Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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parecido al del mes pasado. Hemos hallado en su persona los mismos síntomas de abatimiento y he dicho y he escuchado casi las mismas palabras que en la anterior entrevista; así, que casi no puedo decir a usted nada nuevo que se refiera a su estado, pues de sobra lo conoce.

      »Ni tampoco tengo nuevas noticias que darle en todo lo que a mí afecta.

      »Con la bondad que le caracteriza me dice usted que quiere saber de mí.—¿Qué puedo yo decirle, Amaury? Sólo Dios ve y juzga mis pensamientos; y mis acciones se repiten a diario con una uniformidad, con una monotonía desesperante.

      »Durante el día me ocupo en los quehaceres domésticos y en las labores propias de mi sexo: a ratos bordo y a ratos toco el piano.

      »Algunas veces vienen a visitarme los antiguos amigos de mi tío y su presencia rompe en tales ocasiones esta monotonía de mi vida. Pero, si he de ser sincera, diré que sólo dos nombres oigo pronunciar con agrado.

      »Es el primero el del conde de Mengis, pues él y su esposa se muestran conmigo muy amables y me tratan como a una hija.

      »El segundo nombre, Amaury, es el de su amigo Felipe Auvray. Este es el único que sin ser sesentón tiene entrada en mi casa, y yo le recibo en presencia de la señora Braun, naturalmente. Y si goza tal privilegio, bien sabe Dios que no lo debe a su insulsa conversación, sino a la circunstancia de ser amigo de usted, hermano mío.

      »El me habla poco de usted, pero en cambio le hablo yo, y como él le conoce tanto, aprovecho esa circunstancia y aun abuso de ella siempre que viene a verme. Cuando entra me saluda, y si hay otra visita guarda silencio con aire meditabundo y se contenta con mirarme de un modo tan insistente que yo acabo por sentirme desazonada y molesta.

      »Si me encuentra sola con la señora Braun se muestra más animado; pero así y todo, me veo obligada a soportar casi todo el peso de la conversación, que indefectiblemente recae sobre Magdalena o sobre usted.

      »No debo ocultar esta confesión a un hombre de sentimientos tan nobles y delicados como usted… El cariño es el alimento del alma, y usted constituye el único afecto de mi infancia, el único que hoy tengo y el único que me resta en lo futuro.

      »Con toda sinceridad le declaro que me consume este aislamiento en que vivo, y del cual me quejo a usted porque en mi alma no cabe el disimulo… ¿Obro bien? No lo sé; pero yo quisiera distraerme, salir, frecuentar la sociedad… vivir, en suma.

      »Estas habitaciones me dan frío; en ellas tengo miedo, y al encontrarme ante un busto marmóreo o uno de esos inmóviles retratos que adornan sus paredes, resurge en mí la Antoñita de siempre. ¡Temo que soy la misma, Amaury!

      »El melancólico y tristón Felipe, goza el privilegio de que me río de él para mi fuero interno cuando le tengo en mi presencia, y con la señora Braun cuando se ha marchado… A ése no tengo que respetarle…

      »Puede usted reñirme por esta tendencia a la burla que yo misma me echo en cara, sobre todo tratándose de uno de sus mejores amigos. Puede usted reñirme, Amaury, pues es el único capaz de corregir mis defectos si así se lo propone… Pero no me gusta oírle hablar de usted: querría oírle a usted mismo.

      »¿Cuál es ahora su disposición de ánimo? ¿En qué piensa? ¿Qué siente?

      »¡Oh! ¡Cuán triste es mi posición, colocada entre usted y mi tío!… Me espantan, me aniquilan, esos dos grandes dolores…

      »Tenga usted en mí, hermano mío, un poco de confianza y no deje que mi alma se consuma en tan triste soledad. Un espíritu débil que se asusta y que llora merece alguna condescendencia.

      »A veces llego a envidiar la suerte de Magdalena. Ella dejó este mundo siendo amada y ahora es feliz allá arriba, mientras que yo vivo enterrada en la soledad y el olvido, más odiosos que la tumba…

      »Antonia de Valgenceuse.»

      Capítulo 41

      Índice

      Amaury a Antonia «Colonia, 10 de diciembre.

