Un príncipe en el desierto - La mujer más adecuada. Rebecca Winters

Un príncipe en el desierto - La mujer más adecuada - Rebecca Winters


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bonito –susurró ella.

      –La familia real lo llama Garden of Enchantment.

      –Comprendo por qué. Hay una intensa sensación de paz. Es maravilloso.

      –Estoy de acuerdo en que es un lugar perfecto.

      * * *

      Lauren sintió que se le erizaba el vello de los brazos. ¡Aquél era el jardín del que le había hablado su abuela!

      Lauren había ido al desierto para ver el lugar que había visitado Celia, pero no imaginaba que fuera a llegar hasta ese mismo lugar.

      Al sentir que Rashad la miraba fijamente, no se atrevió a mirarlo a los ojos. Era demasiado poderoso. Su masculinidad no necesitaba una noche como aquélla para provocar que a ella se le acelerara el corazón. Sin permitir que él descubriera cómo le afectaba su cercanía, ella se concentró en el plato de comida que tenía delante.

      Había pedazos de melón, helado de frutas y varios pedazos de cordero con patatas. Ella había estado tan concentrada en él que ni siquiera se había dado cuenta de que los habían servido y de que él ya estaba comiendo.

      Bebió un sorbo de café y preguntó:

      –Trabajas hasta muy tarde, Rafi. ¿No tienes una mujer esperándote en casa?

      –Una tinaja necesita la tapa adecuada. Yo todavía no he encontrado la mía.

      Sus palabras hicieron que le diera un vuelco el corazón.

      –En otras palabras, me estás diciendo que me meta en mis asuntos –Lauren se rió.

      –Me alegra ver que he conseguido una sonrisa en tus labios. Deberías hacerlo más a menudo.

      –No he podido evitarlo. Tu comentario sobre la tinaja me ha hecho recordar la historia de Ali Baba. Esos pobres ladrones metidos en aceite hirviendo dentro de las tinajas. Vaya sirvienta más astuta –dijo ella.

      –Lo era –murmuró él, antes de soltar una carcajada.

      –Me cuesta creer que seas soltero –comentó Lauren, mirándolo de reojo.

      –No lo soy –dijo él–. Cuando llegue mi día, no tendré el tipo de matrimonio que imaginas –bebió un poco de café–. No está escrito en mis estrellas.

      –Si yo no me hubiera conocido tan bien, habría tomado una decisión equivocada y ahora estaría casada. Sin duda, uno controla su destino.

      –Hasta ahora sí –dijo él.

      –¿Tienes familia en el oasis?

      –Tengo padres y hermanos.

      –Eres muy afortunado. ¿Has vivido en el oasis toda tu vida?

      –Aparte de cuando estudié en Inglaterra y en Francia, ésta ha sido mi casa. ¿Y tú siempre has vivido en Suiza?

      –Sí, pero a veces iba a Nueva York donde nació Celia.

      –Háblame de tu abuela. ¿Estuvo mucho tiempo enferma antes de morir?

      –No. Pilló una bronquitis y se convirtió en neumonía. La mayor parte de la gente de esa edad se recupera, pero ella no. Como era una intrépida aventurera siempre imaginé que viviría hasta los noventa.

      –En otras palabras, no estabas preparada para su muerte.

      Los ojos de Lauren se llenaron de lágrimas.

      –Creo que nunca se está preparado para ello, aunque uno se pase meses o años junto a la cama de un ser querido. Se marchó de mi lado demasiado pronto.

      –El sol siempre acaba poniéndose –dijo él–. Tu abuela falleció antes de lo que a ti te hubiera gustado. Si os hicisteis felices mutuamente no deberías sentirte culpable.

      –Si crees que tengo remordimientos, estás equivocado.

      Él la miró como si pudiera ver su alma a través de los ojos.

      –Entonces, ¿por qué pareces rota cuando hablas de ella?

      –Así es exactamente como me siento, sin duda debido a su muerte inesperada y a mi cercana experiencia con ella.

      –Sin duda –murmuró Rafi–, pero me alegra ver que tienes apetito. Aunque estés de luto, es una buena señal de que estás recuperando la normalidad.

      Desde que había conocido a Rafi, Lauren ya no sabía lo que era la normalidad. Tenía la sensación de que él estaba preparándose para darle las buenas noches, pero no quería que la velada terminara. Mientras buscaba la manera de retenerlo un rato más, él dijo:

      –Por mucho que me apetezca pasar el resto de la noche contemplando tus preciosos ojos, empieza a hacer frío aquí fuera. Entremos y juguemos una partida de cartas. De otro modo, tendré que explicarle al doctor Tamam por qué su paciente ha sufrido una recaída en mis manos.

      Ella todavía podía sentir el roce de sus manos sobre los hombros. Cada vez que él hacía un comentario personal, ella sentía que se ponía colorada. De camino hacia el interior, sus cuerpos se rozaron y ella se sintió como un cohete a punto de estallar.

      –Te advierto que sólo sé jugar a la canasta.

      –¿A eso es a lo que juegan en el casino de Montreux? –preguntó él arqueando una ceja.

      –Lo dudo, pero no estoy segura –contestó ella con una sonrisa–. Sólo entré una vez con mi abuela cuando era una niña. Ella me dijo que me fijara bien en la gente y recordara lo desesperados que algunos parecían. Después no me permitió volver a entrar nunca. Decía que el juego era una de las maneras más fáciles de destrozar gente.

      –¿Y nunca volviste? –preguntó Rashad–. ¿Ni siquiera como un gesto de desafío?

      –No. Ella era tan estupenda que no quería decepcionarla.

      –La decepción –murmuró él–. El más doloroso de los castigos.

      –Sí –susurró ella.

      –Estoy de acuerdo contigo.

      Ella tenía la sensación de que él estaba pensando en algo que le provocaba dolor.

      –Vamos a jugar aquí –señaló una mesa bajita que había en una esquina del salón.

      Lauren se sentó en los cojines que había alrededor. Rafi se sentó también, con las piernas estiradas. Ella se arrodilló y, al moverse, rozó el hombro de Rafi con el brazo. Ninguno de los dos se retiró.

      Él la miró y comentó:

      –Enséñame a jugar a la canasta.

      Lauren se emocionó al ver que él había llevado una baraja de cartas para pasar más tiempo con ella. Rafi la sacó del bolsillo trasero del pantalón y la dejó sobre la mesa.

      –Ya están barajadas.

      –Bien. Odio tener que esperar.

      Él soltó una carcajada.

      –Reparte quince cartas a cada uno.

      Rafi obedeció y repartió despacio, mirándola con una sonrisa misteriosa.

      Lauren le explicó el juego tratando de ignorar su aura de masculinidad.

      –¿Quién te enseñó a jugar?

      –Richard, el marido de mi abuela.

      Empezaron la partida y ella contestó algunas preguntas más durante el juego. Estuvieron jugando hasta la medianoche y, finalmente, ganó ella por unos pocos puntos.

      –Quiero la revancha –dijo él–, pero se te están cerrando los ojos así que te daré las buenas noches y jugaremos mañana.

      Ella no sabía si podría sobrevivir hasta entonces.

      Él dejó las cartas sobre la mesa y se puso en pie. Ella aceptó la mano que


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