Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
Capítulo 14
»Al poner el pie en la primera grada, oí la voz de Magdalena, suave como el cántico de un ángel, y esto vino a disipar mi tristeza. Instintivamente me detuve para escuchar embelesado, sin parar mientes en lo que pudiera hablar: pero algunas palabras que llegaron distintamente a mis oídos lograron excitar mi curiosidad, y entonces ya no me contenté con oír, sino que quise escuchar y enterarme de la conversación que arriba se sostenía.
»Detrás de la cortina, que para interceptar el aire de la noche, había sido corrida ante la ventana que da al jardín, abierta a la sazón, veía yo la sombra de sus dos cabezas, inclinada y muy juntas.
»Como si temieran ser oídos, hablaban en voz baja. Yo les escuché inmóvil, petrificado, reteniendo el aliento y con el pecho oprimido, pues sus palabras caían sobre mi corazón como gotas de agua helada.
»—Voy a ser feliz, Magdalena—decía Amaury.—Todos los días podré ver tu adorable cabeza encerrada en el marco que mejor le sienta: el claro cielo de Nápoles y Sorrento.
»—Sí, Amaury—contestaba Magdalena.—Y yo podré decir como Mignon: ¡Qué hermoso es el país en que florece el naranjo! Pero tu amor, que refleja el paraíso, es para mí aún más hermoso.
»—¡Ay!—suspiró Amaury.
»—¿Qué te pasa?—le preguntó Magdalena.
»—¿Por qué la dicha va siempre acompañada de una sombra que por muy leve que sea, lleva, la inquietud consigo?
»—¿Qué quieren decir con eso? ¡Explícate!
»—Quiero decir que para nosotros sería Italia un edén en donde yo repetiría contigo las palabras de Mignon: Sí, aquí debemos amar; aquí debemos vivir, a no ser por una cosa que llenará de turbación nuestra, existencia e infundirá tristeza a nuestro cariño.
»—¿Qué cosa es esa?
»—No oso decírtela, Magdalena.
»—Pues, quiero que me la digas. Habla.
»—Es que creo que para ser completamente dichosos, deberíamos estar solos los dos; creo que el amor es una flor delicada y pura, que con la presencia de un tercero se agosta y se marchita, y que para vivir confundidos en una sola alma y en un solo pensamiento no deberíamos ser tres…
»—¿Qué quieres decir, Amaury?
»—¿No me comprendes, Magdalena?…
»—¿Lo dices porque nos acompaña mi padre? ¿No consideras que sería una ingratitud dejarle sospechar, siendo como es el autor de nuestra dicha, que ésta no es completa por impedirlo su presencia? Considera que mi padre no es una persona extraña; no es un tercero, no; nos ama tanto a ti como a mí, y en la misma moneda debemos los dos pagarle.
»—Está bien, Magdalena—dijo Amaury fríamente.—Puesto que disentimos en ese punto, no hablemos más de ello; olvida mis palabras, y hazte cuenta que no te he dicho nada.
»—¿Te has enojado, Amaury?—repuso con viveza Magdalena.—Perdóname si te he puesto de mal humor. ¿No sabes acaso que el amor filial es muy diferente del que se tiene al marido?
»—Ya lo sé; pero el amor de un padre no es celoso ni absorbente como el del esposo; lo que para él es una costumbre es para mi necesidad. La Biblia, que es el gran libro de la humanidad, dijo ya hace veinticinco siglos: Dejarás a tus padres para»seguir a tu esposo.
»Tentaciones me dieron de interrumpirles, gritando:
»—También la Biblia dijo a propósito de Raquel: ¡No quiso que la consolasen, porque sus hijos habían dejado de existir!
»Yo estaba como clavado en el suelo, saboreando la triste satisfacción de oír la defensa que de mí hacía mi hija, por más que a mi juicio aquello no bastaba, pues habría preferido oírla declarar a Amaury, que tenía necesidad de mí, como yo de ella, y aún confiaba en que llegaría, a hacerlo; pero lejos de eso contestó:
»—Tal vez estés en lo cierto; pero no podemos evitar que nos acompañe sin causarle una gran pena, y debemos considerar que, si alguna vez puede ser un estorbo para la expansión de nuestro cariño, en cambio otras completará nuestros recuerdos y nuestras impresiones.
