Sideral. Héctor Castells

Sideral - Héctor Castells


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de España, la promoción del Leber era de una densidad vaga: veintiún alumnos en el A y diecinueve en el B. Así que cuando Aleix Vergés y Eduardo Marín, un pelirrojo que no tenía nada que ver con el director y que salía en un anuncio de Donuts y tardó media hora en ganarse su apelativo (el Pecas), ocuparon sus respectivos asientos en su flamante clase, la excitación entre sus compañeros podía prenderse con el gas de un mechero.

      Aleix apenas se despeinó sobre la capota del Ritmo. Llevaba un polo fluorescente como su pelo y se convertiría en el irresistible catalizador del despertar hormonal de las niñas de su clase. Los niños, en cambio, sucumbieron a la cámara de aire de sus Nike John McEnroe. Se trataba de una edición limitada que jamás había cruzado el charco. La realidad era que el tío de Aleix era jugador de básquet profesional del Espanyol. Hubo un tiempo, en el siglo pasado, en que el Espanyol tenía un equipo de baloncesto. Y el tío de Aleix, Toni Tramullas, hermano de Chisca, fue durante años su base titular y, tras retirarse, se convirtió en el médico del equipo. Toni fue también el estilista deportivo de sus sobrinos.

      La mayoría de las trece niñas volvieron del verano con los pechos contoneados y las uves a punto de caramelo. Hache regresó casi igual, como el resto de niños, excepto dos de ellos, Octavi y Jansy, que eran un año mayor que los demás y ya tenían la voz deformada y pelos en los huevos. El primero se hizo célebre después de reventar una cristalera de cuatro metros con una goma de borrar Milan 400. Perseguía a otro alumno que se llamaba Eric. Eric le había mordisqueado el bocadillo. El segundo, Jansy, era especial como la educación del colegio y su popularidad era más bien relativa. Jansy fue una suerte de pionero de las escuchas cacofónicas. Al año de terminar la escuela, grabó noventa minutos de susurros espectrales en la azotea de su casa, llamó a Aleix y a Hache, les invitó a beber Fanta y comer ganchitos y le dio al play de su reproductor. Aleix y Hache nunca volvieron a verle.

      Después de las dos primeras horas de clase, había un recreo de media hora. Aleix salió al patio del colegio, alargó un brazo y se quedó agarrado al larguero de una portería. Algunos niños, especialmente Hache, llevaban toda la vida saltando con la ilusión de rozarlo con la punta de alguna uña. Y mientras Aleix estiraba su cuerpo y se enroscaba sobre el travesaño, el polo fluorescente se le dobló y descubrió la camiseta que llevaba debajo. El Pecas estaba a su lado y fue quien distinguió la boca de Sting.

      —¿Quién es este?

      —Sting. El de los Police —contesta Aleix como si le conociera. Y añade—: Es un defensor de los derechos humanos, lo único que importa en este mundo.

      El Pecas dijo que estaba de acuerdo. Que los derechos humanos eran lo más importante del universo. Y el resto de niños lo suscribieron. Sabían lo que eran los humanos. Aunque quizá no tendrían muy claro por qué los derechos los antecedían. Pero lo simularon. Sus dos nuevos compañeros parecían criaturas llegadas del futuro. La fascinación se despertó casi al instante. Aleix era uno de los dos únicos niños del colegio que podía machacar las canastas. Jugaba al baloncesto y seducía a las niñas.

      Aleix fue un niño acostumbrado desde muy temprano a ser el centro de atención. Era más alto y más rubio que su país, que la España bajita y morena que le parió. El físico le marcó, seguro. Aunque era su miedo, una nube panorámica e insaciable que viajaba encumbrada a su cabeza, lo que explicaba su tempranas contradicciones, sus arranques violentos y su maquiavélica habilidad para seducir. Tenía mano izquierda para lidiar con el liderazgo. Sin embargo, con el tiempo, se cansaría.

      Los años fraguarán muchos diagnósticos y la sospecha del Tras-torno Límite, que entonces era una enfermedad recién descubierta. Hoy es una epidemia de dimensiones proporcionales a las que tuvo la dislexia en los ochenta o la anorexia en los noventa. La necesidad de seducir, de convocar a gente a tu alrededor que te recuerde lo mucho que molas, es, también, la necesidad de despreciar a todos los que se han creído tu mentira. Un pulgar que dice «Like». Una tormenta infinita de pulgares cayendo como fractales sobre el vacío de tu falacia. La posibilidad de un caos arranca con la imposibilidad del amor, con la certidumbre de la mentira.

