Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
a qué vengo aquí?
—Hombre, no; lo único que sé es que desde hace unos días tengo el propósito de hacerte una visita, y por una u otra causa no te la hago.
—Comprendo tu vacilación—dijo Amaury, sonriendo desdeñosamente.
—¿Sí?—preguntó Felipe palideciendo.—Entonces sabrás…
—Lo que sé es que el doctor Avrigny me ha encargado de reemplazarle en la guarda de su sobrina y que tengo el encargo de velar por su reputación. También sé que le he visto a usted tres o cuatro veces en la calle de Angulema bajo las ventanas de Antoñita, y en vista de todo, esto, que le hace aparecer culpable cuando menos de ligereza, vengo a pedirle cuenta de su conducta.
—Querido amigo: ya tenía yo ganas de verte para que hablásemos precisamente de esas menudencias.
—¡Cómo! ¿menudencias llama usted a cosas que atañen a la honra, a la reputación, al porvenir de una persona?
—No te enfades por mi manera de expresarme; ya comprendo que no he debido llamar menudencias a cosas graves, porque grave es en verdad un asunto de amor, de verdadero amor.
—¡Acabáramos! ¿Conque ama usted a Antoñita?
Muy compungidamente Felipe contestó que sí.
Amaury se cruzó de brazos, alzando la vista con verdadera indignación.
—Con honradas intenciones, por supuesto…
—¿Ama usted a Antoñita?
—Sí, mi buen amigo; puede que no sepas que se me ha muerto otro tío, de modo que hoy poseo una renta de cincuenta mil libras…
—No hablo de eso.
—Perdona; yo creo que esta circunstancia no me perjudica.
—Está bien; pero lo que da mal cariz a esta cuestión es el hecho de haber usted amado a Magdalena ocho meses hace con tanta vehemencia como en la actualidad ama a Antoñita.
—¡Oh, Amaury!—dijo lastimeramente Felipe.—Estás abriendo la herida de mi corazón, desgarrando mi atormentada conciencia; concédeme siquiera diez minutos de audiencia y al cabo de ellos me compadecerás lejos de culparme.
Indicole Amaury con un ademán que estaba dispuesto a prestarle atención, no sin hacer cierta mueca, que revelaba su prematura incredulidad para cuanto le iba a decir. Y Felipe habló así:
—Si es verdadera la máxima evangélica que recomienda la indulgencia y el perdón para los que mucho han amado, yo debo merecer absolución por todas mis culpas, pues siendo de complexión amorosa, como decía nuestro grave Molière, he amado con frecuencia suma y ardiente apasionamiento, sin ser correspondido, lo que constituye una causa, eximente, más que atenuante. Pasando por alto las que tú ignoras, bien sabes que amé a Florencia y a Magdalena, pero ellas no se han enterado a no ser que tú te hayas encargado de comunicárselo. ¡Ah! Mi amor hacia Magdalena era tan profundo como respetuoso. Acaso no lo creas al ver que esta pasión no me ha impedido sentir otra; pero no puedes figurarte a costa de cuántas angustias y dolores ha tomado cuerpo en mi pecho este nuevo amor.
De igual modo que al enamorarme de Magdalena, en el primer momento yo mismo no me dí cuenta (y sírvate de enseñanza por si algún día te ves en mi caso), lo hubiera negado con toda sinceridad, y hasta me hubiese estremecido de horror ante la prueba de ello; pero yendo diariamente a visitar a Antonia y al hablarle de Magdalena, de su gracia, de su belleza, notaba que Antoñita era tan bella como la prima; y, es claro, ¿te parece posible Amaury, pasar mucho tiempo al lado de tanta gracia y hermosura sin enamorarse uno perdidamente?
Amaury, cada vez más abismado en sus pensamientos, no respondió a la pregunta sino con una especie, de suspiro que más bien parecía un gemido, cuya explicación esperó Felipe en vano durante unos momentos, prosiguiendo después:
—Te voy a explicar los indicios que sirvieron a tu pobre y débil amigo para conocer que estaba enamorado nuevamente.
