Sideral. Héctor Castells
me llamo Eric. Y mi hermano se llama Marc.
Eric dirige una mirada a la carpeta de Aleix, que está forrada con una foto de Mark Knopfler, el líder y guitarra de los Dire Straits.
—¡Como Eric Clapton y Mark Knopfler! Tú y yo nos entenderemos —dice Aleix, que vuelve a ser un niño.
—Ya lo sabía —dice Eric.
Aleix será también el primero en probar los labios de su nuevo colegio. A mitad de curso empieza a salir con Jessica, que es una rubia de febrero. La primavera del 87 hará florecer casi todas las adolescencias del 74, aunque los nacidos a primeros de año llevan ventaja. Jessica se anticipa a todas sus compañeras de clase, especialmente a Julieta y a Astrid, nacidas después de julio, que se convertirán en sus sucesivas novias, ante la mirada estupefacta de la virginidad.
Jessica se aprovecha del divorcio de sus padres. Muchos viernes se queda sola en casa con su hermano mayor. Una coyuntura inmejorable para invitar a Aleix a su azotea de la calle Consejo de Ciento, donde le recibe con el pelo mojado y el albornoz abierto.
Aleix vuelve a casa de sus padres un sábado por la mañana y pilla el teléfono y se lo cuenta a Eric y a Hache, y ambos tienen la primera erección a larga distancia de su vida. Es un narrador poderoso. Desde muy jovencito.
«Cuando Aleix te contaba algo que le había sucedido o te ponía una canción que había descubierto, el mundo se detenía. Te implicaba de tal manera que parecía que todo lo que te había pasado hasta entonces fuera insustancial. Y entonces terminaba la historia o la canción y parpadeabas, y el mundo era ya un lugar distinto», recuerda Astrid Rousse, que será su primera novia. Claro que también era un maestro insuperable en hacer exactamente lo contrario, es decir, en hundirte en la miseria y despedirte del universo.
Luis se enterará de que alguien se le ha anticipado como Primer Morreador y se inventará una novia muy guarra y muy improbable en su pueblo de veraneo.
Aleix es el único alumno que tiene teléfono inalámbrico. Las pacientes de su padre le hacen regalos todo el tiempo. No se sabe si son millonarias o están muy agradecidas. El caso es que su casa es una feria de gadgets tecnológicos y que cada vez que alguien se pregunta por su procedencia, recibe la misma respuesta: «Es un regalo de una paciente». Aleix invita a menudo a sus nuevos amigos a casa. Y si no pueden ir a verle, les llama por teléfono. Portátil.
—¿En serio? —pregunta Eric—. ¿Tienes un teléfono portátil?
Aleix sube las escaleras, pone la cinta de Terence Trent D’Arby en el estéreo de doble pletina que tiene en su cuarto, sube el volumen y suena «If You Let Me Stay».
Eric se pega al auricular como una virgen suicida y sonríe como lo haría Einstein al descubrir la teoría de la relatividad.
Aleix se siente bien. Está integrado y todavía no se ha peleado con nadie. Nando le ha descubierto la música, y ahora duerme mejor y piensa menos en la muerte. No ha colgado ninguna pelota ni ha amenazado a ninguna niña con ponerle un escorpión en la sopa. Hache y Eric le respetan y las profesoras no le señalan. Nunca había tenido ningún profesor que llevara jerséis agujereados ni compañeros de clase que ignoraran el significado de la palabra «windsurf».
Hache le hace preguntas curiosas. Es un niño bajito que no habla demasiado. Tiene un sentido del humor surreal y una sonrisa que expresa tristeza y complicidad. Aleix siente la necesidad de protegerle desde que el padre de Hache le embistiera. El coche era tan viejo y Rafael estaba tan pálido…
Todo parece marchar sobre ruedas hasta que su frase fortuita, How are you, the sky is blue, empieza a circular por los pasillos y por los lavabos. Después del incidente con Paulino, ahora le espera Pepe Marín.
Pepe es un hombre misterioso. La leyenda cuenta que viene del colegio La Salle Bonanova. Aunque cuesta deducir si fue su director o su conserje. Sonríe como un político y las profesoras se ponen sombrías cuando se cruzan con él. Hay algo sospechoso en sus ademanes, en la forma en que se frota las manos y se anuda el jersey al cuello.
