Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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después de abatir su cuerpo y su espíritu los dos meses mortales que duró la enfermedad.

      »Cuando me vio, me dio un abrazo, y preguntóme si tenía algo que contarle de mi nueva vida. Yo le respondía que nada, que únicamente había recibido dos cartas de usted; y al querer entregarle la segunda, diciéndole que en toda ella encontraría recuerdos de Magdalena, se negó a tomarla a pesar de mi insistencia, y me dijo:

      »—Ya sé yo lo que dice. Amaury vive como yo en el pasado; pero como le llevo treinta y cinco años de delantera es indudable que llegaré yo primero.

      »Después de esto sólo me dirigió la palabra para hablarme de asuntos generales. ¡Santo Dios! Me da miedo su abstracción; me espanta el ver su indiferencia hacia las cosas relacionadas hasta con su propia vida.

      »Cuando acabó la comida durante la cual casi no hablamos, le abracé llorosa y él me acompañó hasta el coche que a la señora Braun y a mí nos volvió a nuestra casa de París.

      »Tal fue, Amaury, la entrevista que celebré con mi tío. Siempre que José viene a París, le pregunto por su amo, y como mi tío, para quien todo es indiferente, no le ha prohibido que responda a mis preguntas, me entero de lo que hace y sé cómo vive.

      »Todas las mañanas, sin preocuparse para nada del tiempo que pueda hacer, baja al cementerio para dar, según él dice, los buenos días a Magdalena.

      »Después de pasar una hora junto a la tumba, vuelve a casa, se desayuna, se retira a su despacho y abre los cuadernos en que desde que es hombre viene escribiendo el diario de su vida. En ellos, durante los veinte años que ha vivido Magdalena, no se ha olvidado nunca de apuntar las acciones de su hija juntamente con las suyas, puesto que la vida del uno ha sido la del otro. De ese modo puede decir a todas horas: «Hoy hace tantos años que estaba aquí o allá, que hicimos tal cosa juntos; que hablamos de tal asunto, etc.»

      »Así vuelven a pasar ante su vista todas las escenas del pasado, cuyos recuerdos le hacen llorar y sonreír a un tiempo; por más que siempre acaba por llorar, porque la conclusión siempre es la misma: él recuerda sus gracias, su hermosura, sus encantos, y siempre ha de acabar pensando en que todos esos dones se han desvanecido al soplo de la muerte. Y si alguna vez le parece eso increíble, bástale abrir la ventana y la vista de su tumba le muestra la cruel realidad.

      »Así se pasa las horas mi pobre tío saboreando las emociones que le causa esta penosa revista. Ninguna noche se acuesta sin despedirse de Magdalena; cuando se levanta va a darle los buenos días y en el resto del día siempre lleva en la mano una rosa blanca cortada de los rosales de su tumba y que al retirarse a descansar conserva hasta la mañana siguiente en un jarro de Bohemia que Magdalena tenía siempre en su cuarto.

      »Con frecuencia habla también al retrato de su hija, a aquel famoso retrato de Champmartín por cuya posesión manifestaba usted tanto interés.

      »Nunca abre un libro, ni una carta, ni lee periódicos, ni recibe a nadie. Ha muerto para el mundo de los vivos: únicamente vive él para la muerta.

      »Ya está usted tan enterado como yo de lo que ocurre en Ville d'Avray. Allí llora mi tío a Magdalena como yo la lloro en mi casa de la calle de Angulema, como usted, allí donde se encuentra, la llora del mismo modo. ¿Quién sería capaz de haberla conocido y no llorarla?

      »Mucho le agradezco a usted que me hable de ella; hábleme siempre de ella, usted que la ha conocido mejor que yo.

      »Al recordarla ahora se me figura una aparición celeste que me visita en sueños. ¿Acaso no era una santa que Dios nos presentaba para servirnos de ejemplo? Usted, Amaury, conoce una de sus buenas acciones; pero yo, podría citarle mil que le ayudé a practicar, y no son pocos los pobres que a estas horas deben bendecir su nombre.

      »Antes, sólo elevaba mis oraciones a Dios; ahora, le ruego a Dios, pero también le ruego a ella.

