Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon Trotsky
más fielmente que el profesor de Historia. Por los oradores bolchevistas, los manifestantes se enteraron del triunfo que acababa de ser alcanzado en la sección obrera del Soviet, y este hecho les dio una satisfacción casi tangible, como si hubieran entrado ya en la época del régimen soviético.
Poco antes de medianoche abrióse nuevamente la sesión mixta de los Comités ejecutivos: en aquel momento los granaderos se echaban al suelo en la perspectiva Nevski. A propuesta de Dan, se decidió que sólo puedan asistir a la reunión los que se comprometiesen de antemano a defender y poner en práctica los acuerdos tomados. ¡Esto era algo nuevo! Los mencheviques intentaban convertir el Soviet, declarado por ellos Parlamento de los obreros y soldados, en órgano administrativo de la mayoría conciliadora. Cuando se queden en minoría —lo cual ocurrirá dentro de dos meses—, los conciliadores defenderán apasionadamente la democracia soviética. Hoy, como en general en todos los momentos decisivos de la vida social, la democracia queda arrinconada. Algunos meirayontsi1 abandonaron la reunión protestando; bolcheviques no había ninguno: estaban en el palacio de la Kchesinskaya deliberando sobre la conducta que había de seguirse al día siguiente. Más tarde, los meirayontsi y los bolcheviques se presentaron en la sala y declararon que nadie podía despojarles del mandato que les habían dado los electores. La mayoría se calló, y la proposición de Dan cayó insensiblemente en el olvido. La reunión fue larga como una agonía. Los conciliadores intentan persuadirse mutuamente, con voz débil, de la razón que les asiste. Tsereteli, en calidad de ministro de Correos y Telégrafos, se lamenta de los empleados subalternos: «Hasta este momento no me he enterado de la huelga de Correos y Telégrafos». Por lo que a las reivindicaciones políticas se refiere, su consigna es también la de «¡Todo el poder a los soviets!». Los delegados de los manifestantes que rodeaban el palacio de Táurida exigieron que se les permitiera el acceso a la reunión. Se les dejó entrar con inquietud y malevolencia. Los delegados creían sinceramente que esta vez los conciliadores no podrían dejar de acoger favorablemente sus aspiraciones. ¿Acaso los periódicos menchevistas y socialrevolucionarios de hoy, excitados por la dimisión de los kadetes, no denuncian las intrigas y el sabotaje de sus aliados burgueses? Además, la sección obrera se ha pronunciado por la entrega del poder a los soviets. ¿Qué se espera? Pero los ardientes llamamientos, en los cuales la indignación respira aún esperanza, caen impotentes en la atmósfera estancada del Parlamento conciliador.
A los jefes no les preocupa más que una idea: cómo librarse lo más rápidamente posible de aquellos huéspedes indeseables. Se les invita a tomar asiento en la galería: sería demasiado imprudente echarlos a la calle, al lado de los manifestantes. Desde la galería, los ametralladores escuchan asombrados los debates que se estaban desarrollando y que no perseguían más fin que ganar tiempo, a fin de que pudieran llegar los regimientos de confianza. «En las calles está el pueblo revolucionario — dice Dan—, pero este pueblo hace obra contrarrevolucionaria». Dan se ve apoyado por Abramovich, uno de los líderes de la «Liga» judía, un pedante conservador cuyos instintos se sentían ofendidos por la revolución. «Estamos en presencia de un complot», afirma, faltando a toda evidencia, y propone a los bolcheviques que declaren abiertamente que la cosa «es obra suya». Tsereteli profundiza el problema: «Salir a la calle con la demanda de “Todo el poder a los soviets” significa sostener a estos últimos. Si los soviets quisieran, el poder pasaría a sus manos. Ningún obstáculo se opone a su voluntad... Manifestaciones como ésta hacen el juego no a la revolución, sino a la contrarrevolución». Los delegados no acababan de comprender este razonamiento. Les parecía que sus elevados jefes no estaban en su sano juicio. Al final, la asamblea confirmó una vez más, con 11 votos en contra, que la manifestación armada era una puñalada trapera al ejército revolucionario, etcétera. La reunión terminó a las cinco de la madrugada.
Poco a poco las masas fueron retirándose a sus barriadas. Durante toda la noche recorrieron la ciudad automóviles armados, estableciendo el contacto entre los regimientos, las fábricas y los centros de barriada. Como en Febrero, las masas, por la noche, hacían el balance del día. Pero ahora lo hacían con la participación de un complejo sistema de organizaciones de fábrica, de partido, militares, que estaban reunidos con carácter permanente. En las barriadas se opinaba como algo que no admitía ya discusión, que el movimiento no podía detenerse a medio camino. El Comité Ejecutivo aplazó la resolución acerca del traspaso del poder. Las masas interpretaron esto como una vacilación. La conclusión era clara: había que apretar más.
