Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky

Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky


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no pocas veces elementos accidentales y no siempre dignos de confianza. Los que echan leña al fuego son los anarquistas, pero asimismo algunos de los bolcheviques jóvenes e impacientes. Indudablemente, fíltranse también provocadores, posiblemente agentes alemanes, pero más probablemente que nada, agentes de la policía rusa. ¿Cómo deshacer en hilos separados el complejo tejido de los movimientos de masas? Sin embargo, el carácter general de los acontecimientos aparece dibujado con una claridad completa. Petrogrado tenía la sensación de su fuerza, se sentía impulsado hacia delante, sin fijarse en la provincia ni en el frente, y ni el partido bolchevique era capaz de contenerle. Sólo la experiencia podía poner a esto un remedio.

      Los delegados de los ametralladores, al incitar a los regimientos ya a las fábricas a lanzarse a la calle, no se olvidaban de añadir que la acción había de ser armada. ¿Acaso podía ser de otro modo? ¿Acaso habían de exponerse las masas desarmadas a los golpes de enemigo? Además, y esto es quizá lo más importante, había que demostrar la propia fuerza, pues un soldado sin fusil no es nada. Sobre este particular, la opinión de los regimientos y de las fábricas era unánime: si había que echarse a la calle, había de ser contando con una reserva de plomo. Los ametralladores no perdían el tiempo: la suerte estaba echada y había que ganar la partida con la mayor rapidez posible.

      El sumario instruido posteriormente caracteriza en los siguientes términos la actuación del teniente Semaschko, uno de los principales dirigentes del regimiento: «Exigía automóviles de las fábricas, los armaba con ametralladoras, los mandaba al palacio de Táurida y a otros sitios, indicando el trayecto que habían de seguir; sacó personalmente el regimiento a la calle, se fue al batallón de reserva del regimiento de Moscú con el fin de incitarle a secundar la acción, lo cual consiguió; prometió a los soldados del regimiento de ametralladoras el apoyo de la Organización Militar, manteniendo el contacto con esta organización, domiciliada en la casa de Kchesinskaya, y con el líder de los bolcheviques, Lenin; envió patrullas para establecer un servicio de vigilancia cerca de la Organización Militar». Si se alude a Lenin, es para completar el cuadro; Lenin, enfermo, se hallaba retirado en una casa de campo de Finlandia desde el 29 de junio, y ni ese día ni los siguientes estuvo en Petrogrado.

      Pero en todo lo restante, el lenguaje conciso del funcionario militar da una idea muy aproximada de la preparación febril a que se entregaban los ametralladores. En el patio del cuartel se efectuaba un trabajo no menos ardiente. A los soldados que no tenían armas se les daba fusiles, y a algunos de ellos, bombas y en cada uno de los camiones traídos de las fábricas se instalaban tres ametralladoras. El regimiento quería echarse a la calle completamente equipado.

      En las fábricas ocurría poco más o menos lo mismo: llegaban delegados del regimiento de ametralladoras o de la fábrica cercana e invitaban a los obreros a lanzarse a la calle. Diríase que les estaban esperando desde hacía mucho tiempo: el trabajo se interrumpía inmediatamente. Un obrero de la fábrica Renault cuenta: «Después de comer se presentaron unos cuantos soldados del regimiento de ametralladoras, pidiendo que les diéramos camiones. A pesar de la protesta de nuestro grupo bolchevique, no hubo más remedio que entregar los automóviles. Los soldados instalaron inmediatamente en los camiones unas Maxim (ametralladoras) y emprendieron la marcha hacia la Nevski. No fue ya posible contener a nuestros obreros... Todos ellos salieron al patio, sin quitarse la ropa de trabajo...».

      Hay que suponer que las protestas de los bolcheviques de las fábricas no tendrían siempre un carácter insistente. Fue en la fábrica Putilov donde se desarrolló una lucha más prolongada. Cerca de las dos de la tarde circuló por los talleres el rumor de que había llegado una delegación del regimiento de ametralladoras y que convocaba a un mitin.

      10.000 obreros salieron al patio. Los ametralladores decían, entre gritos de aprobación de los obreros, que habían recibido orden de marchar al frente el 4 de julio, pero que ellos habían decidido «dirigirse no al frente alemán, contra el proletariado de Alemania, sino contra los ministros capitalistas». Los ánimos se excitaron. «¡Vamos, vamos!», gritaban los obreros. El secretario del Comité de fábrica, un bolchevique, propuso que se consultara previamente al partido. Protesta de todos: «¡Fuera, fuera! Otra vez queréis dar largas al asunto. No se puede seguir viviendo así». Hacia las seis, llegaron los representantes del Comité Ejecutivo, pero éstos no consiguieron, ni mucho menos, influenciar a los obreros.

