Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
Diario del Doctor Avrigny
«El doctor Gastón ha venido a visitarme pretextando querer celebrar conmigo una junta; pero en realidad, con el solo propósito de verme. Ya me explico su deseo: Antoñita le ha dicho que estoy enfermo y él ha querido examinarme.
»Pero yo, sospechando la verdad, me he negado a recibirle. Quiero guardar para mí solo, substrayéndolo a toda mirada extraña, el tesoro que Dios se digna enviarme.
»Mucho tiempo he pasado en la incertidumbre; pero hoy ya los síntomas no ofrecen la menor duda: estoy atacado de una cerebritis, de una de esas raras dolencias que siguen casi siempre a un dolor moral intenso.
»Se me presenta magnífica ocasión de hacer en mi propio cuerpo estudios que habrán de ser sumamente curiosos para la ciencia, pues nada hay más interesante para el médico que seguir las fases que una enfermedad recorre libremente al través de un organismo humano sin tropezar con trabas que traten de detener sus progresos.
»Atravieso el primer período. En ocasiones noto que momentáneamente he perdido la memoria, y a este fenómeno suceden extrañas exaltaciones, dolores de cabeza, tan agudos como pasajeros, y contracciones parciales, que con frecuencia, y cuando menos lo espero, me hacen caer en mi asiento o privan de movimiento a mis brazos cuando los alargo en busca de algún objeto.
»De aquí a dos o tres meses todo habrá terminado y no sufriré ya.
»¡Dos o tres meses! ¡Qué largo es ese plazo!
»Mas, ¡cuán ingrato soy! ¡Perdóname, Dios mío!
Capítulo 43
El 1.º de mayo hacia las once de la mañana como tenía de costumbre, llegó Antoñita a Ville d'Avray, encontrando al doctor Avrigny inclinado un grado más, hacia la sepultura.
Desde algún tiempo acá notaba en aquella inteligencia, antes vigorosa, extrañas distracciones y algo así como un principio de insania.
El espíritu se perturba como la vista a fuerza de mirar siempre hacia un mismo objeto y así la única idea que irradiaba en las tinieblas de aquella triste existencia, la arrastraba como un fuego fatuo hacia los abismos de la locura a fuerza de contemplar la muerte.
No obstante, el 1.º de mayo, haciendo un supremo esfuerzo, y como estimulado por la rapidez del tiempo, quiso informarse con mayor solicitud aún que en las anteriores visitas de la vida presente y de los proyectos que su sobrina había trazado para el porvenir.
Antonia procuraba evadir la conversación siempre enojosa; pero el doctor insistió diciendo con alegre y serena sonrisa:
—Oye, Antoñita, no trates de engañarme, hazte cargo de la realidad. Presiento ya mi fin, y mi alma que, en efecto, está más impaciente que el cuerpo, empieza por abandonar a intervalos este mundo para volar al otro en ensueños y divagaciones. Este es mi estado y podrás creerme que me congratulo de ello, porque el hecho de que un cerebro se rebele contra mi voluntad es un síntoma de lúcido y antes de que me abandone del todo, quiero pensar en ti, querida hija de mi hermana, para que tu madre me reciba allá arriba con satisfacción. Primeramente: ¿A quién sueles recibir en tu casa, Antoñita?
La sobrina del doctor empezó a nombrar a aquellas de sus antiguas amistades que no habían cesado de visitar la casa de la calle de Angulema, citando por último a Felipe Auvray.
El enfermo recapacitó.
—¿Ese Felipe Auvray no es amigo de Amaury?
—Sí, señor.
—¿Uno muy elegante?
—¡Oh! no, tío.
—Pero joven y de gran posición, ¿no es eso?
—Sí.
—¿Noble?
—No.
—¿Te ama?
—Lo sospecho.
—¿Y tú a él?
—Ni un comino.
—A eso se llama contestar categóricamente. Pero, ¡vamos! ¿no amas a otro?
—Mi pecho no alberga otro amor que el de usted, tío—respondió la joven suspirando.
—Antoñita, eso no basta. Dentro de un mes o dos yo voy a dejar de existir, y si sólo me amas a mí no quedará nadie que te ame.
—¡Oh! tío de mi alma, espero que se habrá usted equivocado.
—No lo creas, hija mía; no me equivoco: mis fuerzas me abandonan de día en día. Todas las mañanas cuando voy a despedirme de mi pobre Magdalena, me da el brazo José, que tiene cinco años más que yo. Afortunadamente—prosiguió volviéndose al cementerio,—esa ventana abre por casualidad sobre su tumba, de suerte que a lo menos podré contemplarla en el momento de morir.
En aquel momento dirigió los ojos hacia el lugar donde reposaba Magdalena, y levantose de súbito, apoyando la mano sobre uno de los brazos de su butaca con una fuerza insólita, exclamando con visible emoción:
—¿Quién es aquel que está ante la tumba de Magdalena? Dime, ¿quién es?
Después sentose de nuevo, diciendo:
—¡Ah! no es un extraño: es él.
—¿Quién?—exclamó Antoñita precipitándose al exterior.
—¡Amaury!—respondió el doctor.
—¡Amaury!—repitió Antoñita, apoyándose en el muro, porque se sintió desvanecer.
—Sí. A su vuelta, ha querido hacer a esa tumba su primera visita.
Y dicho esto volvió a quedar el doctor en su inamovilidad y silencio de costumbre.
Antoñita quedó asimismo muda e inmóvil, mas por una causa totalmente diversa. El doctor no sentía nada; ella, en cambio, sentía excesivamente.
El que acababa de llegar era, efectivamente, Amaury, quien se había hecho llevar en seguida al cementerio. Una vez allí se arrodilló sobre la tumba, oró durante diez minutos y luego dirigiose hacia la la puerta con ánimo de retirarse.
Antoñita experimentó un extraño desfallecimiento, pues comprendió que iba a entrar en la estancia.
Efectivamente, unos segundos después, oyéronse los pasos de alguien que subía la escalera, abriose la puerta y apareció Amaury.
A pesar de estar advertida, Antoñita no pudo reprimir un grito que pareció despertar al doctor de su letargo y de su postración.
—¡Amaury!—exclamó Antoñita.
—¡Amaury!—dijo tranquilamente el doctor, cual si se hubiese separado la víspera de su pupilo.
Tendiole la mano y Amaury se le acercó y se postró ante él de hinojos.
—Bendígame, padre mío,—dijo.
El doctor puso, sin decir palabra, las manos sobre su cabeza.
Amaury permaneció unos momentos en esta posición mientras sus ojos vertían abundantes lágrimas. Antoñita hacía lo mismo; sólo el viejo permanecía impertérrito.
Por fin, levantose el joven y acercándose a Antoñita le besó la mano. Luego, los tres se contemplaron un instante en el mayor silencio.
El efecto que el doctor produjo a Amaury era de los más deplorables. Después de ocho meses de ausencia le encontraba más cambiado que si hubiesen transcurrido ocho años. Su pecho se había encorvado, su frente estaba llena de arrugas, la voz le temblaba, y sus cabellos se habían puesto blancos como la nieve.
No