Drácula. Bram Stoker
puede decidir si dirigirse hacia el norte al mar abierto, o quedarse aquí. ¡Mire! Están conduciéndolo de una manera sumamente extraña. Pareciera que no hay ninguna mano sobre el timón, y cambia de rumbo con cualquier ráfaga de viento. Seguramente mañana a esta hora sabremos más al respecto.
Capítulo 7
Recorte del "Dailygraph", 8 de agosto
(Pegado en el diario de Mina Murray)
Corresponsal en Whitby.
Acaba de tener lugar una de las tormentas más fuertes y repentinas de la historia, dejando una serie de resultados tanto extraños como únicos. El clima había estado un tanto bochornoso, pero nada fuera de lo normal para el mes de agosto. El sábado por la tarde hizo un tiempo maravilloso, como hace mucho no se veía y la gran mayoría de veraneantes visitaron ayer los Bosques de Mulgrave, la Bahía de Robin Hood, el Molino de Rig, Runswick, Staithes y demás sitios turísticos ubicados en los alrededores de Whitby. Los barcos de vapor Emma y Scarborough realizaron numerosos recorridos a lo largo de la costa, y hubo una cantidad inusual de “viajes” de ida y regreso de Whitby. El clima estuvo excepcionalmente hermoso hasta que llegó la tarde, cuando algunos de los chismosos que suelen frecuentar el cementerio de East Cliff, para observar desde aquella imponente eminencia el gran movimiento del mar hacia el norte y el este, notaron la súbita aparición de “colas de caballo” en lo alto del cielo hacia el noroeste. El viento soplaba desde el suroeste con una intensidad muy leve, que en lenguaje barométrico se califica como “No.2, brisa ligera”.
El guardacostas de turno informó inmediatamente sobre esto y un anciano pescador, que por más de medio siglo ha vigilado desde East Cliff las señales de cualquier cambio en el tiempo, predijo en un tono enfático la llegada de una tormenta repentina. Sin embargo, el atardecer fue tan hermoso, tan espléndido con sus masas de nubes maravillosamente coloreadas, que un enorme grupo de personas se reunió en el camino a lo largo del despeñadero en el viejo cementerio para disfrutar el paisaje. Antes de que el sol se ocultara detrás de la negra masa de Kettleness, que sobresale audazmente contra el cielo del oeste, su descenso fue marcado por una miríada de nubes de todos los tonos del atardecer: rojo encendido, morado, rosa, verde, violeta, y todos los matices dorados, con algunas masas no muy grandes de una negrura absoluta, esparcidas por aquí y por allá, con formas de todo tipos. Tan bien delineadas como siluetas colosales. Este singular paisaje no fue desaprovechado por los pintores, y sin duda alguna algunos bocetos del “Preludio de la Gran Tormenta” adornarán las paredes de la R.A y la R.I el próximo mes de mayo.
Más de un capitán decidió en ese mismo momento y lugar que su “guijarro” o su “mula”, como suelen llamar a las diferentes clases de botes, no se moverían del muelle hasta que la tormenta hubiera pasado. Por la tarde, el viento se tranquilizó por completo y a la medianoche todo estaba en una calma absoluta. Pero se sentía ese calor bochornoso y esa intensidad reinante que, al acercarse una tormenta, afecta a las personas de naturaleza sensible.
Sólo había unas cuantas luces en el mar, pues hasta los barcos de vapor costeros, que normalmente navegan muy cerca de la orilla, se mantuvieron mar adentro y sólo podían verse algunos barcos pesqueros. La única vela visible era una goleta extranjera que tenía todas las velas desplegadas, y que parecía avanzar en dirección hacia el oeste. La temeridad o ignorancia de sus oficiales fue un gran tema de conversación durante el tiempo que el barco permaneció a la vista. Se realizaron toda clase de esfuerzos por enviarle señales desde el puerto para que plegara las velas debido al peligro inminente. Antes de que el sol se pusiera, se le podía ver todavía con las velas ondeando ociosamente mientras navegaba tranquilamente sobre el ondulante oleaje del mar.
“Tan ociosamente como un barco pintado sobre un océano pintado.”
Poco antes de las diez la quietud en el aire se volvió muy opresiva. El silencio era tal que se podía escuchar claramente el balido de una oveja tierra adentro, o los ladridos de los perros en el pueblo, la banda en el muelle, que con su alegre música francesa, era como un acorde disonante en la gran armonía del silencio de la naturaleza. Un poco después de la medianoche se escuchó un extraño ruido proveniente del mar y muy en lo alto en el aire retumbaron unos truenos débiles y huecos.
