Torbellino de emociones. Jennifer Taylor
–Yo… nosotros…
Elizabeth no sabía lo que decir. Se sentía terriblemente avergonzada. Él le miraba los enormes ojos avellana con infinita comprensión…
–Tal vez no he entendido bien la situación. Tal vez David no sepa lo que sientes por él –continuó él, con un brillo en los ojos que le resultó imposible descifrar–. Deberías probar a decírselo, si quieres mi consejo. No creo que haya razón alguna para mantenerlo en secreto.
Elizabeth se dio la vuelta, incapaz de soportar aquel escrutinio por más tiempo y se dirigió a su consulta. Cuando cerró la puerta, se puso a pensar en todo lo que debería haber dicho a James para hacerle saber que no quería ni su interés ni su consejo. Su relación con David no era asunto suyo.
¿Qué relación? En lo que se refería a David, ella no era más que una colega y una amiga. Ni antes ni después de la muerte de Kate había habido ninguna razón para pensar que había algo más. David vivía en una feliz ignorancia de los sentimientos que ella tenía hacia él, pero le había llevado a James Sinclair dos minutos darse cuenta.
Elizabeth respiró profundamente, pero no se sintió mejor. Saber que James podía ver a través de ella tan fácilmente le hacía sentirse muy vulnerable…
Capítulo 3
DESPUÉS de la consulta de la mañana, había una larga lista de llamadas que mantuvo a Elizabeth ocupada después de comer. Volvió a la consulta justo antes de las cuatro, por lo que fue rápidamente a la sala de médicos para prepararse una taza de café. Al llegar, se dio cuenta de que James ya estaba allí.
–¿Quieres una? –preguntó él, levantando su taza de café–. Acabo de preparar una cafetera.
–Bueno, sí por favor.
–¡Me da vueltas la cabeza! –exclamó él, llevándole una taza de café a la mesa, para sentarse después a su lado–. Hay tanto que asimilar cuando se empieza un nuevo trabajo, ¿verdad?
–Así es –respondió ella, todavía algo incómoda por los comentarios que había hecho sobre David y ella–. Me imagino que todo parece un poco confuso al principio.
–¡Así es! –afirmó James, tomando un sorbo de su café–. Sin embargo, dame una semana o dos y estoy seguro de que me sentiré como si llevara aquí toda la vida.
Elizabeth no dijo nada, ya que nada de lo que se le ocurría sonaba sincero. En vez de eso, prefirió cambiar de conversación.
–¿Te mostró David el mapa de la zona que te tocará cubrir? Pensamos que te ayudaría saber dónde están todos los lugares por aquí ya que estamos seguros de que eso será uno de los mayores problemas para ti, ¿no?
–¿Tú crees? –preguntó él, con un gesto en los ojos que a ella le resultó muy difícil interpretar–. Supongo que tienes razón, ya que saber por dónde tengo que ir no va a ser fácil al principio, pero David y tú os habéis encargado de eso –añadió él, aquella vez tan sólo con un gesto de gratitud en los ojos–. Ese mapa que me habéis preparado será de una gran ayuda. Os agradezco mucho todas las molestias que os habéis tomado.
–No es nada –respondió Elizabeth con una sonrisa.
Cuando ella acabó la taza de café, se levantó a lavar la taza y vio que él hacía lo mismo. James alcanzó el paño de cocina en el momento en que ella lo dejó en su sitio. Cuando sus manos se tocaron, Elizabeth sintió que un escalofrío le recorría todo el cuerpo.
Rápidamente ella se apartó y buscó algo que decir, consciente de la tensión que reinaba en la habitación aunque no estaba segura de lo que la había causado.
–Pensamos que te ayudaría mucho si marcáramos las granjas en un mapa de la zona. Las granjas más pequeñas son bastante difíciles de encontrar. A menos que se tenga idea de dónde se va, uno se puede pasar horas conduciendo sin llegar a ninguna parte.
