Diez razones para amarte. María R. Box
Alejandro le dejó el coche a un aparcacoches que había puesto la organización del evento y me ayudó a bajar. Me susurró que agarrase su brazo para que pareciese algo más real la situación. Pero no fui consciente de a qué me exponía hasta que pasamos por un pasillo lleno de cámaras y flashes que me hicieron cerrar los ojos. Toda la gente a mi alrededor era adinerada y déspota, se le notaba al andar. Tuve que reprimir varios insultos al pasar delante de varias mujeres que me miraron con desprecio. Sin embargo, sentí un suave escalofrío en mi piel al sentir el aliento de Alejandro en mi oreja.
—Ignóralas, están celosas de verte. —Lo miré a los ojos ya que aún con los tacones Alejandro era más alto que yo.
—No serán también locas del bótox, ¿verdad? —le susurré en el oído haciéndolo reír.
—Tenlo claro.
Iba a seguir hablando con él, pero unos gritos nos distrajeron.
—¡Señor Arias! ¿Es esta su nueva conquista?
Me sentí avergonzada al ver como una cámara de televisión nos enfocaba mientras que su compañero de periódico sacaba fotos por doquier.
Escuché a Alejandro reír entre dientes, pero parecía algo nervioso.
—Así es, le ruego que no insista mucho, mi pareja no está acostumbrada a este tipo de situaciones y está bastante incómoda.
Lo miré con una media sonrisa en la cara; él, por su parte, me miró y me guiñó un ojo. No obstante, insistieron en tomarnos varias fotos juntos, menos mal que ni mi madre ni Alba leían el periódico, y hacerle una entrevista rápida a Alejandro a solas ya que yo estaba bastante incómoda. Me aparté y me quedé esperándolo, parecía muy motivado por la situación del evento. Pero, de repente, sentí una mano en mi hombro. Me giré, asustada, y vi a un hombre de la edad de Alejandro riendo. Mi cara debía ser un poema, pero ¿qué esperaba? Me estaba tocando el hombro un desconocido y eso me ponía muy nerviosa. No me gustaba sentir el contacto de alguien que no conocía.
—Vaya cara más graciosa pones cuando te asustas. —Se rio de mí.
Me planché el vestido, quitándole la mano de mi hombro, y lo miré con el ceño fruncido, desconfiada—. ¿Usted quién es? —pregunté.
—No me trates de usted —volvió a reír—. Ya veo que Alejandro no te ha hablado de mí, soy Fernando, su mejor amigo, aunque puedes llamarme Fer.
Aún seguía desconfiando de aquel extraño, pero me mostré amable y un poco más relajada al saber que era amigo de Alejandro.
—¡Oh! —exclamé—. Encantada, soy Lucía.
—Ya, lo sé, Alejandro me ha hablado mucho de ti. —Me guiñó un ojo y no pude evitar sonrojarme. ¿Alejandro le había hablado mucho de mí?
—Pero ¿para bien o para mal? —bromeé.
—Para bien, por supuesto. Lo has impresionado mucho y eso es admirable.
—¿Admirable? ¿Por qué? —pregunté incrédula—. Alejandro es un buen tío, su trabajo es importante —lo miré mientras hablaba con el periodista— y parece que hace grandes cosas por como lo tratan los medios de comunicación. Yo solo soy Lucía, su acompañante.
Fernando puso su mano en mi cabeza y me revolvió un poco el pelo, resoplé y me lo acomodé mirándolo mal. Volví a girarme para prestar atención a Alejandro, quien estaba charlando con un hombre. Había terminado ya la entrevista.
—Ahora entiendo porque te eligió a ti entre tantas candidatas. —Sus palabras me dejaron helada.
—¿Sabes lo de…? —asintió —. ¡Oh, Dios!
—No te preocupes, tu secreto está a salvo conmigo. —Me guiñó un ojo—. ¡Mira, ahí viene!
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