Sideral. Héctor Castells
muchos. Si quieres te lo cuento al final de clase. Nos quedan cuarenta minutos. Si me escuchas durante los próximos treinta y cinco, te cuento lo del guitarrista durante los últimos cinco.
No se sabe en qué momento se lo dijo ni cuáles fueron las palabras exactas. Pero, más o menos, tal fue la semántica de la conversación más trágica de la carrera de Nando Cruz como profesor particular. Sería al principio de su relación, cuando la esperanza no estaba perdida y la democracia era una niña sin pechos, y la parte alta de Barcelona vivía de espaldas al 17% de paro que azotaba al país. Nando sacaba a flote su economía sumergida en las azoteas de ginecólogos, economistas y abogados de la burguesía. En Madrid la movida sintonizaba la frecuencia del sótano de Felipe González. El humo del socialismo olía a chocolate, salía de la bodeguilla de la Moncloa y desplegaba la nube de su libertad en una ciudad de estilismos geométricos, cabelleras oxigenadas y películas en Super 8 en las que convivían guardias civiles, transexuales sorianos y terroristas sirios muy parecidos a Antonio Banderas.
Nando Cruz llevaba unas gafas cuadradas y había descubierto la voz clandestina de Manu Chao, la poesía insurgente de Manolo García y las ramas del roble más longevo y revolucionario de la historia del rock irlandés. Una banda cuyo nombre apelaba a la poesía del «tú también»; a la suma del tú y del yo como matemática de un todo melódico, de un fuego imperecedero. You too. O «me also». U2.
Nando Cruz no sabía en la que se estaba metiendo cuando le abrió las puertas de Tannhäuser al androide más largo de la Bonanova.
Así que fuiste tú el culpable…
No sé. Parece que sí. No era mi intención. Fue algo que terminó girándose en mi contra. De repente Aleix solo quería hablar de música. Yo creo que en su cabeza me recibía pensando: «Hostia, qué guay, tengo una hora de clase de música. Viene un tío a explicarme cosas de música». Y claro, era una putada porque yo luego tenía que pasar a ver a su madre y cobrar. Hubo un momento en que las clases eran una lucha por imponer el mayor porcentaje de matemáticas, en mi caso, y de música, en el suyo. Yo recuerdo negociar con él y proponerle hacer cincuenta minutos de mates y destinar los últimos diez a la música. Y obviamente a los veinte minutos ya se iba por la tangente.
¿Te engañaba?
Bueno, no mucho. Era muy descarado. Nada sutil. Y así, siempre. Era agotador. Hubo una segunda fase de nuestra relación en que yo propuse grabarle cintas de casete a cambio de que él estudiara. Y el muy puta, porque era muy puta, al salir de su habitación, cuando yo me encontraba con su madre para que me pagara, me decía: «Y acuérdate de traerme la cinta el próximo día». Era como decirme: «Te parecerá que hemos hecho lo que tú querías, pero, al final, hemos terminado haciendo lo que quería yo. O sea, aquí mando yo». Me dejaba en evidencia delante de su madre, el muy cabrón.
Y tú le pasabas cintas…
Pues sí. Con el tiempo, le pasé cintas con lo que escuchaba en la época. Igual en un casete estaban Decibelos, Ramoncín y Sopa de Cabra. De eso sí que me acuerdo. No le importaba la procedencia: con la música era voraz. Lo que fuera. Cualquier cosa que fuera música le interesaba. Lo absorbía todo.
Sembraste la semilla del eclecticismo…
Eso es. Y me hace mucha gracia, porque luego, con el tiempo, esa sería una de sus credenciales: el eclecticismo. Realmente lo llevaba de fábrica. Le podías pasar Loquillo o Saint Etienne y lo absorbía igualmente. Es algo que mantuvo hasta el final.
Luego, con los años, su fama como DJ creció y se propagó gracias a eso, a pinchar Nirvana en mitad de una sesión de techno. Era su sello. Y sería su cruz.
Totalmente. Era así. Y si lo cuentas, te dirán: «Es que se las daba de ecléctico, pero en realidad era una pose». Pero no lo era. Para nada. Aleix lo llevaba de serie. Recuerdo, de hecho, que llegó un punto en que me superó. Me lo encontré años más tarde, cuando empezaba a pinchar, y me contó que estaba trabajando como DJ y que hacía sesiones de música de baile y que, de repente, ponía a los Pixies. Y a mí me desconcertaba. En plan: ¿pinchas a los Pixies a las tres de la mañana?
