El colapso ecológico ya llegó. Maristella Svampa
y atraviesan territorios indígenas (por ejemplo, contra el Dakota Access Pipeline). En Europa, las marchas contra las minas de carbón en Alemania y contra el fracking en Inglaterra, y las diferentes acciones de bloqueo al transporte de combustibles fósiles.
En el Norte, el catalizador del movimiento por la justicia climática fue la denuncia del racismo ambiental, que tuvo su vuelta de tuerca en 2005 cuando el huracán Katrina arrasó las comunidades más pobres de origen afronorteamericano de Nueva Orleans y dejó al descubierto las tremendas inequidades en el país más rico del planeta. El paso del huracán Sandy, en 2012, por Nueva York –que dejó las oficinas de Manhattan a oscuras, produjo más de doscientos muertos y daños por setenta y cinco mil millones de dólares– también fomentó este cambio cultural. Los apagones afectaron a más de dos millones de neoyorkinos; sin embargo, mientras las oficinas centrales de Goldman Sachs estaban iluminadas y Wall Street pudo amortiguar la gravedad del problema con generadores propios, los pobres y menos poderosos quedaron atrapados en el sistema de desigualdad y sin amparo alguno del Estado (Mann y Wainwright, 2018: 278). Dos años después, el 21 de septiembre de 2014, Nueva York fue testigo de la marcha de los pueblos contra el cambio climático, en la que participaron cerca de cuatrocientas mil personas. “Entre las consignas podía leerse: ‘No hay planeta B’; ‘Los bosques no están en venta’; ‘No al fracking’; ‘No se puede detener el cambio climático si antes no se detiene la maquinaria bélica de los Estados Unidos’, frases que demostraban la diversidad de las organizaciones y sectores que asistieron a la movilización”.[23] En otras 166 ciudades en el mundo también hubo actos y movilizaciones contra el cambio climático. La marcha, “más festiva que confrontacional” (Mann y Wainwright, 2018: 280), se realizó antes de la cumbre de las Naciones Unidas sobre el clima con el objetivo de presionar para llegar a un acuerdo antes de la COP 21, llevada a cabo en París, en 2015.
Y, como era de esperar, en 2015 se firmó el celebrado Acuerdo de París en el marco de la COP 21. Pese a los aplausos, este acuerdo presenta enormes falencias y debilidades, por no decir omisiones imperdonables. La lectura del documento final reveló que no aparecían palabras claves como “combustibles fósiles”, “petróleo” y “carbón” y que la deuda climática del Norte hacia el Sur brillaba por su ausencia. También se omitieron las referencias a los derechos humanos y las poblaciones indígenas, trasladadas al preámbulo (Acosta y Viale, 2015). Por si esto fuera poco, el acuerdo debía entrar en vigor cinco años después, en 2020, y su primera revisión de resultados estaba prevista para 2023. El carácter no vinculante del acuerdo y las vergonzantes omisiones dejaron un gusto amargo en los miles de activistas climáticos que se movilizaron desde Bourget hacia París para manifestarse en distintos puntos de una ciudad completamente vallada. El llamado a la justicia climática fue la consigna común. Naomi Klein devino la estrella indiscutible e inspiradora de este movimiento en París, no solo por sus críticas al capitalismo neoliberal como responsable del calentamiento del planeta, sino por su propuesta de multiplicar resistencias y ocupaciones y organizar Blockadia para transformar a la sociedad desde abajo (Mann y Wainwright, 2018: 296).
El Acuerdo de París fue ratificado en 2017 por 171 de los 195 países participantes; sin embargo, no ha dejado de ser una declaración de buenas intenciones, ya que no establece compromisos concretos o verificables. Podría decirse incluso que implicó un retroceso en relación con acuerdos anteriores, dado que el cumplimiento de lo pactado y su forma de implementación –reducción de emisiones de CO2 para no sobrepasar el aumento de 2 ºC en la temperatura media– dependen de la buena voluntad de cada país firmante. No hubo planteos concretos tendientes a combatir los subsidios que alientan el uso de combustibles fósiles o para dejar en el subsuelo el 80% de todas las reservas conocidas de estos combustibles, como recomiendan la ciencia y la Agencia Internacional de la Energía, entidad que no tiene nada de ecologista. No se cuestiona el crecimiento económico y tampoco se pone en entredicho el sistema de comercio mundial, que esconde e incluso fomenta multiplicidad de causas de los graves problemas socioambientales que padecemos. Sectores altamente contaminantes como la aviación civil y el transporte marítimo, que acumulan cerca del 10% de las emisiones mundiales, quedaron exentos de todo compromiso. Tampoco se afectaron las leyes del mercado financiero internacional que, sobre todo vía especulación, constituye un motor de aceleración inmisericorde de todos los flujos económicos más allá de las capacidades de resistencia y de resiliencia de la Tierra. Y tampoco existen compromisos orientados a facilitar la transferencia de tecnologías destinadas a fomentar la mitigación y la adaptación a los cambios climáticos en beneficio de los países empobrecidos.
