Diez razones para amarte. María R. Box

Diez razones para amarte - María R. Box


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Para mí eran palabras mayores por el hecho de ser pronunciadas sin lascivia alguna.

      —¿Qué te parece si nos comemos el postre? —le pregunté, mirando el plato. Subí la mirada y le sonreí, algo avergonzada—. Te prometo mirar el contrato y decirte algo lo antes posible.

      Lo vi sonreír en mi dirección de forma sincera, sin enseñar sus dientes. Me hizo caso, comenzó a comer de su postre.

      —Entonces, ¿estudias Traducción e Interpretación? Tienes un acento italiano muy trabajado, casi perfecto. ¿Has ido alguna vez a Italia?

      —Sí, estudio eso, pero no, nunca he salido del país. ¿Y tú? ¿Has viajado mucho? —asintió.

      —Bastante, pero nunca he podido disfrutar del lugar.

      Le sonreí con tristeza. No lograba entender su vida. Quizá por ello necesitaba una chica a su lado, quizá Alejandro lo que necesitaba era disfrutar de la vida.

      —¿A qué te dedicas, Alejandro? —pregunté.

      —Soy abogado.

      —Guau —dije, sorprendida—. Derecho era mi segunda opción.

      —¿De verdad? —preguntó sorprendido.

      —Así es. —Reí.

      Terminamos de cenar entre una charla muy amena, la verdad es que hablar con Alejandro era un lujo. Era un hombre culto y divertido. No podía parar de reírme con sus bromas. Me sentía muy cómoda. Me había dado cuenta de que teníamos cosas en común, aunque en otras éramos completamente diferentes. Sin embargo, cuando el camarero recogió nuestros platos y me disponía a levantarme, Alejandro agarró mi mano y sacó un sobre de su maletín. Con disimulo, lo echó hacia delante y, con un ademán, me dijo que lo cogiera.

      —Es tuyo, la cena también corre de mi cuenta.

      —Aún no hemos firmado nada, no hace falta.

      Quise pasarle el dinero, pero me lo negó. Su mano tibia estaba encima de la mía, tragué saliva.

      —Sí que la hace, es tuyo —insistió.

      —De verdad, no hace falta... —Siquiera me dejó terminar de hablar.

      —Lucía, es tuyo. Por favor, acéptalo.

      No me quedó más remedio que agarrar el sobre a regañadientes y meterlo en el bolso. Le di las gracias y, como buen caballero, me cedió la mano para levantarme. Se la acepté y ambos salimos del restaurante después de pagar. Alejandro me paró en la puerta y del bolsillo de su chaqueta sacó una tarjeta y me la dio.

      —Este es mi número, llámame cuando hayas leído el contrato. De verdad, Lucía, léelo y cualquier duda, llámame. Podemos arreglarlo a lo que tú necesites.

      —Claro. —Agarré los papeles mucho más fuerte entre mis dedos.

      —¿Quieres que te acerque a casa? —se prestó.

      —¡Oh, no! —exclamé despreocupada—. No te preocupes, cogeré el metro.

      —¿Segura? —pregunto, frunciendo el ceño—. Puedo acercaros donde queráis.

      Lo miré estupefacta y con la boca seca. ¿Acaba de hablar en plural?

      —¿Acercarnos? —pregunté riendo incómoda.

      —Claro. —Sonrió él—. A tu amiga, la devoradora de chucherías que estaba en el banco, y a ti.

      Mi cara volvió a tornarse roja.

      —¿La has visto? ¡Dios, qué vergüenza!

      Alejandro rio.

      —No te preocupes, es normal que no confiases en mí.

      Alejando puso su mano en mi hombro y se acercó unos pasos hasta quedar a escasos centímetros de mi cara. Él tuvo que bajar unos centímetros la suya por el cambio de altura entre ambos. Sorprendida, vi como tocaba mi nariz con uno de sus dedos en un gesto cariñoso y divertido.

      —Estás muy guapa cuando te pones tan roja. —Rio.

      Abrí mis ojos a más no poder. Estaba tan cerca que nuestras respiraciones se juntaban en una sola. Llegué a pensar que me besaría, no me importaría saborear esos labios.

      —Yo... Eh... —tartamudeé, sin saber qué decir.

      —Quedamos en que me llamarás cuando lo tengas todo leído, ¿vale? De todos modos, si no aceptas, dímelo.

      —Cla... claro. —Fue lo único coherente que pude decir. Lo volví a escuchar reír, se apartó.

      «¡No te apartes, joder! ¡Bésame, maldito!», pensé.

      Alejandro se apartó y comenzó a caminar, no obstante, me miró por encima de su hombro con su mirada brillante y dijo con voz grave:

      —Espero tu llamada.

      Capítulo siete

      Quizá pasaron horas hasta que pude conciliar el sueño en el incómodo sillón del hospital. Había tenido que pasar por casa para cambiarme, pero no pude dejar el dinero. Aún sin estar segura de que esto era lo que debía hacer, admiré el reflejo del sol entre las persianas de la habitación. Miré de refilón a Alba, tumbada en el otro sillón, y a mamá en la cama. No debía faltar mucho para que el doctor pasase a verla y quise aprovechar para leer los papeles que Alejandro me había dado la noche anterior.

      Alejandro era uno de los motivos de mi desvelo. ¿Cómo un hombre tan inteligente, divertido y guapo necesitaba la compañía de una niña como yo?

      —Buenos días, Lu.

      Me sobresalté al escuchar a mi hermana, de inmediato disimulé el convenio que tenía en manos.

      —Buenos días, Alba. ¿Qué tal has dormido? —pregunté con una ligera sonrisa.

      —Mal, el sillón es incomodísimo.

      —Lo sé, cielo, pero es lo que hay. Ya te dije que podías quedarte con la vecina —dije, levantándome—. Escucha, Alba, vuelvo en media hora, ¿vale? Tengo que hacer unas gestiones.

      Mi prioridad era pagar los recibos y la universidad, no quería quedarme sin luz y agua caliente estando mamá en estas condiciones.

      —¿Dónde vas? —preguntó ella, curiosa.

      —Ya te lo he dicho, voy a hacer unas gestiones. Volveré rápido, te lo prometo.

      —Vale.

      Me acerqué a mi hermana y besé su coronilla. Salí corriendo del hospital con el dinero a buen recaudo. Anduve por las calles muy temprano, siendo la primera en entrar al banco y hablar con el director. Transferí el dinero necesario para la universidad y aproveché para preguntar por mi libreta bancaria donde tenía algunos ahorros. Ya que la de mi madre había sido embargada, solo teníamos la mía. No tenía mucho, pero iría ahorrando poco a poco.

      Salí del banco en poco tiempo. Entonces fue cuando me dirigí a pagar las facturas de la luz y el agua. Acabé agotada de tanto correr. Decidí sentarme en un banco que había en la calle y respirar con tranquilidad. De lo que me había dado Alejandro aún me quedaba algo de dinero para hacer la compra, nada excesivo, pero me apañaría.

      Llamé a Naomi, necesitaba hablar con ella.

      —Estas no son horas de llamarme, ¿lo sabes? —preguntó, adormilada.

      —Disculpe usted, marquesa, pero creí que le interesaría saber que ya tengo las facturas pagadas —dije, irónicamente.

      —¿Eso significa que no te vas de la universidad? —preguntó, contentísima.

      Juraría que, conociéndola, se habría levantado de la cama de la sorpresa.

      —Así es, así que más


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