La conquista del lenguaje. Xurxo Mariño
función comunicativa forzaría o facilitaría que las mentes de quienes lo usaban derivasen poco a poco hacia una forma de pensar simbólica; por ejemplo, al verse en la circunstancia de querer transmitir información sobre algo que no tenían delante (es decir, que iba más allá del aquí y el ahora). Tenemos por lo tanto dos tipos de teorías sobre el proceso evolutivo que dio lugar al lenguaje: las que sostienen que primero apareció la mente simbólica —como una herramienta para pensar— y a partir de ahí se generó el lenguaje —como una herramienta para pensar y para comunicarse— o, por otro lado, las teorías que defienden que primero se inventó algún tipo de protolenguaje —como sistema de comunicación— y que ello facilitó la evolución de un sistema nervioso capaz de manejar símbolos.
Se da la interesante paradoja de que la percepción de la propia individualidad, del «yo» y el carácter privado e intransferible de la autoconsciencia necesitan de la interacción social para manifestarse; una interacción que se produce a través del simbolismo y, en concreto, del lenguaje. Es decir, un encéfalo humano que se desarrolle en ausencia de interacción social a través de símbolos producirá una mente con limitaciones para ser consciente de su propia existencia. El antropólogo Roger Bartra explica que, para que pueda emerger una autoconsciencia plena, cada humano necesita echar mano de una prótesis externa formada por sus interacciones simbólicas sociales y culturales. Sin ese «exocerebro», la autoconsciencia tendrá dificultades para manifestarse.
De una forma o de otra, el lenguaje se instaló en nuestros genes y en nuestra cultura, y las sociedades humanas cambiaron para siempre. Como indica el psicólogo Aníbal Puente, los seres humanos no solo vivimos en una realidad más amplia, sino que, gracias al lenguaje, vivimos en otra dimensión de la realidad. Los Homo sapiens somos la especie superviviente de un género que remonta sus raíces al menos dos millones de años atrás. No está nada claro cómo estaban de desarrolladas estas tres características (autoconsciencia, simbolismo y lenguaje) en las otras especies del linaje humano, si es que existían de alguna manera. Haciendo un resumen muy superficial, la idea general que transpiran los trabajos de investigación sobre las distintas habilidades de nuestros parientes humanos, es la siguiente: todas las especies del género Homo poseían —aunque en grados distintos— alguna forma de autoconsciencia; la capacidad simbólica se manifiesta de manera clara tan solo en el Homo sapiens, aunque es probable que también existiera alguna forma de simbolismo en nuestros primos los Homo neanderthalensis e incluso en otras especies como Homo erectus y Homo heidelbergensis; y algo similar ocurre con el lenguaje, del que solo tenemos evidencias sólidas en el Homo sapiens, pero que pudo existir en alguna forma menos desarrollada en neandertales y en otros humanos anteriores. Si alguna otra especie de Homo distinta de la nuestra tuvo lenguaje, echando mano de una expresión del paleoantropólogo Ian Tattersall, esa gente era «nosotros» en el más profundo de los sentidos.
La escasez de datos y las dificultades que existen para reunir evidencias convierten al estudio sobre la evolución del simbolismo y el lenguaje en uno de los mayores problemas a los que se enfrenta la ciencia actual, un reto de enorme interés, ya que se trata de comprender la propia naturaleza humana. Precisamente por esto es un campo fascinante para la reflexión y la navegación crítica. Y de eso trata este libro. Mi intención es transmitir las sorpresas y emociones que he vivido al querer profundizar sobre la esencia del ser humano moderno, exponer de manera sencilla qué sabemos sobre la historia evolutiva de los humanos, perfilar cuáles son las regiones del sistema nervioso relacionadas con el simbolismo y el lenguaje, mostrar algunas de las teorías que se manejan en lingüística y, en definitiva, poner de manifiesto el regocijo que proporciona escudriñar en las tripas de la naturaleza humana. Este no es un libro de certezas, sino de puertas que se abren.
