Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
bien vestida. Su palidez asustó a Amaury. Habiendo sufrido durante el día múltiples desazones que acabaron con sus fuerzas, sólo se sostenía gracias a una violenta reacción moral y a la energía que le prestaban los nervios.
No recibió a Amaury con su sonrisa acostumbrada; lejos de ello, se le escapó, al verle entrar, un movimiento de despecho, y le dijo:
—De seguro esta noche te pareceré muy fea ¿verdad? Hay días horribles en los que no hago cosa derecha, y hoy es uno de esos. Luzco un peinado risible y un vestido muy mal hecho: en fin, parezco un espantajo.
La costurera que la ayudaba hacía vivas protestas, sin salir de su asombro.
—¿Tú, un espantajo?—exclamó Leoville.—¡Calla! ¡calla! Yo te aseguro que el peinado te sienta a las mil maravillas, que el traje es elegantísimo y que tú eres tan hermosa como un ángel.
—Pues entonces la culpa no es de la modista ni del peluquero, sino exclusivamente mía. ¡Dios de bondad! ¿Cómo haces, Amaury, para tener un gusto tan detestable como el de quererme a mí?
Acercósele Amaury y quiso besar su mano; pero Magdalena fingió no advertir su ademán a pesar de haber delante un espejo y señalándole a la costurera una arruga casi invisible del corpino, dijo:
—Hay que quitarla en seguida, porque, si no, tiro en el acto este traje y me visto con el primero que encuentre a mano.
—No se enfade, señorita; esto es obra de un instante; pero, eso sí, tiene que quitárselo.
—Ya lo estás oyendo, Amaury; tienes que dejarnos solas. No quiero presentarme con este pliegue que me afea horriblemente.
—¿Y prefieres que te deje, Magdalena? En fin, hágase tu voluntad. Ya te obedezco: no quiero que se me acuse de un crimen de lesa belleza.
Y Amaury se retiró a la habitación contigua, sin que Magdalena, ocupada real o aparentemente en el arreglo del vestido, tratase de detenerle. Como aquella compostura no debía durar mucho, Leoville echó mano a una revista que encontró sobre la mesa y se puso a hojearla por puro entretenimiento. Mientras su mirada recorría las líneas impresas, su espíritu estaba ausente, preso en la vecina estancia, de la cual solamente le separaba una puerta; así, pues, escuchaba las frases con que Magdalena seguía expresando su indignación contra el peluquero y las reprensiones que dirigía a la costurera, y hasta oía cómo su impaciente piececito golpeaba el pavimento del tocador.
De pronto se abrió la puerta situada frente a esta pieza y apareció la prima de Magdalena. Siguiendo el consejo de ésta se había puesto Antoñita un sencillo traje de crespón rosado sin adornos ni flores, y no ostentaba ni aun la más insignificante joya: no podía estar vestida con más sencillez ni ver realzada de un modo más adorable su belleza hechicera.
—¡Cómo!—exclamó la joven al ver a Leoville.—¿Estaba usted ahí? No lo sabía yo.
E hizo ademán de retirarse acto seguido.
—¡No se vaya usted!—dijo Amaury con viveza.—Déjeme siquiera que la felicite; esta noche está usted encantadora.
—¡Chist!—repuso Antonia en voz muy baja.—No diga usted esas cosas.
—¿Con quién estás hablando, Amaury?—preguntó Magdalena, apareciendo entonces en la puerta, arrebujada en un amplio chal de cachemira y lanzando una rápida mirada a su prima, que dio un paso pretendiendo retirarse.
—Ya lo estás viendo, Magdalena: hablo con Antoñita, y estaba felicitándola por su elegancia.
—Tan sinceramente como acababas de felicitarme a mi, de seguro. Más te valdría, Antoñita, venir a ayudarme que no escuchar sus falaces lisonjas.
—¡Si acababa de entrar en este mismo instante! A haber sabido que me necesitabas habría venido mucho antes.
—¡Calle! ¿Quién te ha hecho ese traje?
—¿Quién, me lo ha de hacer? Yo misma. Ya sabes que lo tengo por costumbre.
—Y haces perfectamente: nunca te hará una modista un vestido semejante.
—He querido hacer el tuyo y tú no lo has consentido.
—¿Quién te ha vestido?
—Yo.
—¿Y quién te ha peinado?
—Yo. ¿No ves que voy peinada como siempre?
—Es cierto—asintió Magdalena con amarga expresión.—Tu hermosura no necesita de adornos que la realcen.
—Oye, Magdalena,—repuso Antonia acercándose a su prima y deslizando en su oído estas palabras que Amaury no pudo oír:—Si por cualquier motivo no quieres que se me vea en el baile, dímelo francamente y me volveré a mi habitación.
—¿Y con qué derecho y por qué razón habría yo de privarte de ese gusto?—preguntó Magdalena en voz alta.
—Yo te juro que eso no constituye ningún gusto para mi.
—Pues, hija, yo creía—repuso con sequedad Magdalena—que todo aquello que para mí era una dicha lo era también para mi amiga y mi prima, para mi buena Antoñita.
—¿Necesito acaso el son de los instrumentos, el resplandor de las luces y el bullicio del baile para participar de tu dicha? No, Magdalena, no; yo te vuelvo a jurar que en la soledad de mi cuarto elevo mis preces al Altísimo y hago votos por tu felicidad como pudiera hacerlos en la fiesta más solemne. Esta noche, además, no me encuentro bien del todo; estoy algo indispuesta.
—¿Que estás indispuesta, tú, con tal brillo en esos ojos y tal animación en esa tez? ¿Pues cómo estaré yo entonces, con esta palidez en el rostro y este cansancio en los ojos?
—Señorita—dijo entonces la modista,—ya está arreglado el vestido.
—¿No querías que te ayudase?—preguntó Antonia con timidez.—¿Qué hacemos? Dime.
—Haz tú lo que te plazca—contestó la hija del doctor;—creo que no soy yo quien debo ordenarte nada. Puedes venir conmigo, si quieres; puedes quedarte con Amaury, si eso te agrada más.
Y así que hubo pronunciado estas palabras, abandonó la estancia para entrar en su tocador, haciendo un ademán de displicencia que no pasó inadvertido para Amaury de Leoville.
Capítulo 16
—Aquí estoy—dijo Antonia, siguiendo a Magdalena y cerrando tras sí la puerta del tocador.
—¿Qué le pasará hoy a Magdalena?—exclamó Amaury, exteriorizando su pensamiento en voz alta.
—Es que sufre—respondió alguien detrás de él.—Tantas y tan repetidas emociones le producen fiebre y la fiebre la trastorna.
—¡Usted!—exclamó Amaury al ver al doctor, pues no era otro el que había pronunciado las anteriores palabras, después de haber asistido a la escena antes descrita, oculto tras de la puerta.—No trataba de reprochar su conducta a Magdalena; era sólo una pregunta que a mí mismo me dirigía, temiendo haber sido causa de su enfado.
—Tranquilízate, Amaury; ni tú ni Antoñita tienen culpa de nada. En caso de ser tú culpable lo serías solamente de ser amado por mi hija con entusiasmo excesivo.
—¡Cuán bueno es usted que así trata de tranquilizarme, padre mío!
—Ahora, Amaury, vas a prometerme no hacerla bailar demasiado y estar en todo momento a su lado procurando distraerla con tu conversación.
—Se lo prometo a usted.
Oyose entonces la voz de Magdalena, que decía, reprendiendo a la modista:
—¡Por la Virgen Santísima! ¡Cuidado que está usted hoy torpe! ¡Vaya!