Sideral. Héctor Castells

Sideral - Héctor Castells


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entonces suena el timbre que anuncia el final de clase y el aula F de primero de CES —el mismo habitáculo señalado por fuera con un letrero que decía «Aula F» y en el que alguien, probablemente Héctor Sin, ha escrito una jota delante, o sea, «Jaula F»— se convierte en un gallinero de carpesanos que se cierran y de gomas elásticas que estrangulan apuntes en los que nadie ha escrito nada.

      Aleix se pregunta de dónde vienen los tatuajes de Héctor Sin. Y se pregunta algo más. Así que se incorpora y se dirige hacia su nuevo héroe. Tendrá que seducirle. No le queda otra.

      Se planta frente al pupitre de Héctor, y Héctor le mira como si le volviera a subir el ácido que se metió ayer.

      —¿Qué pasa? —pregunta Héctor.

      —¿Echamos un pulso? —dice Aleix

      Héctor le mira y sonríe.

      —¿Estás seguro, nene? No vaya a ser que termines el día comiendo con pajita —le dice.

      —¿Con pajita? La pajita me la voy a hacer más tarde. ¿Me lo echas o no?

      —Pues claro que te lo echo, pringao.

      Aleix y Héctor despejan la mesa e Israel distingue la proximidad del duelo y sale escopeteado de clase en busca de Dani Baraldés, uno de los dos cómplices que tiene entre los crucifijos y el mármol del suelo. Dani estudia cuatro jaulas más allá. El otro cómplice es Manolo, y Manolo ya está presente. Israel le grita a Aleix que no empiece hasta que haya vuelto, cosa que hace a los dos minutos. Se ha ido como una exhalación y su peinado ha padecido los estragos de la velocidad. Claro que si se trata de aerodinámica del peinado, su colega Dani Baraldés se lleva la palma. Dani tiene la cara alargada, los labios carnosos y un tupé que roza la bóveda católica del colegio. Lleva una cruzada de cuero y unas botas de cowboy con sendas espuelas, también una hebilla gigantesca en el cinturón, una especie de retrovisor plateado que evoca un pretérito en el que Elvis reinaba y las caderas funcionaban; un pedazo de hebilla que refleja el pupitre repentinamente convertido en cuadrilátero en el que Héctor Sin y Aleix Vergés se disponen a echar el pulso de su vida.

      Es una mañana de diciembre en lo alto de Barcelona, aunque podría ser cualquier noche de marzo sobre la lona infecta de la camorra napolitana, con dos gallos sarnosos, mucho serrín, tatuajes y billetes arrugados de un millón de liras por todas partes. Pero es una mañana soleada de octubre en los Jesuitas y los gallos son dos adolescentes envueltos por un montón de carpetas forradas con fotos de Anthrax y de Rick Astley; un montón de caras lampiñas en las que arde el deseo y brotan los granos y los pelos.

      Héctor Sin podría tener veinticuatro años y la libertad condicional; Aleix Vergés no más de quince y demasiadas pulseras en la muñeca, un reloj calculadora demasiado aparatoso y un polo de una marca francesa que insulta a los padres de la revolución y a los abuelos de todos los niños que tiene a su alrededor. Dice «Marithé et Françoise Girbaud». O «Metelé al Franchuá Siusplá», como dice Israel.

      Tocan las doce en punto en el campanario de los Jesuitas. Aleix invoca al agujero negro de su ombligo y Héctor conecta con Mike Tyson y con el coño de su prima. La tensión es un puente levadizo que se detiene en el centro: el pulso se queda clavado en su cumbre. Pasan los minutos y solo se oyen sonidos estreñidos. Los antebrazos se hinchan, las venas suplican y los gritos conquistan el cielo y el suelo y estrangulan el final de los ochenta. Y el joven pijo con aspecto de marciano aprieta la mandíbula, inclina su cuerpo hacia la eternidad y le dobla el escafoides a su adversario.

      —¡Hostia puta! ¡Qué fuerte! ¡Se lo ha follado! —exclama Dani Baraldés. Israel pone cara de repartidor de periódicos en una de Scorsese y a Héctor Sin le sale una mueca de dolor a perpetuidad que se quedará congelada en la memoria de todos los espectadores.

      Irra

       ¿Qué hacía un niño como tú en un colegio como el San Ignacio?