Ya era así en el colegio. Protegía a sus hermanos con su vida y luego colgaba todas las pelotas que caían en su manos. Imprevisible. En el Frederic Mistral le precedía una fama de liante, de rebotado. Aunque con Aleix sucedía algo curioso. No sabías muy bien de dónde venía esa fama. Qué había hecho para merecérsela. Luego descubrías que sí, que si le decías «puedes pisar hasta aquí», él, vocacionalmente, iba a cuestionar tu límite.
El límite. Siempre el límite. Para un niño de doce años con aversión a los números y debilidad por las melodías, Nando Cruz fue un ángel caído del cielo, la mano más diestra y adecuada para descorrerle las cortinas de un mundo al que pertenecía de manera seminal, prenatal y definitiva. Le abrió los porticones del infinito y le vio volar hasta quemarse las alas.
Nando no solo comprenderá la complejidad de su insatisfacción, sino que será el primero que reconozca y que nutra un talento que pedía a gritos ser educado, escuchado y valorado. La historia de Aleix tiene un antes y un después de Nando Cruz. A partir de ahora, la música ha sido legitimada. Y el futuro de lo académico será, desde hoy, una auténtica chorrada sideral.
La letra sorda
Hache está delante del espejo del baño. Es el niño más bajo de su clase y apenas sale en el reflejo. Se ve la cabeza y el cuello a través de una mancha de pasta de dientes. Tiene doce años, pero aparenta nueve. Le falta altura, le sobra sentido del humor y está atormentado por la proximidad de la adolescencia. Es la palabra más larga y descorazonadora del diccionario. Adolescencia. En realidad, no lo es. Descorazonadora lo es más. Pero a Hache no le importa. El tiempo y el contexto le han catalanizado. Es un barcelonés charnego: su padre es madrileño y su madre es una Expósito que fue rescatada de un orfanato ibicenco por una familia de Sabadell. Viven en un entresuelo pequeño y, desde que nació Hache, veranean en el mismo cámping, en Salou. Son una familia modesta que ha hecho un gran esfuerzo para que su hijo reciba la educación que «nosotros nunca tuvimos». Así que Hache se ha pasado la infancia compartiendo pupitre con catalanes políglotas; niños y niñas de apellidos compuestos que viven en sobreáticos, veranean en el extranjero y conocen el sentido de la palabra «depresión» desde que cumplieron los seis años.
Hache alza su brazo desnudo y se aproxima al espejo. Se examina el sobaco izquierdo y piensa: «No, no, no, no, no, no, no». Hace exactamente lo mismo con el derecho. Se escruta las axilas en busca de pelos. Está decidido a arrancar todos los que encuentre. A no dejar rastro. Quiere cancelar el despertar hormonal, correr las cortinas y negar el crecimiento.
«Crecerá su puta madre», se dice.
De pronto una sombra cruza la mancha de pasta de dientes y distingue el vendaje blanco y aparatoso que lleva su padre en el brazo derecho.
Y entonces siente un pinchazo muy cerca del corazón.
Hoy es 15 de septiembre de 1987: hoy arranca el último año de su infancia en el único colegio de su vida: las escuelas Leber. Hoy empieza octavo de EGB y todavía no tiene ni puta idea de dónde estudiará el bachillerato. Hache no quiere enfrentarse al futuro, su padre no ha ido a currar y la luz de septiembre es demasiado rotunda para sus ojeras de invierno. Rafael se mueve más despacio y está más calvo y le dice a su hijo que se dé prisa, que hoy le lleva al colegio. Rafael se ha pasado el verano bajo una sombrilla, en el cámping. Ha bebido en pajita, ha embozado los desagües con bolas de pelo y ha dejado tabletas vacías de pastillas gigantes, esparcidas por todas partes.
Hache le mira y se siente estafado, y su padre le sonríe y le da un Bollycao. El verano se muere y los desayunos con él, y Rafael le pide a su hijo que por favor le deje acompañarle, que le apetece un montón. Hache mira al suelo y ve otra mata de pelo.
Bajan a la calle. El Seat Ritmo está aparcado junto al descampado, y Hache ve agujas, condones y gatos albinos, o gatos con