Índices, iconos y símbolos
A muchas personas nos ha pasado más de una vez: entramos en un bar con mucho ruido, o llegamos a un país extranjero en el que no dominamos el idioma, y tenemos que pedir o comprar una cerveza, un desodorante... lo que sea. Entonces hacemos gestos. Podemos mover las manos y el cuerpo como si estuviésemos bebiendo un vaso de cerveza o aplicándonos desodorante en las axilas. Aunque, lo más sencillo de todo, si esos objetos están delante de nosotros, es señalarlos con el dedo. Este último sistema lo emplean los bebés de manera instintiva (se trata de uno de los primeros actos de comunicación deliberada que se observa en humanos), y funciona muy bien, ya que se establece una relación física y temporal entre el dedo que apunta y algún objeto o suceso. Este tipo de signos son conocidos como índices. El dedo que apunta es un índice del objeto señalado. Son también índices aquellos signos que establecen alguna relación lógica con algún objeto o suceso: por ejemplo, el humo es un índice de la existencia de fuego, una veleta indica la dirección del viento y el olor a churros recién hechos es un índice de que nos acercamos al recinto de las fiestas patronales. Por otra parte, tenemos los iconos. Estos son signos que, de alguna manera, se parecen a aquello que tratan de representar. Los gestos de beber un vaso de cerveza, o de aplicar el desodorante, son iconos. También son iconos las onomatopeyas, que ponemos en práctica al tratar de hacernos pasar por un perro o una oveja. Y, desde luego, los iconos más evidentes son aquellos en los que se representa el objeto de atención mediante un dibujo, un grabado, una estatuilla o algún tipo de esquema que lo refleje de manera más o menos directa. Muchas señales de tráfico, la Gioconda y los bisontes pintados en las rocas de la cueva de Altamira son iconos (que pueden tener también, o no, naturaleza simbólica).
Los índices e iconos son universales, en el sentido de que no dependen de ninguna convención. Tienen la gran ventaja de que resultan evidentes para la mayoría de receptores, sin que se necesite ningún aprendizaje previo. Esta facilidad de uso se hace a costa de repertorios bastante limitados sobre los que, además, pesa un pequeño problema: la ambigüedad. El dibujo de una lanza, ¿hace referencia a una lanza de madera de acacia o de madera de cedro?, ¿quizás otro material? Ese olor a churros que ha encendido nuestro tracto digestivo, ¿viene de un puesto que está a 50 o a 300 metros? La cerveza que me pides, ¿es con o sin alcohol?, ¿un tercio o un quinto? Esta ambigüedad puede aclararse, en parte, mediante una combinación de varios iconos, es decir, incluyendo la sintaxis; pero todo se solucionaría y quedaría zanjado con mensajes que rezaran «Lanza de madera de cedro», «Churros La Candelaria a 200 m», o «Por favor, ponme un tercio de cerveza sin alcohol». Pero esto es otro cantar, ya que aquí estamos dando un salto de grandes dimensiones para topar con el simbolismo.
Figura 2. Iconos, índices y símbolos. En nuestra vida cotidiana utilizamos con soltura distintos tipos de signos.
Inventos digitales
Los símbolos se establecen por mutuo acuerdo entre quienes los usan. La relación con el objeto, idea o hecho al que hacen referencia es arbitraria, lo cual obliga a que se necesite un aprendizaje para usarlos de forma correcta. El lenguaje es el ejemplo más fascinante que conocemos de sistema simbólico. La palabra «cuchara», en forma oral o escrita, no tiene, en principio, ninguna relación lógica con el objeto al que se refiere, es pura invención, igual que lo son las palabras «spoon», «skje», «kaşık» o «colher». Es cierto que algunas palabras pueden funcionar como índices («este», «aquella»), y también como iconos («clic», «guau»), sin embargo, la inmensa mayoría de palabras son símbolos arbitrarios (incluyendo la arbitrariedad de palabras índice, como «esta» o «this»). A pesar de la dificultad que resulta de la necesidad de un aprendizaje, el lenguaje tiene muchas e importantes ventajas respecto a índices e iconos. Para empezar, iconos e índices son analógicos, frente al lenguaje, que es digital. En los sistemas analógicos los límites no están definidos, sino que existe una continuidad: hay innumerables maneras de dibujar un perro o de imitar el ladrido de un perro, lo cual repercute en la ambigüedad ya indicada (el dibujo que acabo de hacer, ¿es de un perro o de un lobo?). Sin embargo, el lenguaje es digital, está formado por elementos discretos: en el lenguaje oral cada idioma tiene un puñado de sonidos (fonemas) que carecen de cualquier significado, que se combinan de