      Yo era un oportunista, tronco. Yo en ese colegio pintaba tanto como Botticelli en Vallecas, ¿sabes lo que te digo, tron? Era un enreda. En octavo de EGB, con el panorama de mediocridad que había en el San Ignacio, mi único colega era Manolo. Entonces Manolo tenía muchas movidas. Y era de los maletes. Empezábamos a fumar petas y el pegamento estaría al caer. Y claro, tío, a mí me querían echar todos los años. Siempre tenía movidas.

       ¿Qué pasaba en tu casa?

      En mi casa pasó algo feo. Cuando yo tenía dos años, nació mi hermano. Y a los seis meses murió de muerte súbita. Entonces mi padre se largó de casa. Nos dejó. Nos quedamos mi madre, mi abuela y yo. Mi madre se refugió en el trabajo. Y le empezó a ir bien. Se quedó muy tocada, pero tuvo unos cojones que ya querrían para sí muchos hombres.

       Pa cojones los tuyos, que te metiste a músico sin saber lo que era un re. O un la…

      Ya ves. Pues sí. Lo que te decía. Yo era un enreda. En séptimo de EGB conocí a Daniel Baraldés. Hoy es uno de los mejores guitarristas de España, pero entonces era un chaval que empezaba. A mí la música me molaba mazo, pero no tenía puta idea de tocar. Así que me ofrecí para ayudar en lo que hiciera falta. Amenazas, contratación, envío obsesivo de maquetas a discográficas. Vaya. Básicamente mentí y especulé. Al año siguiente teníamos una banda armada. Dani era el líder. Cantaba y tocaba la guitarra. Y estaba Xavi Baró al bajo y Carles Iborra a la batería. Iborra era como Charlie Watts. Al poco se incorporó David Àlex Coma. Y yo me puse a tocar la armónica.

       Y al año siguiente descubriste a Aleix y le fichaste… Eres el único mánager de su atropellada biografía…

      ¿En serio? ¿Fui el único?

       No. Hubo dos tipos de Badalona, pero mucho más tarde…

      Yo recuerdo que siempre te lo proponía a ti y tú siempre le decías que no. ¡Qué hijo de puta! Cuando Aleix llegó a primero de CES estaba claro que apuntaba al estrellato. El fichaje vino a mí. Aleix era un entusiasta y estaba obsesionado con la guitarra. Estaba un poco flipado con la música negra afeminada. O con dos negros anoréxicos. Terence Trent D’Arby y Prince. Por no hablar de Freddie Mercury. Hostias. Pues sí. Muy masculino, femenino. El caso es que un día me dijo que sus abuelos tenían una casa en Cerdanyola y que quizá podríamos ensayar en el garaje. Y claro, eso fue definitivo. Le hicimos una prueba y empezamos a ensayar en Cerdanyola. Y fue entonces cuando decidimos llamarnos Impresentables.

      Escotes o visados

      La experiencia de Cerdanyola ha unido al grupo. Los Impresentables ensayan los sábados en el Vallés y estudian de lunes a viernes en Sarrià.

      Aleix se lleva especialmente bien con Dani e Israel.

      Es otra semana que agoniza bajo los crucifijos, otro viernes que se suicida lento en el triste reloj de pared, y suena el timbre y estallan las hormonas. Quedan cuarenta y ocho horas de libertad por delante e Israel, Héctor Sin y Dani Baraldés se reúnen religiosamente en el pasillo para consumar el ritual de los viernes a las dos y media.

      —Aleics, tron, vente, que la vas a flipar —le dice Israel.

      Las cuatro adolescencias se concentran en la entrada principal del colegio, en la calle Carrasco i Formiguera. Todo el que quiera entrar o salir de la catedral de ladrillo tiene que pasar por aquí. El objetivo principal son los alumnos de BUP y COU y los cerebros universitarios que han entrado en el Institut Químic de Sarrià (IQS) para cursar estudios superiores. Aleix está excitado. Sabe que van a liarla, pero ignora lo que van a hacer.

      —Mira, tron. Se trata de entrarle a las pijas y pedirles algo de suelto. Pa gasolina. O pa pillar el bus. Lo que te salga de la punta del nabo. La cuestión es sacarles unas perras pa bajarnos luego unas birrillas —le cuenta Israel.

      —Pero si ya sabes que no bebo… ¿Tanta tontería para esta mier-da? —dice Aleix, y pone esa cara de Gioconda, de misterio en los hoyuelos, una expresión indescifrable que


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