El colapso ecológico ya llegó. Maristella Svampa
negando las bases científicas del calentamiento global y oponiéndose a cualquier tipo de regulación que limitase las emisiones de gases de efecto invernadero. Entre otras, Global Climate Coalition, muy activa entre 1981 y 2002, contó con el apoyo de la petrolera ExxonMobil. Este es un caso paradigmático, dado que en los años setenta y ochenta Exxon contrató a los científicos más calificados para investigar el problema del calentamiento global y “lanzó su propio y ambicioso programa de investigación que estudiaba empíricamente el dióxido de carbono y construía rigurosos modelos climáticos”.[16] Sin embargo, décadas después, la petrolera asumió una posición negacionista e incluso ayudó a evitar que los Estados Unidos ratificaran el Protocolo de Kioto.
Los daños producidos por el negacionismo climático son incalculables y, en términos políticos, de larga duración. Pese al consenso científico imperante, los negacionistas aún cuentan con instituciones para difundir sus mensajes. El ejemplo más conocido es el Instituto Heartland, un think tank neoliberal con sede en Washington y fundado en 1984, que desde 2008 organiza una reunión internacional de escépticos y negacionistas del cambio climático conocida como International Conference on Climate Change (ICCC, que busca emular con sus iniciales al IPCC), por donde han desfilado renombrados políticos de derecha abiertamente negacionistas. El Instituto Heartland ha gastado varios millones de dólares en apoyar todo tipo de esfuerzos para debilitar la ciencia del clima. Entre sus donantes anónimos se encuentran corporaciones energéticas, como ExxonMobil, y fundaciones de extrema derecha, ligadas a Koch Industries.[17]
No es casual que los sectores ultraconservadores defensores del libre mercado vean en el ecologismo un renacimiento del socialismo por otros medios. Las demandas de los ecologistas, que exigen al Estado la instrumentación de políticas públicas destinadas a regular las emisiones de GEI, son entendidas como una nueva trampa asociada al comunismo. En 2008, el expresidente checo Václac Klaus, autor de Planeta azul (no verde), alertaba acerca del “engaño masivo del cambio climático” basado en la (falsa) teoría del calentamiento global, y decía que era “una conspiración comunista”.[18] En América Latina fue Alan García, dos veces presidente de Perú, quien expresó esta idea en 2009 durante un sangriento conflicto con los pueblos amazónicos –conocido como la masacre de Bagua– que se oponían a la expansión de la frontera extractiva. Dejó su testimonio en un recordado artículo publicado en el diario El Comercio:
Y es que allí el viejo comunista anticapitalista del siglo XIX se disfrazó de proteccionista en el siglo XX y cambia otra vez de camiseta en el siglo XXI para ser medioambientalista.[19]
El discurso negacionista del cambio climático tiene otras versiones. En 1998, el profesor danés Bjørn Lomborg publicó El ecologista escéptico, donde proponía rebatir la idea generalizada de que los ecosistemas estaban en peligro con el cornucopiano argumento de la abundancia.[20] Lomborg –cuyo libro es considerado “un ejemplo de manual de mal uso de las estadísticas” (Oreskes y Conway, 2018: 435)– sostenía que los graves pronósticos de científicos y ecologistas buscaban generar temor en la población para que se destinara dinero a salvar el ambiente, mientras otros problemas mucho más acuciantes –como el hambre y la pobreza– quedaban desfinanciados en consecuencia. Apelaba a la remanida y demasiado obvia estrategia de oponer lo social a lo ambiental (tema sobre el cual volveremos) cuando en realidad ambas problemáticas no deben separarse, ya que –como nos lo recuerda la noción de justicia ambiental– el cambio climático y la expansión de actividades contaminantes afectan muy especialmente a los países del Sur y, en ellos, a las poblaciones más vulnerables.
