Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
»Me he pasado todo el día pensando en el gozo con que anunciaría a Amaury la comisión que logré para él y los planes que he forjado. Cuando llegué a casa eran más de las cinco y se disponían a sentarse ya a la mesa.
»Amaury había salido para volver más pronto indudablemente, y se conocía que no hacía mucho rato porque el semblante de Magdalena, estaba, radiante aún de felicidad.
»¡Pobre hija mía! A creerla, nunca se encontró mejor.
»¿Me habré equivocado yo? Este amor que a mí me asustaba, tanto, ¿habrá venido a dar vigor a esa complexión enfermiza y enclenque, cuya destrucción temía? La Naturaleza está llena de abismos que la mirada más escrutadora jamás alcanzará a sondear.
»Todo el día había estado pensando en la dicha que les tenía preparada, lo mismo que el niño que guarda una sorpresa para una persona a quien ama y que siempre está a punto de revelar el secreto. Temiendo descubrir el mío a Magdalena, dejé a ésta en el salón y descendí al jardín. Mientras me paseaba oía vagamente la sonata que estaba tocando al piano; era una melodía que ejecutada por mi hija me llenaba de gozo el corazón.
»Aquel arrobamiento duró como un cuarto de hora.
»Complacíame yo en aproximarme a aquella fuente de armonía, y después de deleitarme un instante me alejaba de ella para dar la vuelta al jardín.
»Cuando llegaba al límite de éste, casi yo no oía el piano, y únicamente llegaban a mis oídos las notas más agudas bastante amortiguadas por la distancia. Después, al regresar, entraba de nuevo en el círculo armonioso, del cual volvían a alejarme mis paseos en dirección opuesta.
»A todo esto iba cerrando la noche.
»Súbitamente cesó de oírse el piano. Yo sonreí, adivinando la causa de ello: Amaury acababa de llegar.
»Entonces volví al salón, pero por otro camino; por una senda oscura, a lo largo del muro.
»En ella encontré a Antoñita, que estaba sentada en un banco, sola y muy pensativa. Dos días hacía que tenía el propósito de hablarla, y juzgando el momento favorable, me detuve ante ella.
»¡Pobre Antonia! Había creído yo que en cierto modo iba a ser un estorbo para la feliz existencia que pensábamos pasar; que los sentimientos más íntimos no debían ser manifestados entre testigos y por lo tanto, juzgaba muy conveniente que ella no viniese con nosotros.
»Pero tampoco podía yo dejar aquí sola a la pobre criatura. Quería separarme de ella; mas dejándola disfrutando también de una dicha análoga a la nuestra. El cariño que yo siento hacia ella y el que profesé a mi hermana, me obligaban a obrar así.
»Cuando me vio, alzó la vista y me dijo sonriendo:
»—Ya ve usted cómo no me engañaba cuando le dije que la felicidad de ellos le haría dichoso.
»—Sí, hija mía, pero eso no es bastante; has de serlo tú también.
»—¿Yo? ¡Si ya lo soy! ¿Me falta algo, por ventura? Usted me quiere como un padre; Magdalena y Amaury me quieren como una hermana: ¿qué más puedo desear?
»—Una persona que te quiera como esposa, Antoñita; y ya me parece que he encontrado esa persona.
»—¡Tío!—exclamó Antoñita con acento que parecía suplicarle que no prosiguiese.
»—Escúchame, querida sobrina, y ya responderás luego.
»—Hable usted, tío.
»—¿Conoces a Julio Raymond?
»—¿Quién? ¿Ese joven que es procurador de usted?
»—Sí, el mismo. ¿Qué te parece?
»—Me parece muy simpático… aun cuando procurador.
»—¡Vaya! déjate de bromas. ¿Te repugnaría ese joven?
»—Para que a una mujer le cause repugnancia un hombre, tiene que amar a otro, y como yo no me encuentro en ese caso, todos me son igualmente indiferentes.