–Ya me lo imagino –dijo él, tirando el paño de cocina encima de la encimera–. Me imagino que saber dónde estoy me costará un poco al principio, pero cualquiera que hubiera llegado nuevo a la zona tendría las mismas dificultades. Espero que no pierda ningún punto a mi favor si me pierdo alguna vez.
Aquella afirmación tenía cierta intencionalidad que hizo que Elizabeth se sonrojara. Estaba claro que James se había dado cuenta de las reservas que ella tenía con respecto a él. Aquello le hizo sentirse culpable, porque no parecía haber ninguna justificación para ello. Intentando mantener un aire distendido, ella se echó a reír.
–Estoy segura de que te permitiremos la ocasional metedura de pata, así que no tienes por qué preocuparte –replicó ella, mirando al reloj ya que se sentía deseosa de acabar aquella conversación–. Bueno, es mejor que me vaya, necesito escribir algunas notas antes de que empiece la consulta de por la tarde.
Cuando ella se dio la vuelta, James le dijo muy suavemente:
–Tengo muchas ganas de trabajar contigo, Elizabeth. Creo que tú y yo haremos un gran equipo una vez que hayamos subsanado las dificultades iniciales.
Ella sonrió rápidamente, pero no pudo decir nada. Entonces se fue a su consulta y cerró la puerta mientras no dejaba de pensar en lo que él había dicho. Por mucho que lo intentara, no podría imaginarse trabajar con James con la misma armonía que con David.
Entonces un temblor volvió a recorrerle la espalda. Ella apartó rápidamente aquellos pensamientos, sin querer pararse a pensar más en la razón por la que aquello le preocupaba tanto.
–¿Ya está? ¿Ya no hay nadie más esperando? –preguntó Elizabeth, mientras le daba las tarjetas de registro a Eileen en recepción, para que ella las pusiera en una bandeja.
–No, gracias a Dios. David ya se ha marchado. Me encargó que te dijera que te vería más tarde –dijo Eileen, cubriendo el ordenador con un suspiro de alivio–. ¡Vaya día! Ha sido no parar desde que llegué aquí. Pero hay que admitir que James ha sido de gran ayuda. No nos las hubiéramos arreglado tan bien… –se interrumpió ella, riendo–. Vaya, ¿te sonaban las orejas?
–¿Por qué? ¿Estabais hablando sobre mí? –preguntó él, en tono de broma, mientras se acercaba al mostrador y le daba sus tarjetas–. Espero que sólo estuvieras diciendo cosas buenas de mí, Eileen.
–¿No te gustaría saberlo? –bromeó Eileen, mientras recogía su impermeable–. Bueno, me marcho. Ya archivaré eso mañana. No te olvides de cerrar, Elizabeth, ¿de acuerdo?
–Sí –prometió Elizabeth, con una sonrisa.
Eileen tenía cierta tendencia a darle órdenes a todo el mundo, pero hacía tan bien su trabajo que a nadie le importaba. Elizabeth acompañó a la mujer hasta la puerta y esperó a que ella se ajustara la capucha sobre el precioso pelo gris. Cuando la mujer se hubo marchado, Elizabeth cerró la puerta principal y empezó a apagar las luces.
–¿Las apagas todas o dejas alguna encendida por razones de seguridad? –preguntó James.
–Dejamos encendida la de recepción, pero sólo por si nos llaman durante la noche y tenemos que venir a recoger la ficha de un paciente.
Elizabeth se dio la vuelta y vio que James todavía estaba apoyado en recepción. La luz se le reflejaba en el pelo, haciéndolo aparecer mucho más rubio. Ella se dio cuenta de repente de que todo el mundo se había marchado. Las luces apagadas daban a la escena una intimidad que no poseía durante el día. Ella aminoró el paso, sin poderse explicar sus pocos deseos para acercarse a aquel círculo de luz.
–En la entrevista, tú dijiste que no tenías ningún problema para controlar las llamadas nocturnas. ¿Recibís muchas? –preguntó él, en un tono muy profesional, por lo que ella no podía explicarse el temor que la embargaba.
–Depende. No se puede predecir si se va a tener una noche tranquila o no. Sin embargo, la mayoría