Los ataques negacionistas cuentan con gran respaldo económico y fuerte presencia en los medios de comunicación estadounidenses. Así, las embestidas contra el mundo científico fueron tan intensas que durante un tiempo tuvieron un “efecto paralizante”; algunos sectores se mostraron reacios a plantear propuestas fuertes sobre las pruebas científicas para evitar la ofensiva de sus adversarios; en otros casos, los ataques se desdeñaron por “no científicos” (Oreskes y Conway, 2018: 447). Naomi Klein menciona que en 2007 las tres principales cadenas televisivas de los Estados Unidos difundieron ciento cuarenta y siete noticias sobre el cambio climático; en 2011, en cambio, esas mismas cadenas apenas divulgaron catorce sobre el tema. Un sondeo realizado en 2007 indicó que el 71% de los estadounidenses creía que el consumo continuo de combustibles fósiles transformaría el clima; en 2009 ese porcentaje había caído al 51%, y en junio de 2011 al 44% (Klein, 2015: 52-53).
La justicia climática como eje transversal
Aunque el concepto de justicia climática hizo su aparición oficial en la COP de Bali en 2007, solo dos años más tarde, en 2009, y tras el fracaso de la COP de Copenhague, emergió un movimiento ecológico global de carácter radical, con eje en la crítica al capitalismo y la transición energética. “Cambiar el sistema, no el clima” pasó a ser la consigna.
El movimiento por la justicia climática nació al calor de esas discusiones globales, sobre todo de la mano de las ONG más pequeñas que buscaban reapropiarse del concepto para recuperar su dimensión más confrontativa e integral, de cara a la urgencia de articular políticas públicas que conllevaran resultados positivos a nivel global en términos de reducción de los GEI y plantearan una transición del sistema capitalista a modelos políticos y económicos solidarios, justos e igualitarios basados en una relación armoniosa con el medio ambiente (Kucharz, 2010). Con el correr de los años, este movimiento se articuló como una red diversa y plural de movimientos y organizaciones en el Norte y en el Sur global.
El concepto de justicia climática –utilizado por primera vez en 1999 por el grupo Corporate Watch, activos miembros del movimiento de justicia ambiental, con sede en San Francisco (EUA)– proponía abordar las causas del calentamiento global, pedir cuentas a las corporaciones responsables de las emisiones (las compañías petroleras) y plantear la necesidad de una transición energética. Presentado en sociedad en diversas reuniones, una de ellas celebrada en la sede de Chevron Oil en San Francisco, sus principios fueron establecidos en Bali por la International Climate Justice Network en 2002. En cuanto concepto, la justicia climática apunta a retomar una perspectiva integral y reponer la dimensión social presente en la ecología de los pobres. Desde esta perspectiva, la justicia climática “exige que las políticas públicas estén basadas en el respeto mutuo y en la justicia para todos los pueblos”, además de “una valorización de las diversas perspectivas culturales”. Plantea una política de reconocimiento y exige la participación de los sectores afectados. Es un concepto vinculado con el de deuda climática, que a su vez se conecta con la visión planteada durante la Conferencia de los Pueblos sobre el Cambio Climático y los Derechos de la Madre Tierra, celebrada en Tiquipaya,[21] que pone el acento en las diferentes responsabilidades de actores y países más y/o menos contaminantes.
Para la especialista en derecho internacional Susana Borrás, los movimientos de justicia climática centran sus reivindicaciones en tres dimensiones. En primer lugar, la distributiva, que se refiere a la equidad en la distribución de los recursos atmosféricos y por ende establece responsabilidades diferentes entre países ricos y países pobres, ya que los primeros son los grandes emisores de GEI. En segundo lugar, la dimensión procedimental, referida a la equidad en los procesos de administración de la justicia para resolver las disputas y asignación de recursos. Y por último, una dimensión restauradora que propone un compromiso de reparación de derechos de los afectados y víctimas del cambio climático (Borrás, 2016-2017: 100-101).
Los movimientos por la justicia ambiental y climática diseñaron de manera progresiva, como sostiene Martínez Alier, una nueva cartografía de territorios en resistencia que él llama “Blockadia” retomando la denominación de Naomi Klein.[22] Así, desde el Sur el mapa de la justicia ambiental y climática señala acciones y estrategias de bloqueo y confrontación contra la expansión del capital y su intento por apropiarse de territorios por la vía de megaproyectos y convertirlos en zonas de sacrificio. Estas incluyen desde movilizaciones y cortes de rutas y calles hasta otras formas de resistencia civil. En América Latina, las luchas contra el neoextractivismo lideran los movimientos por la justicia ambiental y climática en sus diversas modalidades: contra la expansión de la frontera hidrocarburífera, contra la megaminería,