Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
¡Ese hombre acabará por matarla! Cuando pienso en que si no le conociera ella podría vivir… Pero, no, no; si no fuera él sería otro; así lo exige de un modo implacable la ley de la Naturaleza. Tanto los corazones como las almas se buscan unos a otros. ¡Desgraciados de aquéllos cuyo corazón y cuya alma se encierran en un cuerpo débil y sin resistencia! Esos sucumben al choque que los despedaza.
»¡No y no! Ese casamiento es un sueño irrealizable; es un proyecto utópico. Mi hija sería víctima de su propia dicha. ¿No la tengo ahí moribunda por haber sido feliz un solo instante?»
30 de mayo.
«En los ocho días transcurridos nada he tenido que apuntar en mi diario.
»¡Ocho días, durante los cuales he vivido pendiente de los latidos de su corazón y de las alteraciones de su pulso! ¡Ocho días, durante los cuales no he salido de casa, no me he movido de este aposento ni me he apartado siquiera de la cabecera de esa cama; y, no obstante, jamás han pasado para mí en tan poco tiempo tantos sucesos, jamás he sufrido tantas emociones ni me han asaltado tantas ideas! He dejado abandonados a todos mis enfermos para pensar en uno solo.
»En esos días, el rey me ha enviado a buscar dos veces, participándome que estaba indispuesto y que necesitaba de mis servicios. Yo he respondido a su mensajero:
»—Diga usted al rey que mi hija se está muriendo.
»Gracias a Dios, está ya un poco mejor. Hora era de que la Parca comenzara ya a cansarse. Jacob no había combatido más que una noche, mientras que yo llevo ocho días con sus noches luchando contra la muerte.
»¡Oh, Dios eterno! ¿Quién sería capaz de describir la angustia de aquellos instantes en que creía próximo mi triunfo; en que veía cómo la Naturaleza, (¡admirable auxiliar del arte, por la permisión divina!) vencía a la enfermedad; en que tras una crisis que podría muy bien calificarse de batalla, lograba yo descubrir una leve mejoría que venía a henchir mi corazón de esperanza… y un simple acceso de tos o un nuevo ataque de la fiebre se encargaba de desvanecer tan gratas ilusiones?
»Todo volvía entonces a ser materia de duda, y yo descendía de nuevo abatido por el desaliento al abismo de la desesperación, al ver que el enemigo ahuyentado un instante reanudaba el combate con más encarnizamiento que nunca.
»El horrible buitre que con su pico y sus garras destroza el pecho de mi hija volvía a hacer presa en ella y entonces yo, prosternado y con la frente inclinada, invocaba a Dios diciendo:—¡Dios mío, escucha mis súplicas! ¡no me abandones! ¡Si tu providencia infinita no ayuda a mi ciencia desmedrada y estéril, mi hija y yo estamos perdidos!
»Gozo fama de ser médico muy entendido; hay en París centenares de personas que a mi saber y a mis desvelos deben su vida; yo, que he devuelto tantas esposas a sus maridos, tantas madres a sus hijos, tantos hijos a sus padres, tengo en estos momentos a mi hija moribunda, y no soy dueño de decir: ¡La salvaré!
«No pasa día sin que tropiece en la calle con personas, que ni siquiera se cuidan de saludarme, porque creen haberme pagado bien con su dinero, y sin embargo, a haberlas yo abandonado, ahora reposarían para siempre en el fondo del sepulcro, en vez de pasear a la luz del sol… ¡Y yo, que he sabido combatir a la muerte y llegar a humillarla en pro de seres extraños y hasta desconocidos para mí, tendré que sucumbir forzosamente ahora que lucho por la vida de mi hija, que es mi propia existencia!
»¡Oh! ¡Qué amargo sarcasmo! ¡Qué lección tan terrible recibe del destino mi vanidad de sabio!
«¡Ah! Es que las enfermedades de todos esos a quienes yo he curado eran terribles, sí, pero no mortales necesariamente; eran enfermedades para todas las cuales hay remedios conocidos. El tifus se cura con caldo y agua de Sedlitz; las meningitis más graves, con tratamientos antiflogísticos; las afecciones del corazón más rebeldes, con el método de Valsava; pero ¡ay! la tisis… No hay más que una enfermedad, sólo una, que ni el mismo Dios puede curar, si no es haciendo un milagro, y precisamente es ésa la que me arrebata a mi hija.
