Torbellino de emociones. Jennifer Taylor

Torbellino de emociones - Jennifer Taylor


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al médico que una persona de la ciudad? –preguntó James–. Bueno, supongo que eso tiene sus ventajas y sus desventajas. De acuerdo que no se pierde el tiempo con trivialidades, pero también se corre el riesgo de no detectar algo a tiempo.

      Él tenía razón. A David y a ella les costaba mucho hacerles entender a los pacientes que era vital comentar cualquier problema desde el principio. Le sorprendía mucho que James se hubiera dado cuenta de aquel punto tan rápidamente.

      –Tienes razón –admitió ella–. Ha habido varios casos en los que hubiera deseado tratar a un paciente mucho antes. Es algo que realmente me preocupa.

      –¿Has pensado en crear una consulta mensual a la que la gente pudiera acudir para chequeos y hablar sobre problemas menores que realmente les preocupen? Así tal vez se podría animarles a venir.

      –¿Te refieres a algo parecido a una clínica de prevención y ayuda para mujeres?

      –Sí, pero estaría abierta a hombres y mujeres –dijo James–. Hay que interesar a los hombres en la medicina preventiva.

      –Me parece una idea estupenda, pero no estoy segura de que podamos ofrecer ese servicio –le explicó Elizabeth, mucho más cómoda desde que hablaban sólo de temas profesionales–. Hemos estado tan agobiados desde que mi padre se retiró que nos ha resultado bastante difícil abarcar simplemente los asuntos del día a día.

      –Tal vez tendríamos que replantearnos cómo se hacen las cosas.

      –¿A qué te refieres? –preguntó Elizabeth, inmediatamente a la defensiva–. David y yo no vamos a acceder a ofrecer menos calidad. ¡El servicio que damos aquí es algo de lo que estamos muy orgullosos!

      –Estoy seguro de ello, pero incluso en la consulta perfecta siempre hay algo que se puede mejorar –replicó James, mirando al ordenador–. Aprovecharse de los últimos adelantos de la tecnología es una de las maneras en las que podríamos mejorar el servicio y ahorrar tiempo a la larga. Un gran número de consultas rurales se han dado cuenta de eso y han instalado enlaces de vídeo con el hospital. Los pacientes pueden entrar en su consulta, hablar con su médico de cabecera y al mismo tiempo con un especialista, que deciden conjuntamente el tratamiento. Hay muchas ocasiones en que tenemos que ver a un paciente muchas veces porque ha perdido la cita con el especialista.

      –¡No creo que a la gente de por aquí les guste esa idea! –le espetó Elizabeth–. Están acostumbrados a un servicio personal, no a ser diagnosticados por… ¡control remoto!

      –Está claro que no vale para cualquier tipo de enfermedad. Sin embargo, las ventajas de tener la opinión de un especialista en problemas dermatológicos, por ejemplo, son evidentes. Así les ofreceríamos a los pacientes el mejor tratamiento disponible sin que se tengan que desplazar más allá de su consultorio.

      Él tenía razón, pero había muchas otras cosas que tener en cuenta de las que él no se había dado cuenta.

      –Admito que la idea es buena… –empezó ella.

      –¿Pero? Me temo que hay algo que no te convence –dijo él en tono sarcástico.

      –Pero el coste de la instalación sería extremadamente alto. Nuestro presupuesto es muy limitado, James, y creo que costaría mucho convencernos a David y a mí de que ese proyecto merece tanto la pena como para darle prioridad sobre otros.

      –Sé que el presupuesto es muy ajustado. Es igual en la mayoría de las consultas, incluso en las de las ciudades. Sin embargo, podríamos arreglar eso consiguiendo alguien que quisiera apadrinarnos. Algunas empresas están deseando contribuir en proyectos que hagan aumentar su popularidad en una comunidad así que creo que merece la pena que no lo dejemos de lado.

      –Tal vez –respondió Elizabeth, sin estar convencida–. Pero la atención personal es algo muy importante para nosotros en esta comunidad. De hecho, es la base sobre la que mi padre construyó esta consulta. La tecnología está bien y es buena, y estoy segura de que hay un lugar para todo eso, pero…

      –¿Pero no aquí, en Yewdale? –preguntó James, con una sonrisa en los labios–. No sé por qué me había imaginado que dirías eso.