La reunión nocturna de los bolcheviques y meirayontsi, que tenía lugar en el palacio de Táurida a la vez que la de los Comités ejecutivos, sacaba también el balance del día e intentaba anticipar lo que traería consigo el día siguiente. Los informes de las barriadas atestiguaban que la manifestación no había hecho más que poner en movimiento a las masas, planteando ante ellas por primera vez en toda su agudeza el problema del poder. Mañana, las fábricas y los regimientos querrán obtener una contestación y no habrá fuerza humana capaz de retenerlos en los suburbios. No se discutía si debía o no tomarse el poder, como habían de afirmar más tarde los adversarios, sino si debía hacerse o no una tentativa para liquidar la manifestación o ponerse al frente de la misma al día siguiente.
A hora avanzada de la noche, hacia las tres, llegaban al palacio de Táurida los obreros de la fábrica Putilov, una masa de 30.000 hombres, muchos de ellos con sus mujeres y niños. La manifestación se puso en marcha a las once, y por el camino se unieron a los manifestantes otras fábricas. En el portal de Narva había tanta gente, a pesar de lo avanzado de la hora, que se hubiera dicho que la barriada había quedado completamente vacía. Las mujeres gritaban: «Todo el mundo tiene que ir... ¡Nosotras guardaremos las casas!». Del campanario de Spasa partieron unos disparos, al parecer de ametralladora. Desde abajo se hizo una descarga contra el campanario. «En Gostini Dvor se lanzaron contra los manifestantes un grupo de estudiantes y de junkers2, que les arrebataron un cartelón. Los obreros ofrecieron resistencia, se produjo un gran tumulto, sonaron disparos, y al autor de estas líneas le rompieron la cabeza y le pisotearon el pecho y los costados». Nos cuenta esto el obrero Yefimov, ya conocido del lector. Atravesando la ciudad, ya silenciosa, los obreros de Putilov llegaron por fin al palacio de Táurida. Gracias a la insistente intervención de Riazanov, muy íntimamente ligado en aquel entonces con los sindicatos, la delegación de la fábrica fue recibida por el Comité Ejecutivo. La masa obrera, hambrienta y terriblemente fatigada, se sentó a esperar en la calle y en el jardín, con la esperanza de obtener una contestación. Estos obreros de la fábrica de Putilov, acampados a las tres de la madrugada en los alrededores del palacio de Táurida, en el que los líderes de la democracia esperaban la llegada de tropas del frente, es uno de los espectáculos más conmovedores de la revolución en el período turbulento que va desde Febrero a Octubre. Doce años antes, no pocos de estos obreros habían tomado parte en la manifestación de enero ante el Palacio de Invierno, con imágenes y estandartes. En aquellos doce años habían pasado siglos enteros. En el transcurso de los cuatro meses próximos transcurrieron otros cuantos más.
Sobre la reunión de los líderes y organizadores bolcheviques que discuten sobre lo que ha de hacerse al día siguiente flota la sombra grávida de los obreros de la fábrica de Putilov, acampados en plena calle. Mañana los obreros de la fábrica de Putilov no irán al trabajo. ¿Cómo van a trabajar después de una noche pasada en vela? Entre tanto, es llamado Zinóviev por teléfono, Raskólnikov comunica, desde Kronstadt, que mañana a primera hora la guarnición de la fortaleza se dirigirá a Petrogrado, y que no hay nada ni nadie capaz de contenerla. Desde el otro extremo del hilo telefónico, el joven oficial pregunta: «¿Es posible que el Comité Central le ordene dejar abandonados a los marinos, desacreditándose completamente a sus ojos?». A la imagen de los obreros de la fábrica de Putilov acampados delante del palacio de Táurida se une a otra, no menos impresionante: la de los marinos de la isla, que en esta noche de vela se aprestan a apoyar a los obreros y soldados de Petrogrado. No, la cosa es demasiado clara. No se puede seguir vacilando. Trotsky pregunta por última vez: «¿Y si se intentara dar a la manifestación el carácter de una manifestación sin armas?». No, ni de eso se puede ya siquiera hablar. Un pelotón de junkers bastaría para dispersar, como a un rebaño de ovejas, a millares de hombres desarmados. Los soldados y obreros acogerían indignados, considerándola como una encerrona, semejante proposición. La contestación