El colapso ecológico ya llegó. Maristella Svampa
comandada por Bolivia[12] y celebrada por su carácter rupturista denunció la responsabilidad del capitalismo en el deterioro del ambiente y la deuda ecológica, y buscó poner en agenda los Derechos de la Naturaleza y el Buen Vivir. Sin embargo, la iniciativa del gobierno boliviano fue de corto aliento. Un año después su propuesta no fue contemplada en la COP de Cancún; los movimientos sociales que cuestionaban la cumbre fueron mantenidos lejos del recinto oficial y Bolivia quedó sola a la hora de las votaciones. Como broche de oro, el fondo verde creado en la COP y orientado a mitigar los impactos del cambio climático quedó bajo la supervisión del Banco Mundial.
Tampoco hay que olvidar que la promesa de Evo Morales –respetar los derechos de la Madre Tierra– fue desmentida en su propio territorio por el avance de proyectos de carácter neoextractivo y la expansión de la frontera agropecuaria. Como veremos en el capítulo 5 sobre “los puntos ciegos”, esa retórica se reveló inconsecuente luego del conflicto de Tipnis en 2011. La apertura de una carretera en el Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Sécure enfrentó al gobierno con varias comunidades indígenas, puso al descubierto su doble discurso y dio paso a una política desarrollista descalificatoria en relación con los ambientalismos antiextractivistas.[13]
Para explicar el fracaso de las sucesivas cumbres del clima, la periodista Naomi Klein alude al proceso de radicalización del capitalismo en las últimas décadas. Sostiene que el fracaso está vinculado a la importancia del libre comercio desde la creación de la OMC, en 1995. Esto deja en claro que el negacionismo no es solo una ideología del libre mercado, puesto que, al calor de la globalización, tuvo profundas consecuencias en el armado de la nueva arquitectura comercial mundial. A través de la OMC y sus nuevos acuerdos comerciales, el fundamentalismo de mercado –el capitalismo neoliberal en su formato actual– es el gran responsable de sobrecalentar el planeta (Klein, 2015: 122).
Del desarrollo sustentable a la economía verde
A nivel global, desde la Cumbre de Río en 1992, se sucedieron numerosas crisis económicas, sociales y políticas, entre ellas la del sudeste asiático (1997/1999), el efecto tequila en México (1994), la crisis argentina (1998/2001) y, por supuesto, la gran crisis financiera de 2008, que comenzó en los Estados Unidos pero impactó sobre el mundo entero y generó millones de desocupados. La crisis de 2008 fue un trampolín para los nuevos negocios: los países centrales comenzaron a impulsar el modelo denominado “economía verde con inclusión”, que extiende el formato financiero del mercado del carbono hacia otros elementos de la naturaleza –como el aire y el agua– y también hacia sus procesos y funciones. Por paradójico que suene, los modelos económicos que mercantilizan todavía más la naturaleza fueron vistos como una alternativa para combatir la profunda recesión.
En su forma más básica, la economía verde presenta bajas emisiones de carbono, utiliza los recursos naturales de forma eficiente y es incluyente en lo social. En una economía verde, el aumento de los ingresos y la creación de empleo deben derivar de inversiones públicas y privadas destinadas a reducir las emisiones de carbono y la contaminación, a promover un uso eficiente de la energía y los recursos, y a evitar la pérdida de diversidad biológica y de servicios de los ecosistemas, ya que de esa diversidad depende la provisión de recursos (como alimentos, aire limpio, agua potable), o de procesos (como la descomposición de desechos) (Pnuma, 2011: 9). Sin embargo, esta visión no cuestiona el crecimiento indefinido de la economía ni los impactos socioambientales y su relación con el modelo capitalista. La premisa general sostiene que los mercados han operado con “fallas de información”, sin incorporar el costo de las externalidades y con políticas públicas inadecuadas, como los “subsidios perversos” para el ambiente.