      »Se queja usted, Antoñita, de que le hablo poco de mí. Ahora mismo voy a castigarla escribiéndole una carta egoísta hasta la exageración. Comenzaré por dedicarme dos o tres páginas, y así tendré el derecho de consagrarle luego algunas líneas. ¿Quedará usted con ello satisfecha?

      »Ya estoy en Colonia, o mejor dicho frente a Colonia: en Deutz.

      »Desde mi balcón de la fonda de Bellevue veo el Rhin y la ciudad. Esta, al ponerse el sol, ofrece un aspecto por demás fantástico. El astro del día se oculta detrás de ella y enciende el fondo del cuadro haciendo destacarse las casas y las agujas de las iglesias entre maravillosos efectos de claroscuro. El río corre, y sus aguas presentando variados reflejos, ya rojos, ya oscuros, siniestros casi siempre, completan la sorprendente belleza de la espléndida puesta de sol.

      »Yo me extasío ante ese cuadro que la catedral domina con sus dos ciclópeas torres.

      »Cuando los arquitectos inspirados por la fe y pagados por la vanidad humana hayan terminado su obra, ya el sol no podrá hacer brillar la majestad de Dios al través del edificio transformando en horno resplandeciente el abismo que forman los dos sublimes fragmentos de esa magna obra del hombre.

      »Contemplo el cuadro con el interés de un artista.

      »Lo confieso: me gusta esta ciudad que a un tiempo es antigua y es moderna, que es venerable y coqueta, que piensa y ejecuta. ¡Ah! ¿Por qué Magdalena no ha de estar aquí conmigo para contemplar juntos esa puesta de sol incomparable?…

      »Mi banquero me ha obligado a aceptar un vale que me da entrada en el Casino. No asisto, por supuesto, a las veladas que allí se celebran; pero durante el día me paso largos ratos hojeando los periódicos en el salón de lectura.

      »He de confesarle a usted, Antoñita, que al principio me causaban indecible repugnancia aquellas doce columnas que haciéndose eco de cuanto ocurre en el mundo no me decían ni una palabra de lo que a mí me interesaba. Esa sociedad parisiense que ríe y se divierte sin cesar, y todo ese equilibrio europeo incapaz de alterarse por el más hondo dolor individual, me ponían colérico. Pero al fin hube de pensar:

      »—¿Qué puede importarle a ese mundo indiferente la muerte de mi pobre Magdalena? Todo se reduce a que haya en la tierra una mujer menos y en el Cielo un ángel más…

      »¡Cuán egoísta soy! ¡Empeñarme en verme acompañado en mi tristeza, siendo así que no comparto la tristeza ajena!

      »Por fin he llegado a recorrer con mi vista las columnas de esos periódicos que me causaban enojo y hoy los leo con cierta curiosidad…

      »¿Sabe usted que casi hace ya tres meses que falto de París? ¡Con qué rapidez transcurre el tiempo lo mismo para el dolor que para el gozo!… ¡Ah! A veces esta idea pone espanto en mi ánimo. Aún me parece ver a Magdalena, postrada en su lecho de agonía, dándome una mano a mí y otra a su padre, mientras que usted trataba en vano de dar calor a sus pies, invadidos ya por el frío de la muerte…

      »Existe, Antoñita, una gran verdad que sólo sabemos apreciar cuando estamos en el extranjero, y es que la única vida que tiene realidad es la vida de París. En los demás países del mundo se vegeta con más o menos actividad, pero se vegeta al fin. Únicamente en París se agita el espíritu y progresan las ideas.

      »A pesar de reconocerlo así, Antoñita, yo sería capaz de permanecer aquí mucho tiempo si a mi lado hubiese una persona con quien hablar de ella, si compartiese usted conmigo la contemplación de estos cuadros magníficos que a mi vista se ofrecen de continuo.

      »¡Ah! ¡Si yo pudiese estrechar una mano cariñosa en esas horas de mudo arrobamiento que paso de pie ante mi balcón!… ¡si me fuese dable el ver reflejadas en una tierna mirada todas mis impresiones!… ¡si hubiese un alma a quien poder confiar mis pensamientos!…

      »Pero


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