Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


Скачать книгу
tú, sino yo el que se bate con este caballero, y a juzgar por la destreza que ha demostrado al dispararme, se ve que es un enemigo peligroso. Venga la pistola y concluyamos; quiero ver si gozo de tan buena puntería como él.

      Felipe no sabía qué hacer ni qué excusa presentar; era tan grotesca su actitud y tan francas y ridículas sus palabras, que los demás rompieron a reír estrepitosamente.

      Vino a sacarle al pobre Felipe de aquel apuro un coche que, apareciendo por una avenida transversal al trote largo, se detuvo en la de la Muette, al mismo tiempo que asomando medio cuerpo por la portezuela, gritaba un caballero con toda la fuerza de sus pulmones:

      —¡Alto, señores, alto; deténganse ustedes!

      Era el anciano conde de Mengis, a quien reconocieron al punto Felipe y Amaury.

      Este arrojó el arma y se acercó a Alberto, quien a su vez acercose a Felipe, el cual aún conservaba la pistola descargada en la mano.

      —¡Diantre, señor de Auvray, deme usted pronto esa arma!—exclamó el procurador.—Existe una ley contra los desafíos.

      Felipe se la entregó maquinalmente, mientras se deshacía en protestas exageradas para convencer a Alberto de que si le había agujereado el sombrero había sido sin intención deliberada…

      —¡Soberbia carrera acabo de emprender por vuestra culpa, caballeritos!—dijo el conde bajando del coche.

      A Dios gracias llego a tiempo de evitar un desastre. Porque supongo que la detonación que acabo de oír no ha tenido consecuencias.

      —Salvo el orificio que mi torpeza ha abierto en el sombrero de este señor—dijo humildemente Felipe,—no ha sido nada; y aun ello se debe a mi falta de maestría en el manejo de las armas.

      —Pero, ¿se ha batido usted con este caballero?—preguntó asombrado el conde.

      —No, señor, con Amaury; pero sin duda se me ha desviado el cañón y sin saber cómo el proyectil, dirigido a Amaury, ha estado a punto de matar a este caballero.

      El conde juzgó que era hora de tratar en serio un negocio que le parecía muy grave; así, dijo cambiando de tono:

      —Tengan la bondad, señores, de dejarme hablar sólo unos minutos con los señores de Auvray y de Leoville.

      Alberto y el procurador se inclinaron, alejándose a una discreta distancia para que se quedaran solos los tres.

      —¿Cómo así, señores?—dijo el de Mengis a los jóvenes.—¿Por qué han llevado acabo ese duelo? Usted no me prometió esto, Amaury. Le ruego que me diga el motivo que le indujo a tener ese encuentro con Felipe, faltando a su palabra.

      —Felipe comprometió a Antoñita, y por eso me bato con él.

      —Y usted, Felipe, ¿por qué causa se batió con su amigo?

      —Porque Amaury me ha ofendido gravemente.

      —Repito que usted estaba comprometiendo a Antoñita, y por eso le he insultado. El propio señor conde me advirtió que…

      —Dispénseme, señor Auvray, le suplico me deje decirle dos palabras a Amaury.

      —¿Y bien, señor conde?…

      —No se aleje usted mucho; tengo que hablarle también.

      Felipe saludó y se apartó unos pasos.

      —Usted no me comprendió, por lo visto, Amaury—dijo el conde al quedar solo con éste.—Felipe no era el único que comprometía a Antoñita.

      —¡Cómo!—exclamó Amaury—hay otra persona que se haya atrevido…

      —Desgraciadamente, sí, y esa otra persona es usted, Amaury. Felipe comprometía a Antoñita con sus paseos a pie y usted con los suyos a caballo.

      —¡Qué dice usted!—exclamó Amaury.—¿Es posible que alguien sospechara siquiera que yo quería a Antoñita?

      —No ha faltado quien haya hecho esta conjetura; sepa usted que mi sobrino, único pretendiente formal a la mano de la señorita de Valgueceuse, se ha retirado, no por ceder el terreno al señor de Auvray, sino por usted, amigo mío.

      —¿Por mí?—murmuró Amaury, aterrado.—¡Por mí!…

      —¿Qué le extraña a usted?

      —¿Dice usted que su sobrino se retira ante mí?

      —En efecto, como no declare usted de un modo categórico que no abriga pretensión alguna a la mano de Antoñita.

      —Haré más, si es preciso—repuso Amaury violentándose interiormente.—Soy pronto en mis decisiones: antes de anochecer sabrá usted si fui digno de la confianza que depositó en mí y si merezco el consejo que ahora mismo me está dando.

      E hizo un ademán de retirarse, después de dirigir un saludo al conde.

      —¿Se va usted sin decir nada a Felipe?—insinuó el anciano, deseando que terminase allí el lance.

      —Cierto; le debo una satisfacción y voy a dársela—dijo Amaury.

      —Felipe, acérquese usted—dijo el conde.

      —Querido amigo—continuó Amaury dirigiéndose a Felipe,—después de haber disparado contra mí o con esta intención al menos, debo decirle que siento infinito la ofensa que haya podido inferirle y que ha motivado el lance.

      —Amigo Amaury—repuso Felipe estrechándole francamente la mano,—no he pretendido matarte, ni siquiera agujerear el sombrero de tu amigo, percance que yo lamento en el alma.

      —Muy bien, muy bien—exclamó satisfecho el conde;—así se hace. Desde hoy, a seguir siendo siempre buenos amigos. Se acabaron las rencillas.

      Los aludidos se estrecharon efusivamente las manos.

      —Señor conde—dijo luego Amaury,—me parece haberle oído decir que tenía que hablar con Felipe. Yo me marcho para poner en práctica la idea que he concebido.

      Dicho esto saludó y se retiró con lentitud, como si en su ánimo influyese la gravedad del paso que iba a dar. Habló un instante con Alberto, a quien tuvo presente su agradecimiento, montó a caballo y se alejó al galope.

      —Ahora que podemos hablar con entera franqueza, puesto que estamos solos—dijo el conde a Felipe,—le diré a usted que Amaury tenía razón al juzgar su conducta como comprometedora para Antoñita. Tan cierto es esto, que con otra, aventura como ésta, difícilmente lograría casarse, aun contando con una belleza y una fortuna como las que ella posee.

      —Señor conde—contestó Felipe.—Hace poco he confesado mi culpa y ahora lo hago de nuevo. Suelo titubear mucho antes de tomar una resolución, pero así que me decido no hay nada capaz de detenerme en mi propósito. Ya sé cómo debo reparar mis yerros. Caballero, tengo el honor de presentarle mis respetos.

      —¿Qué se propone usted hacer?—preguntó el conde de Mengis, temeroso de que Felipe se dispusiese a cometer alguna nueva simpleza.

      —No le dé a usted cuidado, señor conde. Yo le aseguro que quedará contento de mí.

      Y después de saludarle con gravedad se separó del anciano, para ir a reunirse con su padrino.

      —Amigo mío—dijo a éste,—es necesario que se vaya usted a pie hasta la barrera de la Estrella o que apechugue con el ómnibus, pues yo necesito el coche para una carrera más larga que todo eso.

      —¡Eh! ¡Caballero! ¡Alto ahí!—exclamó Alberto, que aún conservaba en la mano la pistola de Amaury.—¿Será usted capaz de irse sin que dispare contra usted?

      —¡Ah! Es verdad, se me olvidaba. Perdone usted, caballero… ¿Quiere usted medir la distancia?…

      —No hay necesidad—repuso Alberto.—Ya está usted bien ahí mismo; no se mueva.

      Felipe se quedó parado


Скачать книгу