sentido.

      Eva toma puñados y puñados de organza, me ayuda a erguirme y deposita la pila de tela detrás de mí, con cuidado. Me bamboleo hasta el espejo de cuerpo entero y me miro. No parezco ni una novia ni una princesa de cuento de hadas; más bien, un prisionero al que acaban de comunicarle su sentencia de muerte.

      —Es demasiado suelto —vuelvo a lloriquear. No tengo un escote despampanante, y el vestido no hace más que evidenciarlo. ¿Por qué me decidí por uno sin tirantes?—. Seguro que he perdido volumen en las tetas por culpa de la dieta. ¿Y si se me cae mientras camino hacia el altar?

      Eva sonríe, burlona.

      —Seguro que a Aaron le encantaría.

      La mera idea me revuelve el estómago todavía más. Hasta ahora he vivido para agradar a Aaron. Cada vez que tenía que elegir entre hacer algo, ya fuera asistir al estreno de una película o comprar un jersey en una tienda, o cambiarme el peinado, me preguntaba qué pensaría Aaron de esa decisión. Pero, ahora que Eva pronuncia su nombre, me doy cuenta de que lo que piense Aaron me importa un comino. La única opinión que me importa ahora es la del hombre que estará precisamente a medio metro a la izquierda de mi futuro marido.

      Soy una idiota redomada.

      En menos de quince minutos estaré avanzando por las losas de piedra en el exterior de Midnight Lodge, hasta una pintoresca glorieta al pie de las colinas, del brazo de mi padre, que se ha gastado todos sus ahorros para hacer que este día sea el sueño perfecto de su única hija. Tomaré la mano del hombre que ha estado a mi lado durante los últimos cinco años, desde que lo conocí en un sótano frío y húmedo de una fraternidad en la universidad, durante mi primer año de carrera. Me uniré a este hombre, con el que he pasado toda mi vida adulta, en sagrado matrimonio, hasta que la muerte nos separe.

      Me convertiré en la señora de Aaron Eberhart.

      Pero sé que estaré mirando más allá de mi futuro marido, al hombre que, hasta hace doce horas, creía que odiaba. Miles Foster.

      Y me preguntaré: «¿Y si…?».

      Ojalá escoger marido fuera tan sencillo como elegir vestido.

      «Cuando lo sabes, lo sabes».

      Yo lo sabía, o eso pensaba. Hasta hace doce horas, creía que Aaron Eberhart era mi verdadera media naranja, el hombre con el que pasaría el resto de mi vida, feliz y contenta. Y las cosas han cambiado de repente.

      Ahora no sé ni cómo me llamo.

      Y tengo la sensación de que estoy a punto de cometer el mayor error de mi vida.

      9:00 h

      6 de diciembre

4

      Eva llama a la puerta de mi habitación del hotel y grita para que todos nos oigan:

      —¡Felicidades, mañana te casas!

      Sonrío mientras los sueños de los cuentos de hadas se disuelven en mi cabeza y me enfrento a la realidad, que, por una vez, es mejor.

      Voy a casarme, joder.

      Me siento en la pequeña cama doble y parpadeo bajo la luz del sol. Mañana por la noche será mi noche de bodas y compartiré la espectacular suite presidencial con mi marido. Solo estaremos mi marido, una enorme cama con sábanas de seda y yo.

      Y sexo. Un montón de sexo ardiente; sexo de noche de bodas.

      Se me acelera el pulso al pensar en mi guapísimo novio, Aaron. Llevamos juntos media década y es probable que hayamos practicado sexo mil veces. Pero como marido y mujer, seguro que será diferente, ¿verdad? ¿Más intenso, más sexy?

      Me estremezco de nuevo solo de pensarlo. Seré la esposa de Aaron.

       Diosmíodemivida.

      Tengo veintitrés años y en menos de veinticuatro horas, ¡me convertiré en la esposa de Aaron Eberhart!

      Salgo de la cama con un pequeño baile de alegría y abro la puerta de par en par con una enorme sonrisa pintada en la cara. Eva lleva el pelo rubio recogido en un moño, pantalones de licra y una sudadera, recién salida de su clase de yoga de la mañana. También sostiene una bolsa de brioches con pasas y dos enormes tazas de café.

      —¿Cómo está mi novia favorita? —canturrea.

      Me froto las manos y acepto el café que me ofrece.

      —Genial. Dime que es café solo, por favor.

      —¿Qué tipo de mejor amiga crees que soy? Después de veinte años, creo que ya sé cómo tomas el café. —Abre la bolsa, saca un brioche redondo y lo deja encima de una servilleta. Se sienta frente a la mesita, dobla las rodillas hasta el pecho y muerde una frambuesa—. ¿Quieres uno?

      Arrugo la nariz mientras sorbo el café.

      —Tengo que meterme en un vestido, ¿recuerdas?

      —¿De verdad? ¿Para qué? —Finge que no lo sabe. Luego sonríe—. Luego puedes utilizar la elíptica del gimnasio. Espero que estés lista para pasar el día en el spa del hotel.

      —Oh, sí. Tengo ganas. Necesito magia para estas uñas.

      Se las enseño y ella las inspecciona. Me las he mordido casi hasta la raíz por culpa de mi energía nerviosa. Soy un desastre, me muerdo las uñas sin pensarlo.

      —Ugh. Necesitas una manicura y pedicura urgentes, definitivamente. ¿Tu padre lo paga todo? —Saca el folleto del spa del Midnight Lodge de la bolsa—. Porque creo que sería un lujo regalarnos el masaje de cuerpo y facial con chocolate y champán.

      Me encojo de hombros.

      —Dijo, y cito textualmente: «Mi única hija no se casa todos los días. ¡Disfruta y haz lo que quieras!». Y mi madre se ha lanzado de cabeza. Pero ¿chocolate y champán? Acabo de engordar cinco quilos solo con oírte.

      Observa


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