Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
—Su abuelo, querrás decir en todo caso; y además, aunque esas hablillas tuviesen fundamento, hoy no se hace ya a los hijos responsables de las faltas de los padres. Así es que puedes presentar ese joven a Antoñita por medio del señor de Mengis y si le place…
—¡Ah! ¡qué olvidadizo soy!—exclamó Amaury, dándose una palmada en la frente.—Está visto que unos meses de ausencia han bastado para hacerme perder por completo la memoria. Olvidaba que Leoncio juró vivir y morir en el celibato. Es un propósito monomaníaco y las más adorables y aristocráticas beldades del barrio de San Germán se han estrellado en su sistemática esquivez.
—¡Pues bien!—dijo el doctor.—¿Tendremos que acudir a Felipe de Auvray?
—Ya le he dicho, tío mío… —interrumpió Antoñita.
—Deja hablar a Amaury, hija mía.
—Querido tutor—contestó Amaury con visible malhumor,—no me pregunte nada que ataña a ese Felipe a quien no volveré a ver en mi vida. Antoñita le ha recibido a pesar de mis consejos y puede recibirle todavía, si le parece bien, pero yo no podré perdonarle su indigno modo de olvidar.
—¿Olvidar a quién?—preguntó el anciano.
—A Magdalena, señor.
—¡Cómo! ¿Magdalena?—exclamaron a un tiempo el doctor y Antoñita.
—Sí. En dos palabras van a conocer a ese hombre: Amaba a Magdalena; él mismo lo confesó y hasta me suplicó que la pidiese para él en matrimonio, precisamente el mismo, día en que acababa usted de concederme su mano. ¡Pues bien! hoy ama a Antoñita como había amado a Magdalena y como había amado a otras diez. Juzgue, pues, de la confianza que puede merecer un carácter tan voluble que borra en menos de un año una pasión que él aseguraba ser eterna.
Antoñita bajó la cabeza ante esta profunda indignación de Amaury y permaneció como aterrada.
—Eres muy severo, Amaury—dijo el doctor.
—¡Oh! sí muy severo—añadió tímidamente Antoñita.
—¿Le defiende usted, Antoñita?—exclamó vivamente Amaury.
—Defiendo a nuestra pobre naturaleza humana—contestó la joven.—No todos los hombres, Amaury, tienen su alma inflexible y su inmutable constancia. Debe usted ser más generoso compadeciendo las debilidades de que no participa.
—Según eso—replicó Amaury,—Felipe encuentra indulgencia en su corazón… Y es Antoñita…
—Quien tiene razón—dijo el doctor terminando la frase.—- Condenas con demasiado rigor, Amaury.
—Pero me parece… —replicó éste con vehemencia.
—Sí—interrumpió el anciano,—tu apasionada edad no es clemente, lo sé, y no quiere transigir con las debilidades del corazón humano. Yo en mi vejez, he aprendido a ser indulgente y ya experimentarás quizá algún día a tu costa que las más indomables voluntades se doblegan con el tiempo y que en el juego terrible de las pasiones el más fuerte no puede responder de sí mismo; el más orgulloso no puede decir: «Yo seré el mismo mañana.»
No juzguemos, pues, severamente a nadie, a fin de no serlo a nuestra vez; el destino es el que nos conduce y no nuestra voluntad.
—¿De ese modo—exclamó Amaury,—me supone capaz de olvidar algún día a Magdalena?
Antoñita palideció.
—Nada supongo, Amaury—dijo el anciano meneando la cabeza;—- he vivido, he visto y sé. Sea de esto lo que quiera, puesto que has aceptado el papel de padre joven de Antoñita, procura, amigo mío, ser ante todo misericordioso y bueno.
—Y no me reprenda—añadió Antoñita con ligero acento de amargura,—el haber confesado un instante que después de haber amado a Magdalena podía amarse a otra. No me reprenda: estoy arrepentida.
—¡Ah! ¿Quién puede reprenderla, Antoñita, ángel de dulzura?—dijo Amaury, que no había reparado en el amargo sentimiento que habían inspirado sus palabras en la joven.
En aquel momento José, fiel a la consigna dada, vino a anunciar que ya era la hora de partir y que estaba listo el coche que debía conducir a Antoñita.
—¿Acompaño a Antoñita?—preguntó Amaury al doctor.
—No, amigo mío—replicó el doctor.—A pesar de tus funciones paternales, eres muy joven todavía, y es preciso conservar ante el mundo el más estricto decoro.
—Pero le advierto—dijo Amaury.—que ya he despachado el carruaje en que he venido.
—No tengas cuidado: queda otro coche a tus órdenes. Aun hay más: como no puedes continuar viviendo en la calle de Angulema y como sin duda quieres visitar a Antoñita en París, te suplico que no le hagas visita alguna sin ir acompañado de alguno de mis más íntimos amigos. Mengis, por ejemplo, va a verla tres veces por semana y a horas fijas. El puede acompañarte y lo hará con mucho gusto, como lo ha hecho siempre con Felipe.
—De ese modo, ¿se me considera como una persona extraña?
—No, Amaury; eres mi hijo, a mis ojos y a los de Antonia; pero a los del mundo, eres un joven de veinticinco años y nada más.
—No dejará de ser divertido, encontrarme sin cesar a ese Felipe que no puedo sufrir y que pensaba no volver a ver jamás.
— ¡Oh! déjele venir—exclamó Antoñita,—aunque no sea más que para hacerse cargo del recibimiento que le hago y convencerse de que es muy difícil el tratar de desanimarle cuando persiste en sus visitas.
—¿De veras?—dijo Amaury.
—Juzgará usted mismo.
—¿Cuándo?
—Desde mañana, el conde de Mengis y su esposa quieren consagrar a su pobre reclusa las tertulias de los martes, jueves y sábados. Venga mañana que es sábado.
—Mañana… —murmuró Amaury vacilando.
—¡Oh! venga, venga, se lo suplico—insistió Antoñita.—Hace tanto tiempo que no nos vemos que debemos tener muchas cosas que decirnos.
—Ve, Amaury, ve—dijo el anciano.
—Pues bien, hasta mañana, Antoñita—dijo el joven.
—Hasta mañana, hermano mío—respondió Antoñita.
—Y yo, hijos míos, hasta dentro de un mes—dijo el doctor, que había escuchado su discusión con melancólica sonrisa;—y si durante este mes soy necesario por cualquier motivo, tendré abierta mi casa para ambos.
Y apoyado en el brazo de José, los acompañó hasta sus coches respectivos.
Cuando se disponían a partir, les dio un abrazo, y les dijo:
—Adiós, amigos míos.
—Adiós, nuestro buen padre—contestaron los jóvenes.
—¡Amaury—exclamó Antoñita, en tanto que José cerraba la portezuela,—acuérdese de los martes, jueves y sábados!
Y dirigiéndose al cochero, le dijo:
—Calle de Angulema.
—Calle de Maturinos—dijo Amaury al suyo.
—Y yo—murmuró el doctor, después de haberlos visto alejarse,—y yo al sepulcro de mi hija.
—Y apoyado en el brazo de su fiel criado, el anciano tomó el camino del cementerio para ir, como todos los días, a dar las buenas noches a Magdalena.
Capítulo 44
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