»—Pues bien, Antoñita: sabe que ayer vino Julio a verme; si tú no has fijado en él tus ojos, él en cambio pronto ha puesto en ti los suyos… Te advierto, que es un hombre destinado a tener gran porvenir; ya se ha labrado por sí mismo una fortuna, y quiere compartirla contigo. Por lo pronto comienza por dotarte en doscientos mil francos…
»—Mire usted, tío—repuso Antonia interrumpiéndole,—todo eso que usted me dice, no deja de ser, y así lo reconozco, muy noble, y muy hermoso y yo no puedo menos de darle por ello las gracias más cumplidas. No negaré que Julio es entre los hombres de su clase, una excepción muy digna de estima; pero ya le he dicho a usted en más de una ocasión, que no tengo otro deseo que quedarme a su lado, viviendo en su compañía, mientras usted lo permita. Ni concibo ni quiero otra felicidad, y si usted no dispone otra cosa, ésa es la que yo elijo.
»Traté de insistir, queriendo convencerla de las ventajas que le aportaba ese enlace. Yo le proponía un joven rico, y considerado; mi vida no podía ser muy larga; ¿qué sería de ella, cuando le faltasen mi apoyo y mi cariño?
»Me escuchó con calma, que revelaba su resolución, y cuando hube terminado, me contestó:
»—Tío, yo le debo a usted obediencia como se la debía a mis padres, ya que al morir éstos me confiaron a usted. Ordene, pues, y me apresuraré a obedecerle; pero no intente convencerme, porque mi situación de ánimo es tal, que mientras sea dueña de mi voluntad no aceptaré partido alguno, así se trate de un millonario o de un príncipe.
»Tan gran firmeza revelaban su voz, sus ademanes y hasta sus menores gestos, que el insistir yo, habría significado tanto como querer convertir la persuasión en mandato. Así, pues, díjele que podía disponer libremente de su mano, le dí cuenta de los planes que iba a exponer a mis hijos, y le anuncié que vendría con nosotros, al oír lo cual movió la cabeza y me respondió que quedaba muy agradecida a mi buena intención, pero que no podía aceptar mi oferta. Protesté yo, y entonces ella repuso:
»—Oiga usted, tío. Dios, que manda en los destinos del mundo, ha dispuesto para unos la felicidad, y para otros la desdicha. Mi suerte es la soledad. De muy joven he perdido ya mis padres. La animación y el ruido de un largo viaje, y el variado espectáculo de pueblos y paisajes no me convienen a mí. Me quedaré aquí en París, y acompañada de nuestra aya, esperaré el regreso de ustedes. Sólo dejaré mi aposento para ir a misa, o para salir a dar un paseo por la noche a este jardín, y cuando ustedes vuelvan me encontrarán donde me han dejado, y yo les recibiré con la misma calma en mi corazón, e igual sonrisa en mis labios; lo cual no podría ser si usted se empeñara en introducir en mi existencia el cambio de lo que me hablaba, que la convertiría en cosa muy distinta de lo que debe ser.
»No quise insistir más; pero hube de preguntarme qué era lo que podría impulsar a Antoñita a convertirse en religiosa cambiando en celda la habitación de una joven como ella, hermosa, gentil, llena de gracia y que poseía un dote de doscientos mil francos.
»Mas, ¿para qué había de entretenerme en buscar la razón de tan inexplicables caprichos, y en apiadarme de Antonia, en vez de ir al salón directamente?
»No sé cuánto tiempo habría estado yo allí contemplando a mi sobrina, es decir a mi segunda hija, a no haber sido porque ella algo confusa quizá por mis miradas y queriendo esquivar mis futuras preguntas, me pidió permiso para retirarse a su aposento.
»—No, hija mía, no—le dije;—yo soy quien se retira. Tú puedes tomar el fresco sin cuidado. ¡Ojalá pudiera Magdalena hacer lo mismo!
»—Tío—repuso Antoñita levantándose,—le juro por las estrellas que tachonan el cielo y por la luna que nos alumbra con su suave resplandor, que si me fuese factible el dar mi salud a Magdalena, se la daría con toda mi voluntad. ¿No sería mejor que el peligro en que se encuentra, lo corriese una triste huérfana como yo, que no ella rodeada de riquezas y de afecto?