Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
que se revela en sus miradas ardientes, en su voz temblorosa, en sus movimientos bruscos. Ya ve usted que debo partir; lo comprende usted muy bien y si no fuera tan bueno, ya me lo habría indicado usted mismo.
»Por toda respuesta, imprimí un beso en su frente.
»Poco después entrábamos en el dormitorio de Magdalena, a la cual encontramos inquieta y visiblemente agitada.
»No nos costó mucho trabajo adivinar la causa; Amaury se había marchado hacía media hora y mi hija creía indudablemente que estaba con Antoñita.
»Me incliné hacia ella y le dije:
»—Hija mía, puesto que estás ya mucho mejor y de aquí a quince días podremos irnos al campo, tu prima se ha ofrecido a aposentarnos, yendo antes que nosotros para prepararlo todo en la quinta.
»—¿Qué dice usted, papá?—exclamó Magdalena.—¿Que Antoñita va a Ville d'Avray?
»—Sí, Magdalena—contestó su prima.—Ahora tú ya estás mejor, como acabas de oír de labios de tu padre, y tu doncella y la señora Braun y Amaury bastarán para cuidarte. Creo que no necesita más un convaleciente. Mientras tanto yo iré allí, prepararé tu cuarto, cuidaré tus flores, arreglaré tus invernaderos; en fin, pondré todo en orden y verás como cuando tú llegues lo encuentras a medida de tus deseos.
»—¿Y cuándo partes?—preguntó Magdalena con una emoción que no pudo ocultar.
»—Dentro de breves momentos. Ya hemos dado orden de que enganchen.
»Magdalena, impulsada por el remordimiento, por la gratitud, o quizás a la vez por ambas cosas, abrió entonces sus brazos a Antoñita y las dos primas se abrazaron con efusión. Hasta me pareció oír que mi hija deslizaba al oído de Antoñita esta palabra:—¡Perdón!
»Después, Magdalena pareció reunir sus fuerzas para preguntar:
»—¿No vas a aguardar a Amaury? ¿Vas a marcharte sin despedirte de él?
»—¿Despedirme? ¿Qué necesidad hay de eso, si hemos de volver a vernos de aquí a dos o tres semanas? Hazlo tú en mi nombre, que eso le gustará más.
»Y después de pronunciar estas palabras, salió de la habitación.
»Poco después, oímos rodar el coche que la llevaba, al mismo tiempo que José entraba a anunciarnos que acababa de partir.
»En aquel momento yo, que tomaba el pulso a Magdalena, noté un cambio muy sensible cuando ella oyó la noticia.
»De noventa pulsaciones, bajó setenta y cinco; luego fortalecida de aquellas emociones que a cualquier observador superficial habrían parecido bastante menos intensas, se durmió, tal vez con el sueño más tranquilo que había podido conciliar desde la noche fatal en que Amaury la llevó desde el salón al lecho en que aun estaba acostada.
»Como yo ya suponía que Amaury volvería pronto, adopté la precaución de abrir la puerta con cuidado para que no la despertase el rumor de su llegada.
»Esta no se hizo esperar. Cuando él entró, le indiqué con una seña que se sentase en el lado hacia el cual tenía vuelta la cara mi hija, para que pudiese verle así que abriera los ojos, ¡Ay de mí! Bien sabe Dios que ya no estoy celoso. ¡Quiera El que no se cierren sus ojos, sino después de gozar de dilatada existencia, y no importa que todas sus miradas las dedique a su novio!
»Desde este momento se afirma la mejoría.
9 de junio.
»Acentúase cada vez más la mejoría… ¡Gracias, gracias, Dios mío!
10 de junio.
»Su vida está ahora en manos de Amaury. Si consiente en lo que le pido, está salvada.»
Capítulo 20
Para relatar los anteriores sucesos nos hemos valido del diario del doctor, por ser éste el mejor medio de enterarnos de todo lo ocurrido a la cabecera del lecho de su hija y de compenetrarnos con el estado de ánimo de los que en ella tenían cifradas sus más caras afecciones.
