Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
esto llegaba, proponíase pasar por la calle de Angulema unas diez veces diarias para convencerse de que era Felipe y no otro quien estaba comprometiendo a su pupila.
No menos excitado y estupefacto ante estos hechos se hallaba Raúl de Mengis, quien se dedicó en los primeros momentos de su caída a estudiar las causas de las bruscas variaciones que acusan los barómetros femeninos, dándose luego a observar lo que pasaba a su alrededor con la penetración y perspicacia de un diplomático, hasta que un día el conde, a últimos de mayo habiéndole visto ganar en favor tanto que le creyó en el apogeo de la dicha, preguntole cómo le iba con Antoñita, a lo que Raúl respondió sin rodeos:
—De tal modo me va, querido tío, que a mi juicio, si me ha obligado usted a hacer un viaje de ochocientas leguas para casarme en la calle de Angulema, creo que ha sido inútilmente; debo manifestarle con toda franqueza que renuncio generosamente a la mano de una Isabel que todas las mañanas tiene rondando al pie de sus balcones un Leandro como Felipe y un Lindoro como Amaury.
—Raúl—dijo con severidad el conde,—no se debe juzgar por las apariencias.
—Querido tío—repuso Raúl,—no me fío precisamente de la policía de la embajada, sino de mis propios ojos, que esta vez no me engañan.
No le pidió el conde explicaciones, como era de esperar, concretándose a reprenderle ásperamente, y decirle que no consentía que se pusiese en tela de juicio la intachable reputación de su protegida.
Ante tal actitud, Raúl se abstuvo de proseguir, pues además de ser naturalmente discreto, estaba habituado a tratar al conde de Mengis con todo el respeto que un sobrino de buena educación debe profesar a un tío que teniendo cincuenta mil libras de renta se ha dignado instituirle su heredero universal.
Tenía Raúl la costumbre de ir todas las mañanas a ver a un amigo que vivía frente a la casa del doctor Avrigny, y fumar en su compañía un cigarrillo mientras tenían un rato de conversación. Así, si bien le era imposible saber lo que pasaba en la casa de la otra acera, porque sus cortinas estaban tan corridas para él como para el resto de los mortales, no dejó de enterarse minuciosamente de cuanto pasaba en la calle.
Por más que el conde no concedió o pareció no conceder en el primer momento importancia a las revelaciones de su sobrino, tal preocupación le causaron que en seguida escribió a Amaury, solicitando una entrevista con él. Esto sucedía un jueves, 30 de mayo.
Recibió Amaury la carta en el momento de disponerse a salir de su casa, y lo hizo inmediatamente para satisfacer los deseos de un anciano por quien sentía un respeto rayano en veneración, a cambio de un afecto casi paternal.
—Mucho le agradezco—dijo el conde al verle—la diligencia que ha puesto en el cumplimiento de mis deseos. Pocas palabras tengo que decirle, pues bien creo que me comprenderá sin necesidad de prolijas explicaciones. Usted ha prometido al doctor Avrigny velar por su sobrina y ser para ella consejero fiel, guía y hermano, ¿no es así?
—Sí, señor, y espero cumplir mis promesas.
—Entonces, su reputación será para usted, no sólo respetable, sino muy preciosa.
—Más que la mía propia, señor conde.
—En tal caso quiero que sepa usted que hay un joven que compromete a Antoñita pasando y repasando por delante de la casa que habita, y hasta llega en su audacia a pararse y mirar con toda fijeza y descaro hacia los balcones.
—Tengo que contestarle, señor conde, que eso que usted me comunica es cosa vieja para mí—dijo Amaury, frunciendo las cejas.
—Pero quizá—continuó el conde—con el propósito de hacer comprender a uno de los dos culpables lo grave del asunto, cree usted, o finge creer que nadie, excepto usted (y el conde subrayó esta palabra) está enterado de estas cosas.
—Es la verdad, señor conde—repuso Amaury, con grave acento—que yo creía ser el único conocedor de todas esas inconveniencias; pero, según veo, estaba equivocado.
—Siendo así, ya comprenderá usted, querido Leoville, que por más que la honra, de Antoñita está a cubierto de toda sospecha y no habrá de sufrir menoscabo por lo que el vulgo pueda suponer, acaso sería conveniente…
—Que cesen esas demostraciones—interrumpió Amaury,—en lo cual somos ambos de la misma opinión.
—Este era mi propósito al hacerle molestarse en venir a mi presencia y espero me perdonará la franqueza de que abuso.
—Antes bien se la agradezco, caballero; y yo doy a usted mi palabra de honor de que, muy pronto, todo eso habrá terminado.
—Basta, amigo mío; a tal promesa cerraré de hoy más mis ojos y mis oídos.
—Por mi parte no puedo menos de agradecerle que me haya llamado con toda confianza y elegido para encargarme la misión de acabar con las audacias de un impertinente.
—¡Cómo! ¿Qué quiere usted decir?
—Tengo el honor de saludarle, señor conde—dijo Amaury, haciéndolo gravemente.
—Perdone usted, Leoville. Temo que me haya comprendido mal, o mejor dicho, que no me haya comprendido.
—Sí, señor conde; le he comprendido perfectamente—dijo Amaury.
Y salió, saludando por segunda vez y haciendo con la mano un ademán para indicar que no había que agregar una palabra a lo que habían hablado.
Cuando subía al cupé pensaba casi en voz alta:
—¡Ah, miserable Felipe! (Amaury no sospechaba que la reprimenda había sido para él).—¿Conque era su señoría el que rondaba la calle de Angulema? ¿Conque eres tú el que pones en lenguas la reputación de Antoñita? A fe mía que tengo hace mucho tiempo fuertes ganas de darte un buen tirón de orejas, y pues me lo aconseja un hombre tan respetable como el conde de Mengis, voy a saborear ese placer.
Embebido en estas divagaciones no daba ninguna orden a su lacayo, que las esperaba sombrero en mano, hasta que cansado de aguardar, preguntó:
—¿A dónde, señorito?
—A casa del señor Felipe Auvray—contestó Amaury en tono que no tenía nada de pacífico.
Capítulo 48
Como Felipe, que no quería renunciar a sus antiguas costumbres, seguía viviendo en el barrio Latino, era larga la distancia que habla que recorrer, y Amaury tenía tiempo para que se transformase en cólera todo el mal humor que había sacado de casa del conde. Así, cuando Orestes llegó a la casa de su antiguo Pílades, llevaba su alma en tal estado que sin abusar de la metáfora puede decirse que rugía en ella una tempestad furiosa.
Sacudió violentamente el cordón de la campanilla, sin fijarse en el hecho de que la pata de liebre de la calle de San Nicolás se había trocado en pata de ganso.
Abrió la puerta una gorda maritornes, pues Felipe, siempre infantil y candoroso, había conservado la costumbre de hacerse servir por una mujer.
En aquellos momentos estaba en su despacho, con los codos apoyados en la mesa, la cabeza entre las manos, y los dedos ferozmente hundidos en el cabello, embebido en la formidable cuestión de la pared medianera.
La obesa servidora que no se tomó ni aun la molestia de enterarse del nombre del visitante echó a andar delante de él pasillo adentro y abrió la puerta del despacho anunciando la visita con esta sencilla fórmula:
—Señorito, aquí hay un caballero que pregunta por usted.
Levantó Felipe la cabeza al tiempo que lanzaba un profundo suspiro revelador de la existencia de su melancolía hasta en las cuestiones de propiedad, y dejó escapar una exclamación de sorpresa al ver a su antiguo amigo.
—¡Cómo!