Entonces, sin ninguna advertencia, estalló la tempestad. Con una rapidez que, en ese momento, pareció increíble, y que aun después es difícil de comprender. Todo el aspecto de la naturaleza se convulsionó de repente. Las olas se elevaban con una furia creciente, cada una sobrepasando a la anterior, hasta que al cabo de algunos minutos el mar, tan cristalino y tranquilo hacía unos instantes, parecía un monstruo rugiente y furioso. Las olas de crestas blancas golpeaban violentamente la arena de las playas y se estrellaban contra los enormes despeñaderos. Otras olas rompían sobre los muelles, y su espuma se llevaba consigo las linternas de los faros que se erigían en cada uno de los extremos de los muelles del Puerto de Whitby.
El viento rugía como un trueno, y soplaba con tanta fuerza que incluso los hombres más corpulentos tenían dificultad para mantenerse en pie, o sujetarse con firmeza a los candeleros de hierro. Fue necesario despejar el muelle de todos los curiosos, de lo contrario las desgracias de la noche habrían aumentado considerablemente. Para empeorar las dificultades y los peligros de la tormenta, grandes masas de niebla marina empezaron a desplazarse tierra adentro. Había nubes blancas y húmedas, que avanzaban rápidamente en una forma fantasmal, tan húmedas y frías que no se necesitaba tener mucha imaginación para pensar que se trataba de los espíritus de aquellos perdidos en el mar y que tocaban a sus hermanos vivos con las viscosas manos de la muerte, más de uno se estremeció al pasar y sentirse envuelto en los espirales de aquella niebla marina.
La niebla parecía despejarse por algunos instantes, y podía verse el mar hasta cierta distancia bajo el resplandor de los truenos, que caían fuerte y rápidamente, seguidos de tales estrépitos que el cielo entero parecía temblar bajo el golpe de la tormenta.
Algunas de las escenas iluminadas por los relámpagos fueron de una grandeza inconmensurable y de un interés subyugador. El mar, que se levantaba tan alto como las montañas, lanzaba hacia el cielo con cada ola enormes masas de espuma blanca, que la tempestad parecía arrebatar y soltar con toda su fuerza por todo el espacio. Podían verse desperdigados algunos botes pesqueros, con las velas rasgadas, navegando desesperadamente en busca de refugio. De vez en cuando se divisaban las blancas alas de alguna ave marina golpeada por la tormenta. En la cima de East Cliff, el nuevo faro estaba listo para empezar a trabajar, pero aún no había sido probado. Los empleados a cargo del faro lo pusieron en funcionamiento, y durante las pausas de la creciente masa de niebla, barrían con él la superficie del mar. Su servicio fue de lo más eficiente en una o dos ocasiones, por ejemplo, cuando un barco pesquero, con la borda bajo el agua, navegó a toda prisa hasta el puerto, logrando, gracias a la guía de la luz protectora, evitar el peligro de estrellarse contra los muelles. Cada vez que un bote llegaba sano y salvo hasta el puerto, se escuchaba un grito de alegría proveniente de las personas que se encontraban en la orillas. Que por momentos parecían unirse al vendaval para luego ser barridos por su fuerza.
Al poco tiempo, el faro descubrió a lo lejos una goleta con todas las velas desplegadas, que aparentemente era la misma que había sido vista esa misma tarde. Para ese entonces, el viento ya había retrocedido hacia el este, y un escalofrío recorrió a todos los espectadores sobre el despeñadero al percatarse del terrible peligro en que se encontraba ahora el navío.
Entre la goleta y el puerto estaba el gigantesco arrecife contra el cual ya habían chocado tantos otros buenos barcos anteriormente, y con el viento soplando hacia esa dirección, era prácticamente imposible que lograra llegar hasta la entrada del puerto.
Era ya casi la hora de la marea alta, pero las olas eran tan grandes que en sus depresiones casi podía verse la arena de la playa. Mientras tanto la goleta, con todas sus velas desplegadas, avanzaba con tanta prisa que, en palabras de un viejo marinero, “tendría llegar a alguna parte, aunque fuera al infierno.” Entonces, llegó otra ráfaga de niebla marina, más grande que todas las anteriores, una masa de niebla húmeda, que pareció cernirse sobre todas las cosas como un paño mortuorio grisáceo, dejándonos disponible únicamente el sentido del oído, pues el rugido de la