Y exhalando un suspiro más hondo aún que el de Amaury, prosiguió:
—Al principio, como a pesar mío y casi inconscientemente, las piernas me llevaban hacia la calle de Angulema, y cada vez que salía de casa por la mañana para ir al Palacio de Justicia y por la tarde para dirigirme a la Opera Cómica (ya sabes que siempre me ha gustado este género genuinamente nacional) me encontraba sin saber cómo, tras una caminata de una hora, frente a la casa del doctor Avrigny, no con la esperanza de ver a la dama de mis pensamientos ni con otro motivo ni idea preconcebida, sino porque me había impulsado la fuerza irresistible del amor. ¿Por qué no confesarlo?
Se interrumpió Felipe un momento en medio de su perorata, esperando conocer en el semblante de Amaury la impresión que le producían sus palabras, de cuya elocuencia por su parte no estaba descontento; pero sólo pudo notar que su oyente añadió un pliegue a los muchos que ya surcaban su frente, y exhaló un suspiro aún más profundo que el anterior. Esto le hizo creer que su auditorio estaba conmovido por la fuerza emocional de su discurso y cobrando más ánimo, continuó así:
—El segundo de los síntomas que me hicieron conocer el estado de mi alma fue una viva pasión de celos; pues cuando en los primeros días del mes corriente Antoñita se mostraba contigo tan insinuante, no pude impedir que germinase en mi corazón un odio feroz contra mi amigo de la infancia; odio, pronto apagado por la reflexión de que no te sería fácil corresponder a ese amor hallándote tan influido por el recuerdo de otro amor que absorbía tu alma.
Estas palabras hicieron a Amaury estremecerse.
—¡Sí, amigo mío! Aquello no fue más que una sospecha fugaz como el relámpago, que apenas nace muere: lo que me produjo más que odio, más que despecho, más que cólera, fue el conocimiento de las ventajas que por momentos ganaba el fatuo Mengis en el corazón de aquella que tan absoluta y súbitamente se había hecho dueña de mi voluntad y de mis sentimientos. No dejaba de observar un momento a mi rival, y veía cómo se apoyaba con familiaridad en el respaldo de su butaca, y le hablaba en voz baja, y se reían y, en fin, otras muchas cosas que apenas hubiese podido tolerarte a ti, al amigo de la infancia. La irritación, los celos terribles que todo esto despertaba en mí, fueron la prueba de mi apasionamiento… ¡Pero tú no me escuchas, Amaury!
Es de creer que, al contrario, Amaury escuchábale demasiado bien, pues el rostro se le encendía como si le caldeasen ondas de fuego, lo cual hacía presumir que cada palabra de las que había oído repercutía dolorosamente en su corazón. Taciturno y sombrío, ensimismose de modo que sentía latir su corazón y le zumbaban los oídos al circular la sangre en impetuosa carrera por las arterias cerebrales.
Muy acobardado por tan inquietante silencio, Felipe continuó:
—No aseguro que todo eso no indique un completo olvido de pasados juramentos y una flagrante traición al recuerdo de Magdalena; pero no es creíble que todos puedan ser como tú, modelos de constancia. Además ella te amaba, estaba dispuesta a ser tu esposa, y a tu vez te disponías a ser su compañero de por vida, idea grata a la cual ya te habías acostumbrado, mientras que yo no había pensado ni esperado nada semejante, sino de una manera fugaz, pues tú me arrebataste la esperanza, no bien que fue nacida. No pienses que trato de atenuar mi culpa; por mucho que la execres no he de quejarme de ello; pero escúchame un momento más y dime luego si no existen circunstancias que atenúan el delito que he cometido, dejando de amar a Magdalena para amar a Antoñita.
—Hable usted; ya le escucho—dijo con viveza Amaury, aproximando su silla para oír mejor a Felipe.
Capítulo 49
Y el émulo de Cicerón y de M. Dupín, envanecido por la impresión que su dialéctica y su retórica parecían producir en el ánimo de su interlocutor, prosiguió diciendo:
—En primer lugar, mi traición