Best Man. Katy Evans
estupenda.
Giro frente al espejo de cuerpo entero y me fijo en el trasero, enfundado en los pantaloncitos cortos que llevo puestos. He hecho suficientes sentadillas como para desarrollar una estantería debajo de la espalda, y ya casi no tengo ni rastro de michelines.
—Estoy tan contenta. No puedo esperar a ver la cara de Aaron cuando camine hacia el altar. Solo sueño con eso.
Sonríe.
—No te preocupes, no te quitará los ojos de encima.
Frunzo el ceño. De hecho, Aaron casi no se ha fijado en mi transformación, pero es porque suelo llevar ropa ancha. Con el vestido puesto, y con ayuda del corsé para entrar la cintura e impulsar los pechos hacia arriba, será evidente.
—Más vale que así sea.
En mi cabeza, la escena está lista: las montañas a lo lejos, el aire frío y limpio, el cielo de color turquesa, y yo rodeada de una familia que me quiere y que ha llegado de todo el país. Y frente a mí, el hombre. El hombre de mi sueños. Me emociono por milésima vez en una hora, y tomo una camiseta y unos pantalones de yoga para cambiarme. Me recojo el pelo en una coleta y digo:
—¡Lista!
Me encanta la idea de bajar. Quizá es porque he invitado a más de quinientas personas, pero me siento como si fuera la dueña del hotel. Allá donde miro, hay alguien conocido al que quiero. Abrazo a algunas amigas de la universidad de camino al ascensor y, cuando bajo al vestíbulo, una tropa de primos, tías y gente que no conozco silban la marcha nupcial. Sonrío y hago una reverencia, me sonrojo, y todos aplauden.
Quiero embotellar este momento para siempre.
Lo único que lo haría más perfecto sería que Aaron estuviera aquí conmigo.
Pero no está. Busco por el gran vestíbulo, pero no lo veo por ninguna parte. Quizá esté desayunando.
Dejamos atrás la chimenea que va del suelo al techo y nos dirigimos a la zona de restauración, siguiendo el sonido de la charla y los cubiertos de la gran sala, llena de gente. Miro a mi alrededor y veo a mis diez damas de honor, a las dos muchachas que llevarán los ramos y al portador del anillo, todos sentados alrededor de una mesa redonda.
Pero Aaron no está.
Eva y yo caminamos hacia mis damas de honor. Natalie y Cara son buenas amigas desde el instituto, y Eva también las conoce, pero las demás son familiares más lejanos, y también hay algunos de Aaron, a los que no conozco tan bien. Pero tiene tantos amigos, sobre todo de la fraternidad de la universidad, que no podía limitarse a diez. Así que para equilibrar las cosas, invité a gente casi desconocida.
Abrazo a Natalie y Cara, saludo a los demás y les mando besos a mi trío de primas de cinco años.
—¡Hola! ¿Todo el mundo se lo está pasando bien? ¿Listos para el spa a las diez?
Todos asienten, y las niñas, que llevan camisetas estampadas de flores a conjunto, aplauden. Las abrazo con fuerza y les beso las mejillas sonrosadas de nuevo:
—¡Las tres vais a estar preciosas! —digo.
Natalie silba.
—Eh, chica. ¿Ya sabes lo de la despedida de soltero?
Mmmm. No estoy segura de querer saber nada. La piel de la nuca se me eriza.
—¿Qué pasa?
—Nada. Pero Mike no llegó a casa hasta las seis.
Mike es su marido, y es cierto que cuando lo saludé parecía un poco apagado. En su caso, no es algo negativo. Aaron tiene fama por las fiestas que da, así que pensé que un par de acompañantes más bien sosos impedirían que las cosas se descontrolaran.
No parece que fuera así.
—¿A las seis de la mañana? —repito de manera estúpida.
Asiente.
Me enderezo. Bueno, eso explica por qué Aaron no está por ningún lado. Pero no lo entiendo, porque la despedida de soltero consistía en ir a esquiar a Winter Park. Quizá tomaran algunas cervezas y fueran de bares por allí, pero Aaron me había dicho que como mucho sería un poco de diversión para relajarse después del esquí, nada más.
Sin embargo, lo de volver a las seis de la madrugada… Parece preocupante, como mínimo. No puedo evitarlo, y el estómago me da un vuelco.
—¿Y qué hicieron?
Se encoge de hombros.
—Se fueron a una discoteca o algo así. Pero cuando volvió, me dijo que olía como si fuera una fábrica de cerveza y fue a vomitar al baño.
—¿Una discoteca? Eso no parece muy relajado. —Me froto las sienes; estoy preocupada porque Aaron tiene un pasado juerguista bastante notable.
Un pasado que me prometió que había dejado atrás porque me ama.
Dios mío.
Eva se percata de mi preocupación y me tira del brazo.
—Seguro que no será nada, ya verás.
Yo no estoy tan segura.
Aaron se enorgullecía de ser el alma de la fiesta. Si un amigo montaba un numerito, él montaba dos. Si un miembro de la fraternidad bailaba sobre la barra de su bar privado en el D-Phi, él lo hacía desnudo. Su nombre en clave en la fraternidad era Gluppy porque bebía como un pez, todo el rato. Glup. Glup. Glup.
Si había un límite y tenía que ver con el alcohol, Aaron debía cruzarlo.
Nos peleábamos como el perro y el gato porque jamás le decía que no a ninguna mujer que flirteara con él. Y a veces hacía algo más que flirtear, sobre todo cuando había bebido.
Miro a Natalie.
—¿Mike te dijo algo acerca de Aaron?
Me mira, apenada.
—No, lo siento.
Me quedo callada porque soy la anfitriona y no es momento de sufrir una crisis de ansiedad, pero en cuanto puedo alejarme con discreción, marco el número de Aaron.
Salta el buzón.
Llamo de nuevo con la esperanza de que responda, pero sigue sin descolgar. Otra vez el buzón.
Un desfile de imágenes a cada cual más escalofriante pasa por mi mente. Winter Park lleno de dulces conejitas esquiadoras con trajes apretados, y a Aaron siempre le han gustado las chicas guapas.
Más que gustar, cuando bebe. Por eso rompimos la última vez.
¡Dios, Lia, tranquilízate! Estás exagerando.
Eso fue hace diecinueve meses, antes de que madurara, me pidiera matrimonio y se convirtiera en otro hombre. Claro que todavía bebe, pero aparte de eso, ahora es prácticamente un santo. Solo espero que ayer no se pasara con la bebida e hiciera algo de lo que pueda arrepentirse.
Le mando un mensaje rápido: «¿Estás bien?».
Miro la pantalla como si así fuera a contestarme más rápido, pero no sucede. Luego, levanto la mirada y veo un rostro amable y conocido que me sonríe desde el otro lado del restaurante.
Es Mimi. Tiene noventa años, es mi bisabuela y ha venido desde Sacramento. Hace años que no la veo.
Casi derribo a un camarero que venía con una bandeja de desayuno en mi carrera hacia ella. Para cuando llego, ya estoy llorando a lágrima viva. Está muy arreglada, a su estilo: un traje de poliéster rosa y un pintalabios del mismo color a juego. Lleva el pelo teñido de color platino, como si Barbie ya fuera abuela. La abrazo muy animada.
—¡Mimi, voy a casarme!
—Lo sé, cariño —dice con voz suave pero ronca mientras me acerco a su mesa—. Estás espléndida, Dahlia. No podía perderme el gran día de mi bisnieta favorita.
No