      A ella no le gustó aquel comentario, ya que él parecía demostrar que era capaz de leerle el pensamiento. Aquella idea le resultaba muy perturbadora. Decidida a acabar con aquella conversación lo antes posible, cruzó la habitación tan deprisa que no se dio cuenta de que había algo en el suelo. Elizabeth tropezó y perdió el equilibrio.

      –¡Cuidado! –exclamó James, mientras la tomaba entre sus brazos.

      Él se acercó a ella para ayudarla a recuperar el equilibrio. Elizabeth sintió que un escalofrío le recorría por todo el cuerpo. Pareció que se le cortaba la respiración, cuando le miró al rostro vio una mezcla de preocupación y atracción que la dejó perpleja. Nunca había esperado verse en aquella situación y no sabía cómo reaccionar.

      Él la soltó casi inmediatamente y se inclinó para tomar el objeto con el que ella había tropezado. Resultó ser un bloque de Lego, por lo que él lo colocó en el cajón de los juguetes para los niños. Cuando volvió a mirarla, no había más que pura diversión en su rostro.

      –Justo lo que necesitas al cabo de un día tan duro. ¡Un esguince de tobillo!

      –Estoy bien, de veras –respondió ella, con más tensión en la voz de lo que hubiera deseado. Elizabeth se aclaró la garganta e intentó convencerse de que aquella expresión que había visto en el rostro de él había sido producto de la luz–. Bueno, es mejor que me vaya a casa. La señora Lewis se estará preguntando dónde me he metido.

      –Es tu ama de llaves, ¿verdad? –dijo él, siguiéndola por el pasillo, esperando mientras ella echaba el cerrojo a la puerta.

      –Eso es. Lleva años con nosotros, de hecho, desde que mi madre murió. No sé cómo mi padre se las habría arreglado con Jane y conmigo si no hubiese tenido a la señora Lewis para que le ayudara. Ella prácticamente nos crió.

      –¿Jane? –preguntó James, apoyándose contra la pared con mucho interés. Elizabeth sintió que aquella noche, aquel cerrojo le estaba costando más que de costumbre–. Déjame que te ayude.

      Ella dio un paso atrás, sintiendo aquel escalofrío de nuevo al sentir de nuevo el contacto de sus manos. Él corrió el cerrojo y luego se volvió a mirarla, preguntándose qué le pasaba y el por qué de aquel extraño comportamiento.

      –Jane es mi hermana. Es tres años mayor que yo. Vive en Australia, a las afueras de Perth, con su marido y sus tres hijos –respondió ella, incapaz de parar el flujo de palabras–. Mi padre se ha ido a pasar tres meses con ella mientras se recupera del ataque al corazón que sufrió justo antes de Navidad.

      –Sí, ya lo sabía. Varios de los pacientes que he atendido hoy estaban deseando hablarme del doctor Charles Allen. ¡Creo que se estaban asegurando de que yo sabía que me va a resultar muy difícil llegar a su nivel!

      –Mi padre es muy querido por las personas de Yewdale –rió ella, sintiéndose de nuevo segura–. Dudo que nadie logre nunca superarle en el afecto que le tiene la gente.

      –Yo no estaría tan seguro de eso. Por los comentarios que he oído hoy, la mayoría de las personas de este pueblo te tienen a ti en mucha estima.

      Elizabeth no supo qué responder. No había rastro de burla en la voz de James, tan sólo sinceridad y generosidad, algo que ella nunca hubiera esperado. Siempre le había parecido que James era una persona demasiado competitiva como para halagar a otros.

      –Bueno, me alegro de oír eso –respondió ella, algo confusa–. Es mejor que me vaya a casa. Yo… yo te veré más tarde, supongo.

      –Estoy impaciente, Elizabeth.

      Él había hablado con tanta calidez, que a ella le resultó difícil ignorarlo. Ella no miró hacia atrás mientras seguía por el pasillo y se metía en su casa. La consulta había sido construida pegada a Yewdale House. Muchas veces había estado agradecida


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