El Acuerdo de París abre aún más las puertas para impulsar falsas soluciones en el marco de la economía verde, que se sustenta en la continua e incluso ampliada mercantilización de la naturaleza. Con el fin de lograr un equilibrio de las emisiones antropogénicas, los países podrán compensarlas a través de mecanismos de mercado que involucren bosques u océanos, o bien alentando la geoingeniería o los métodos de captura y almacenaje de carbono. Para financiar todos estos esfuerzos se establece un fondo de cien mil millones de dólares anuales a partir de 2020, al que buscan aplicar no pocos países periféricos.
Como cabía esperar, la última COP 25, realizada en diciembre de 2019, concluyó en un nuevo fracaso. Recordemos que se llevó a cabo en Madrid y no en la sede originalmente prevista, Santiago de Chile, debido a las protestas sociales que sacudían a ese país. La cumbre no arribó a ningún consenso y una vez más hubo que aplazar el desarrollo del artículo del Acuerdo de París referido a los mercados de CO2.
Entre el negacionismo y la toma de conciencia
El escenario actual es paradójico. Por un lado, las investigaciones realizadas muestran los vasos comunicantes entre sectores ultraliberales, un puñado de científicos y empresas petroleras con estrategias para negar los efectos del calentamiento global y el papel que desempeñan las actividades humanas. Por otro lado, la evidencia científica existente es incontestable. Ya nadie puede poner en duda el origen antrópico del cambio climático ni sus consecuencias sobre la vida en el planeta. Lo único que puede haber son desacuerdos acerca del horizonte temporal, puesto que la velocidad o el ritmo de estos cambios no se pueden prever del todo.
Sin embargo, pese al consenso científico sobre el tema y al descrédito de las posiciones negacionistas y sus oscuros financiamientos, en los últimos años estas posiciones han alcanzado impactantes triunfos políticos de la mano de las derechas y los neofascismos emergentes. Donald Trump, actual presidente de los Estados Unidos, el país más poderoso del planeta; su par Jair Bolsonaro en Brasil, también potencia global y el país más influyente en América del Sur; Scott Morrison, primer ministro de Australia, uno de los países con mayor huella ecológica del planeta, son algunos de los exponentes más radicales de esta tendencia. No es casual que en estos países se hayan desatado devastadores incendios forestales debido al desfinanciamiento de las políticas ambientales y el recrudecimiento de las medidas favorables a los combustibles fósiles y la deforestación. El caso más reciente es Australia, donde los incendios de enero de 2020 arrasaron con la vida de cerca de mil millones de animales, muchos de ellos marsupiales únicos en el planeta, y mostraron la ausencia del Estado en una de las mayores catástrofes ecológicas de los tiempos recientes (Aizen, 2020).
Este escenario, en el que convergen la derechización política y la ceguera ambiental, está asociado a las profundas transformaciones económicas y sociales ocurridas en las últimas décadas, que expresan un deslizamiento político-ideológico de las clases subalternas que hoy repudian las consecuencias de una globalización desigual. En Europa, cada proceso eleccionario se ha convertido en una suerte de test general sobre el destino de la Unión Europea, que, por un lado, enfrenta a una extrema derecha que reclama el rechazo del euro, la implementación de políticas proteccionistas y la expulsión masiva de migrantes, y por otro lado, todavía sostiene un establishment de centro y socialdemócrata que aboga por la continuidad, a partir de la defensa del statu quo, del libre comercio y la moneda europea.
En las últimas décadas, en los Estados Unidos, el negacionismo climático ahondó las diferencias entre demócratas y republicanos en aspectos tan nodales como la regulación ambiental. La emergencia del Tea Party produjo una radicalización por derecha del Partido Republicano y profundizó aún más la brecha