       The color of the sky, that day

      Faltan solo dos días para Sant Jordi y la ciudad se llenará de rosas y de libros y de estelades, y Paulino, el profesor de Inglés del Leber, comparece con el mismo jersey de lana agujereado y la pelambrera imposible, una mata precaria y chamuscada de pelo que alguien parece haberle arrojado en plena coronilla. Quizá sea reimplantado. Aleix especula con que, en otra vida, la pelambrera en cuestión protegiera el perímetro de un coño. Su imaginación es perversa y el pelo de Paulino ha sido motivo de escarnio y carcajadas durante todo el curso. Pero si hay algo que ha desencadenado el caos y la excitación, la sorpresa y el delirio, ha sido su acento. Paulino tiene el embudo del Sur encajado en la lengua, una imposibilidad genética de renunciar a las jotas hundidas y a las efes que raspan. Es hijo de un pastor y una ama de casa, y su habla está empapada por una infancia de pueblo y de cabras, de meados de burra y de veranos sin vocales ni nubes. El eco de los valles y de las cunetas, de las carreteras de piedra y de la leche ordeñada, relumbra especialmente cuando dice «quince» en inglés. Paulino dice «fijtín».

      La primera vez que la clase de 8ºA contó hasta el número diabólico, Aleix fue expulsado. Le salió una risotada demasiado honesta. Y hoy es abril y las niñas se preguntan si les lloverán rosas, y Aleix deja caer bolígrafos al suelo y escruta las medias verdes de Astrid, una niña con la cara sembrada de pecas y los ojos azules como el deshielo. «Astrid significa flor de primavera en sueco», dice ella. Y entonces el colegio entero traga saliva. Astrid significa «amor platónico» para la mitad de los alumnos del Leber. Astrid, el pétalo prohibido, imposible, de un verano escandinavo, será el destino inequívoco del polen de Aleix.

      Es un día como un anuncio de café y pasta de dientes y Paulino intenta calmar el revuelo. Y entonces se atusa el roedor muerto de la coronilla, se yergue sobre la tarima y llama a la calma con esa cara de Bogart de Almendralejo tan única y tan impagable. Es casi un día de fiesta y Paulino mira fijamente a Aleix y manda callar a la clase.

      —¡A ver coño, que ya eztá bieng!

      Y de nuevo encara a Aleix. Y exclama:

      —¡Aleics!

      Y lo repite.

      —¡Aleics, coño! —dice con el látigo de las ces y las eses, el cascabel del pueblo como el siseo de una serpiente.

      —Aleics. Tel miJau ar yu?

      Y entonces a Aleix le sale la respuesta de su vida.

      —The sky is blue.

      —¡A la puta calle! —exclama Paulino con una patata azul en la carótida.

      Pánico y albornoces

      La frase «How are you, the sky is blue» se ha vuelto viral. Aleix se ha ganado un cielo azul, un paraíso de miradas, susurros y anónimos manuscritos en hojas de papel en los que admiradoras desconocidas le declaran amor eterno. No solo es el más alto y el más rubio, también es el héroe de todos los murmullos: ha desafiado al profesor de Inglés con una poesía, y el inquietante Pepe Marín le ha convocado a su despacho. Las niñas se muerden los labios, se suben las faldas y se concentran en los lavabos. La inscripción «I love Aleix» empieza a propagarse por armarios, pupitres y hasta en la corteza antigua de las palmeras.

      Aleix ha encontrado en Hache y Eric Coll a sus mejores aliados de clase. La coreografía del apareamiento sucede deprisa. Hache y Eric ven en Aleix una amenaza y una posibilidad. No son los primeros ni serán los últimos. Aleix cuestiona todas las jerarquías y todos los órdenes. Lo hará toda su vida. Su actitud es desafiante y arrolladora. Eric y Hache le someten a un tercer grado para sopesarle.

      —Vaya nombre, ¿no? Aleix. ¿Como Alejo? —pregunta Eric.

      —No. No es como Alejo. Es Aleix. Odio ese nombre, no me lo vuelvas a decir en tu puta vida.

      —Alejo —dice Eric. Y


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