Aleix es un niño sensible e intuitivo y seguro que lo nota. Quizá no sepa disimularlo. Quizá la satisfacción que despide su rostro, la confianza de estar por primera vez en su vida en el lugar adecuado, despierte, a su vez, las sospechas de Pepe. Los hombres oscuros siempre recelaron de la alegría, y Aleix abre la puerta del despacho con una sonrisa tímida, pero con una sonrisa, al fin y al cabo. Pepe se la devuelve a medias, con otro ademán que delata la precariedad de su simulación.
—Hombre, Aleix. Llevaba un rato esperándote. Tenía ganas de verte —le dice Pepe. Y le ofrece asiento.
Aleix se lo agradece y se sienta. Casi un metro noventa de indolencia y de veranos en Mallorca. De pulseras fluorescentes en las manos y Nikes en los tobillos. El despacho es una habitación pequeña con estanterías llenas de libros. Les separa un escritorio de madera sobre el que se apilan dosieres y papeles. Pepe tiene una lámpara reclinable en su escritorio. Una de esas lámparas de aluminio que se agarran al canto de la mesa con pinzas y que se doblan como vertebrados. Pepe está sentado en una butaca opulenta. Ha corrido las contraventanas que tiene a su espalda y la habitación es un lugar inesperadamente oscuro a las cuatro de la tarde.
Pepe se frota las manos, cancela al político y sonríe con la boca escorada hacia la fatalidad. Como Mou. O como Francisco.
Y entonces lo hace. Agarra la lámpara, el único foco de luz que ilumina la estancia, la dobla en dirección a su rostro y deja que la bombilla le ilumine la cara.
Aleix contempla la estampa y siente un escalofrío. La luz cuartea el rostro del director, subraya la profundidad de su mirada, los agujeros de sus ojos y el brillo macabro de sus pómulos. Pepe le mira desafiante y, entonces, abre el círculo negro de su boca y le afluye el veneno a borbotones:
—Aleix Vergés. ¿Quién coño te crees que eres?
Aleix traga saliva y aprieta los labios. Siente un vértigo polar, la inmediatez de la caída.
—¿Te crees que la vida es una torre en la Bonanova y vacaciones en Mallorca? ¿Acaso te has pensado que puedes ir por el mundo haciendo lo que te da la gana? ¿Que el futuro será como este estúpido colegio?
Aleix sabe que no hay nada que decir. Tampoco podría hablar si lo intentara.
—Eres un puto niño malcriado. El año que viene irás a los Jesuitas y entonces descubrirás que eres un inútil, un pobre niño rico que no respeta a nada ni a nadie. La vida no está hecha para enfermos de la cabeza, ¿me entiendes? ¿Me entiendes, Aleix?
Aleix no puede hablar y Pepe lo sabe. Así que continúa.
—Eres un tarado. Lo sabes, ¿verdad? Nunca llegarás a nada. Los Jesuitas te descubrirán que hay que respetar un orden y una disciplina, y tú te darás cuenta de que no tienes ni una cosa ni la otra. Y entonces sabrás que vas a fracasar. ¿Me sigues, niño rico? ¿Me sigues, desgraciado? ¿A que ya no te hace tanta gracia estar en mi despacho?
Aleix tiene la cara cubierta de lágrimas. Le tiemblan las rodillas y aprieta los puños y no tiene fuerza. Se levantaría y se largaría. Y lo intenta, y no puede. Se propone sellarse los oídos, ignorar la voz del hijo de puta que tiene delante. Y lo consigue. Quizá no porque se lo haya propuesto, sino porque Pepe Marín ha dado en el clavo. Ha dicho la palabra prohibida y ha metido el dedo, el brazo y su lengua gangrenada hasta el fondo de la llaga. Chalado. Enfermo. Loco. Es la herida más profunda. El complejo más sordo e inconfesable, un miedo que en apenas cinco años se le manifestará en forma de un primer ataque de pánico.
Quizá la historia del pánico arranque hoy con la imagen de Pepe con la lámpara encajada por debajo de la papada. Una imagen que le acompañará hasta el final. Quizá Aleix vislumbre en la crueldad de su interlocutor el primer hueco de un agujero que ya nunca dejará de crecer. Hoy es un 19 de mayo de 1988 y Aleix se muere por primera vez.
Aquel año, Aleix cambió de nuevo de escuela. El Leber quedaba atrás, casi como un jardín de infancia permisivo,