En esta línea, la economía verde exacerba el modelo de mercantilización de la naturaleza, pues considera que las funciones de los ecosistemas pueden ser tratadas como mercancía y que, por lo tanto, sus “servicios” deben cobrarse (Pnuma, 2011: 44). Los bienes comunes son valorados por su dimensión económica. El razonamiento subyacente es que la protección de los ecosistemas y de la biodiversidad funciona mejor si sus usos cuestan dinero, es decir, si los servicios ambientales integran el sistema de precios. Así, lejos de cuestionar la relación entre desarrollo y crecimiento económico, estas políticas promueven incentivos basados en el mercado para reorientar las inversiones del capital hacia las inversiones verdes, entre ellos algunos nuevos mecanismos de financiación como la Reducción de Emisiones por Deforestación y Degradación de bosques (REDD+). La REDD+ tiene por objetivo “la reducción de emisiones derivadas de la deforestación y la degradación forestal; además de la conservación, el manejo sostenible y el mejoramiento del stock de carbono de los bosques en los países en desarrollo” (COP de Bali, 2007). Forma parte de las falsas soluciones de mercado que permiten a las naciones contaminantes seguir incumpliendo sus compromisos de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero mientras alientan la privatización de territorios indígenas y campesinos en todo el mundo. Los REDD se han convertido en una forma de “CO2lonialismo de los bosques” y “podrían causar la clausura de los bosques”, “conflictos por recursos”, “marginalizar a los sin tierra”, “erosionar la tenencia colectiva de la tierra”, “privar a las comunidades de sus legitimas aspiraciones de desarrollar sus tierras” y “erosionar los valores culturales de conservación sin fines de lucro”, alerta la Red Indígena de Norteamérica.[14] En suma, el propósito es convertir los elementos y procesos de la naturaleza en objetos de compraventa, lo cual dará inicio a una etapa de privatización de recursos y servicios que comenzará con los bosques y luego se extenderá al agua y a la biodiversidad.
Una vez más, será necesario imponer modificaciones sustanciales a los ordenamientos jurídicos nacionales para acompañar la transición hacia una economía verde en el contexto del llamado “desarrollo sostenible”. Por ejemplo, muchos bienes comunes deberán cambiar su estatus jurídico para pasar a ser bienes sujetos a la apropiación privada y de esta forma ingresar en los mercados y constituirse en nuevas fuentes de financiamiento. Por otra parte, los procesos de los ecosistemas mercantilizados como “servicios ambientales” crearán nuevos derechos patrimoniales, que serán instrumentados en títulos de crédito o de propiedad para los cuales habrá que crear nuevos mercados. En suma, bajo la denominación engañosa de economía verde, asistimos a la profundización de la mercantilización de la naturaleza, que traerá consigo una rotunda acentuación de los daños y las desigualdades que el capitalismo produjo hasta el presente. Incrementará la apropiación de los territorios de las comunidades locales e indígenas por las empresas transnacionales y estimulará los efectos adversos del neoextractivismo. No por casualidad, numerosas organizaciones y movimientos sociales rechazaron la estrategia de la economía verde –a la cual rebautizaron como “capitalismo verde”– por considerar que, lejos de representar un cambio positivo, propicia una mayor mercantilización de la naturaleza.
El negacionismo climático y sus daños
Ya en 1995 el IPCC había llegado a la conclusión de que las actividades humanas (antrópicas) afectan el clima global. Sin embargo, en 2001, durante la era Bush hijo, los Estados Unidos se retiraron del Protocolo de Kioto, decisión precedida y acompañada por una agresiva campaña negacionista del calentamiento global. Para Naomi Oreskes y Erik Conway –autores de Mercaderes de la duda, libro que aborda la historia de los diferentes negacionismos relacionados con la problemática ambiental y sociosanitaria–, el negacionismo climático tiene sus raíces ideológicas en la defensa del libre mercado y aparece ligado a la Guerra Fría.[15]
En efecto, el negacionismo responde a una matriz ideológica ultraliberal y conservadora, que objeta el rol regulador del Estado. Es un discurso homogéneo que atraviesa diferentes problemáticas ambientales y sanitarias, tanto cuando refiere a la negación de los efectos nocivos del tabaco sobre la salud como cuando rechaza los impactos del calentamiento global. Desde esta perspectiva, cualquier intervención reguladora del Estado supone un atentado contra la libertad de mercado y, por ende, contra la libertad individual. En los Estados Unidos, esta posición involucró durante décadas a un mismo conjunto de actores sociales y políticos que, para poder rechazar la intervención reguladora del Estado, negaban la evidencia científica.
En cuanto al calentamiento global, el parteaguas fue el gobierno republicano