      El mitin, nervioso, tenaz, en que participaba una masa de miles de hombres que buscaba una salida y no permitía se tratara de convencerle de que no la había, proseguía sin que se le viera el fin. Se propone enviar una delegación al Comité Ejecutivo: nuevo aplazamiento. La reunión seguía sin disolverse. Entre tanto, llega un grupo de obreros y soldados con la noticia de que el barrio de Viborg se ha puesto ya en marcha hacia el palacio de Táurida. No hay modo ya de contener a la gente. Se resuelve echarse a la calle. Yefinov, un obrero de la fábrica de Putilov, se precipitó al Comité de barriada del partido para preguntar: «¿Qué hemos de hacer?». Le contestaron: «No nos lanzaremos a la calle, pero no podemos dejar a los obreros abandonados a su suerte; no tenemos más remedio que ir con ellos». En aquel momento, apareció el miembro del Comité de barriada, Chudin, con la noticia de que en todas las barriadas, los obreros se lanzaban a la calle y de que los miembros del partido se verían obligados a «mantener el orden». Así era como los bolcheviques se veían arrastrados por el movimiento, buscando una justificación de sus actos, que se hallaban en contradicción manifiesta con las resoluciones oficiales del Partido.

      A las siete de la tarde se interrumpió completamente la vida industrial de la ciudad. En las fábricas se iban organizando y equipando destacamentos de la Guardia Roja.

      «Entre la masa de miles de obreros —cuenta Metelev, uno de los trabajadores de Viborg— se movían, haciendo resonar los cerrojos de los fusiles, centenares de jóvenes de la Guardia Roja. Unos, colocaban paquetes de cartuchos en las cartucheras; otros, se apretaban los cinturones; otros, se ataban las mochilas a la espalda; otros, calaban la bayoneta, y los obreros que no tenían armas ayudaban a los guardias rojos a equiparse».

      La perspectiva Sampsonievskaya, arteria principal de la barriada de Viborg, está atestada de gente. A derecha e izquierda de dicha vía, compactas columnas de obreros. Por el centro avanza el regimiento de ametralladoras, columna vertebral de la manifestación. Al frente de cada compañía, camiones con ametralladoras Maxim. Detrás del regimiento, obreros; en la retaguardia, cubriendo la manifestación, fuerzas del regimiento de Moscú. Cada destacamento lleva una bandera con la divisa: «¡Todo el poder a los soviets!». La procesión luctuosa de marzo o la manifestación de Primero de Mayo, estaban, seguramente, más concurridas. Pero la manifestación de julio era incomparablemente más decidida, más amenazadora y más homogénea. «Bajo las banderas rojas sólo avanzaban obreros y soldados —escribe uno de los que tomaron parte en ella—. Brillan por su ausencia las escarapelas de los funcionarios, los botones relucientes de los estudiantes, los sombreros de las “señoras simpatizantes”, todo lo que lucía en las manifestaciones cuatro meses atrás, en febrero. En el movimiento de hoy no hay nada de esto; hoy no se lanzan a la calle más que los esclavos del capital». Como antes, corrían velozmente por las calles, en distintas direcciones, automóviles con obreros y soldados armados: delegados, agitadores, exploradores, agentes de enlace, destacamentos para sacar a la calle a los obreros y regimientos, todos con los fusiles apuntando hacia delante. Los camiones erizados de armas resucitaban el espectáculo de las jornadas de Febrero, electrizando a los unos y aterrorizando a los otros. El kadete Nabokov escribe: «Los mismos rostros insensatos, adustos, feroces, que todos recordábamos de las jornadas de febrero, es decir, de los días de aquella misma revolución que los liberales calificaban de gloriosa e incruenta». A las nueve, siete regimientos avanzaban ya sobre el palacio de Táurida. Por el camino, uníanse a ellos las columnas de obreros de las fábricas y nuevas unidades de militares. El movimiento del regimiento de ametralladoras tuvo una fuerza de contagio inmensa. Iniciábanse las «jornadas de julio».

      Empezaron los mítines en las calles. Resonaron disparos en distintos sitios. Según relata el obrero Korotkov, «en la perspectiva Liteinaya, fueron sacados de un subterráneo una ametralladora y un oficial, al que se fusiló en el acto». Circulan toda clase de rumores, la manifestación provoca el pánico por todas partes. Los teléfonos de los barrios centrales,


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