      »Hábleme de Magdalena con frecuencia, con mucha frecuencia, pero hábleme también de usted. ¡Ay! Le hago esta recomendación con el corazón palpitante y temblándome la mano porque temo ofenderle o incurrir en su desagrado. Quizás la achacará usted a curiosidad o a indiscreción de mi parte.

      »Para poner las manos en una heridas como las suyas hay que tenerlas muy suaves y muy delicadas. Magdalena habría escrito esta carta con gracia incomparable, con sin igual ternura; pero, ¿en dónde se podría encontrar otra como ella? Yo sólo puedo hablarle con el instinto de mi corazón y con mi amistad antigua y sincera, con mi hondo afecto de hermana.

      »¡Oh, Dios mío! ¿Qué no daría yo por ser en realidad su hermana? ¡Ah! Si lo fuera, me escucharía usted cuando yo le dijera:

      »—Amaury, hermano mío, no seré yo quien te aconseje que olvides y traiciones un recuerdo sagrado. Sé que tu corazón ha muerto para el amor y que ninguna mujer habrá ya de conmoverte. Justo es que seas fiel a tu muerta adorada; así obras con lealtad y así debes portarte. Pero aun siendo el amor la cosa más sublime que existe sobre la tierra, ¿no hay nada ya fuera de él? ¿Acaso no valen nada el arte, la ciencia, la política y tantas y tantas manifestaciones de la actividad humana en que se cifran las mas nobles ambiciones?

      »—Sí, Amaury, piénselo bien. Usted es joven, es rico, disfruta de una posición brillante y por lo mismo tiene grandes deberes que cumplir para con sus semejantes; ha de procurar ser útil a la humanidad. Aun concretándose simplemente a hacer limosnas podría considerar que la caridad es una de las múltiples formas del amor, cuya manifestación reviste tantos matices.

      »Usted puede hacer la felicidad de muchos, porque es rico, y lo es ahora doblemente porque su hermana Antoñita lo es también. No me he atrevido a rechazar de un modo categórico la proposición de mi tío por no causarle aflicción; pero mi vida es muy triste para consentir en asociarla con otra. De ninguna manera podría yo emplear esta fortuna mejor que en otorgar beneficios o estimular nobles ambiciones; y para ello, ¿a quién he de confiarla sino a usted? En ningunas manos puede estar mejor que en las suyas, hermano mío. Yo…

      »Pero hablemos de usted y no de mí. ¡Qué no daría, yo por saber enternecerle!

      »¿No es verdad que ha abandonado ya su idea de morir? Eso sería horrible; cometería usted un crimen. Mi tío llega ya al término de su vida, mientras que usted está aún al principio de la suya. Pocos conocimientos tengo yo en estos asuntos, pero creo que entre la suerte de ambos y entre los deberes respectivos de uno y otro, media una enorme distancia. Ya sé que usted no ha de amar, pero aun puede ser amado y ¡debe ser tan grato el verse amado!

      »No muera usted, Amaury, no muera usted. Piense constantemente en Magdalena; pero cuando se encuentre a orillas del Océano contemple ese Océano al mismo tiempo que recuerda su dolor. ¡Dios mío! ¿Por qué he de carecer de elocuencia para poder convencerle? Déjese convencer siquiera por las grandes cosas que admiran sus ojos, por esa eterna Naturaleza cuyos inviernos son nuncio de primavera y la muerte es siempre en ella el prólogo de una resurrección esplendorosa.

      »¿No es verdad que, al parecer, bajo esas nieves y esos hielos invernales no puede estar latente la vida para hacer su aparición pujante y vigorosa algo más tarde? Pues así también palpita con ardiente actividad la vida humana bajo las penas que inútilmente pugnan por aniquilarla y destruirla. No sea usted ingrato rechazando los dones que Dios le envíe; déjese consolar si le agrada que le consuelen; permítase a sí mismo vivir y obedézcale si le ordena que viva.

      »Perdóneme usted, Amaury, si le hablo de un modo tan expansivo y con tan abierta franqueza. Al pensar que está tan lejos, tan desesperado y solo, siento en mi alma una compasión y una ternura fraternales (iba a decir maternales), y estos afectos que su desgracia me inspira, me infunden fuerza y valor para dirigir esta súplica al amigo de mi niñez, para lanzar este grito al novio de Magdalena:

      »¡No muera usted, Amaury! ¡No muera usted!

      »Antonia de Valgenceuse.»

      Capítulo 39

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