»—No lo creas, Magdalena. Tienes que desengañarte. Cuando estemos en presencia de tu padre, ¿crees que podré expresarte como ahora mi pasión? Cuando nos paseemos los tres juntos bajo los floridos naranjos de que hablábamos hace un momento, o a orillas del mar límpido y sereno, ¿ crees que podré rodear con mi brazo tu cintura, o imprimir en tus labios un beso apasionado?
»¿No menguará él con su gravedad nuestro júbilo? ¿Acaso su edad le dejará comprender nuestras locuras? Ya verás cómo su severidad habitual envolverá en su sombra toda nuestra alegría, mientras que si los dos nos encontrásemos solos, ¡cuántas cosas nos diríamos! y ¡ cuánto callaríamos!»Pero con tu padre nunca tendremos libertad; habremos de callar, cuando queramos hablar y habremos de hablar cuando más deseos tengamos de callar. Con él habrá que hablar siempre, y siempre de los mismos asuntos; no habrá que pensar en aventuras ni en excursiones arriesgadas, ni en nada que nos reserve ignotos atractivos; siempre iremos por el camino trillado, siempre sujetos a la regla y a las conveniencias. No sé si sé expresarme, Magdalena; hacia tu padre siento a un tiempo gratitud, respeto y cariño acendrado; pero has de convenir conmigo en que un compañero de viaje, debe inspirar otro sentimiento que el de la veneración. No hay cosa más incómoda en semejantes circunstancias que las reverencias del respeto. A ti, con tu amor filial y tu virginal castidad, no se te había ocurrido pensar nunca en esto, y ahora piensas en ello por primera vez, según me revela tu rostro meditabundo. Cuanto más medites acerca de esta cuestión, más claramente verás que estoy en lo cierto, y que cuando viajan tres juntos siempre hay por lo menos dos que se aburren.
»Yo aguardaba con angustia la respuesta de mi hija que no se hizo esperar. Después de cortos instantes de silencio, dijo:
»—Y aun cuando yo pensase como tú, ¿qué íbamos a hacerle? Todo está ya preparado para ese viaje; de modo que aunque tuvieras razón ya no habría tiempo. Por otra parte, ¿quién se atrevería a decirle a mi padre que es para nosotros un estorbo? ¿Lo harías tú? Yo, jamás.
»—Bien lo sé; precisamente por eso me desespero. Ya que tu padre posee una gran inteligencia y una sutil penetración que le permite leer a fondo en lo más recóndito de nuestra naturaleza, bien podría tener igual privilegio respecto a nuestra mente y no caer en esa cargante manía senil, propia de todo anciano, de querer imponerse a los jóvenes a toda costa. No quisiera agraviarle al acusarle; pero no es posible desconocer que se obedecen lamentablemente los padres que, no sabiendo adivinar los sentimientos de sus hijos ni contando con su edad, se empeñan en someterlos a los gustos y caprichos de la de ellos. Ya ves; nosotros tenemos en perspectiva un viaje que habría podido ser delicioso y que por una falta…
»—¡Calla!—exclamó Magdalena.—¡Calla! No soy dueña de enfadarme por esas exigencias que después de todo nacen de tu mismo amor; pero…
»—¿Qué? Las crees fuera de razón en absoluto, ¿verdad?—repuso Amaury en tono ligeramente irónico.
»—No digo tanto… Mas hablemos bajo, porque tengo miedo hasta de oír mi propia voz. Lo que ahora te diré creo que es una impiedad manifiesta.
»Y Magdalena bajó la voz, en efecto, para decir:
»—Oye, Amaury; lejos de creer que tus exigencias son insensatas, pienso también como tú, y si no te he dicho nada, es porque no tenía valor para confesarme a mí misma una cosa semejante. Pero tanto te suplicaré y tanto habré de repetirte que te quiero, que al fin tendrás que hacer algo por mí. No tendrás más remedio que resignarte como me resigno yo también.
»Me fue imposible