»Con todo, tengo yo noticia de dos o tres ejemplos de tisis de segundo grado, que ha sido radicalmente curada, y yo mismo he presenciado un caso en el hospital. Tratábase de un pobre huérfano, sobre cuya tumba no habría llorado nadie. Creo yo que Dios se apiadó de él porque lo vio tan solo, tan abandonado en este mundo.
»Muchas veces doy gracias al Altísimo por haber infundido en mi alma la vocación que me hizo abrazar esta carrera, que hoy me permite velar por la vida de mi hija.
»¿Puede haber alguien capaz de tener, como yo tengo, la paciencia de permanecer día y noche a la cabecera de mi enferma sin guiarle otro estímulo que el sentimiento altruista de la ciencia? ¿Habría alguien capaz de hacer por el oro o por la gloria lo que por amor paternal estoy yo haciendo? No; no hay nadie capaz de eso. Si yo la abandonase un momento y no estuviese a su lado para prever y combatir los riesgos que puedan presentarse, ya habría sido amenazada su existencia varias veces.
»Cierto es también que constituye un suplicio muy superior a todos los del infierno del Dante el ver con tal claridad en el pecho de una hija los dos fieros adversarios, los dos principios de vida y de muerte, cuando la vida, vencida, aniquilada, retrocede paso a paso para ir abandonando el campo poco a poco a su enemigo implacable y eterno.
»Afortunadamente el progreso del mal parece haberse detenido por ahora y me deja respirar con libertad un instante.
»Espero. ¿Podré también confiar? ¡Dios lo sabe!»
Capítulo 19
5 de julio
«Sigue muy mejorada y esta mejoría la debo a Amaury y a Antoñita. Amaury se ha portado como hombre capaz de todo sacrificio por la mujer a quien ama. Verdad es que él fue el causante del mal; pero justo es reconocer que no podía hacer más por llevar a la cima la empresa de repararlo. Ha dedicado a Magdalena todo el tiempo que le ha sido posible, consagrándose a cuidarla y reanimándola con su cariño y su tierna solicitud; y estoy seguro de que ella sola ha ocupado su pensamiento en todo instante.
»Mas yo advertía una cosa; cuando Amaury y Antoñita me acompañaban cerca de Magdalena, ésta parecía inquieta; miraba alternativamente al uno y al otro como si quisiera sorprender sus miradas y sus gestos, y como casi siempre tenía su mano en la mía, sin que ella se diese cuenta, yo sentía en su pulso latir los celos.
»Si se le aproximaba uno solo de los dos, volvía el pulso a su estado normal. Mas si los dos dejaban la habitación, ¡qué horrible debía ser el sufrimiento de mi pobre hija! ¡Cómo se recrudecía su estado febril hasta que alguno de ellos volvía a acompañarnos!
»Yo no podía hacer que Amaury se alejase, porque ella necesita como el aire su presencia. Ya veremos más adelante.
»Y tampoco era dueño de alejar de aquí a Antoñita. ¿Cómo podía decirle a esa pobre criatura, casta como la pura luz del cielo:—¡Vete!, Antoñita?
»Pero ella, que todo lo adivina, entró ayer en mi despacho y me dijo:
—Tío, creo que usted dijo un día que en cuanto volviera el buen tiempo y Magdalena estuviese algo mejor, la llevaría a su quinta de Ville-d'Avray. Pues bien, Magdalena se encuentra ya mejor, y estamos ya en primavera, y si hemos de ir allá, hay que visitar primeramente la quinta, que está deshabitada desde el año pasado, y sobre todo, tenemos que preparar con especial cuidado la habitación de mi prima. Deje a mi cargo esas cosas, que yo lo arreglaré todo.
»Adivinando yo su intención, en cuanto comenzó a hablar, la miré fijamente clavando mis ojos en los suyos, que acabaron por bajar su mirada, mientras su rostro se teñía de vivo carmín. Cuando volvió a alzar la vista, arrojose llorando en mis brazos y yo la estreché contra mi pecho.
»—¡Tío! ¡tío!—exclamó con voz ahogada por los sollozos.—No tengo yo la culpa, se lo juro. Amaury no ha puesto en mí sus ojos,