El señor de Avrigny no se equivocaba al decir que estaba mejor la enferma. Gracias a los cuidados del padre y a la ciencia del sabio se había operado el milagro, y por aquella vez la muerte había sido vencida.
Con todo, el doctor, a pesar de toda su ciencia o tal vez a causa de ella, que le descubría todos los misterios del organismo humano, había vislumbrado interpuesta entre él y la enfermedad, una tercera influencia que él se consideraba impotente para combatir y que tan pronto venía en auxilio del mal con en el del médico. Esta tercera influencia la representaba Amaury; por eso había estampado en su diario que en manos de él estaba la vida de Magdalena.
Así, obrando en consecuencia, al día siguiente a aquél en que había escrito esta triste confesión envió a Amaury un recado diciéndole que le aguardaba, pues necesitaba hablarle. El joven, que aún no se había acostado, acudió inmediatamente al despacho del doctor.
El padre de Magdalena, sentado junto a la chimenea con la cabeza oculta entre las manos, estaba abstraído en tan hondas reflexiones que no lo oyó entrar ni notó su presencia cuando llegó adonde él estaba, hasta que Amaury, después de contemplarle un momento, le preguntó con acento de inquietud:
—¿Qué ocurre? ¿Por qué me ha hecho usted llamar? ¿Ha recaído Magdalena?
—No, hijo mío, no—respondió el doctor.—Precisamente porque está mucho mejor he querido hablar contigo. Siéntate, pues, y hablaremos.
Obedeció Amaury sin replicar, mas no libre de inquietud, porque el acento del doctor, por lo solemne, le revelaba que iba a tratarse allí de algún asunto muy serio.
Efectivamente, tan pronto como Amaury se acomodó en un asiento, le tomó el doctor la mano y mirándole fijamente, le dijo:
—Escúchame, Amaury: tú y yo somos como dos soldados que han peleado juntos en el campo de batalla; nos conocemos mutuamente, tenemos perfecta idea de nuestro valor y de nuestras fuerzas, y así podemos hablarnos con toda sinceridad, con absoluta franqueza.
—¡Ay!—repuso el joven.—Desgraciadamente, en esta larga lucha en la que todos aguardamos que usted triunfe, le he servido de muy poco; ha tenido usted en mí un mal auxiliar. Cierto es que si la intensidad del amor y el fervor de la oración constituyesen méritos a los ojos de Dios y sirviesen de ayuda a la ciencia, yo también podría atribuirme en cierto modo la gloria de haber contribuido a que Magdalena hoy esté convaleciente.
—Lo sé, Amaury, lo sé. Por eso, porque sé hasta qué punto la quieres, espero de ti, en bien de ella, un ligero sacrificio.
—Hable usted. Estoy dispuesto a todo, menos a renunciar a ser su esposo.
—No temas, hijo mío. Magdalena es tuya, o mejor dicho, no pertenecerá nunca a otro hombre.
—¿Qué quiere usted decir?
—Oye, Amaury; escucha en mis palabras la observación del médico y no el reproche de un padre. Yo comencé a temer por la salud de mi hija el mismo día en que nació; pero las dos veces en que más seriamente me ha alarmado desde que está en el mundo han sido: una, cuando le declaraste tu amor, y la otra…
—No me la recuerde usted, padre mío. ¡Cuántas noches, mientras usted velaba a su cabecera y yo lloraba en mi cuarto, me ha asaltado ese recuerdo, causándome la tristeza propia del remordimiento! Pero por fuerza tendrá usted que perdonarme, porque junto a Magdalena pierdo la razón, todo lo olvido, el amor me trastorna…
—De todo corazón te perdono, hijo mío, porque si así no fuera no la querrías. ¿Ves? En eso consiste la diferencia que hay entre tu amor y el mío; yo presiento las desgracias futuras y tú olvidas las pasadas.