Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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a la segunda es como seguir amando a la primera.

      —Has dicho bien—respondió el pensativo Amaury, con el rostro algo más sereno.

      —Ya ves, pues, que tenía razón—contestó Felipe con regocijo.—Ahora, y en segundo lugar, no podrás menos de convenir conmigo en que el amor es el más espontáneo y libre de nuestros sentimientos, y el que nace más ajeno a la influencia de nuestra voluntad.

      —¡Es muy cierto!—asintió Amaury.

      —Todavía no he terminado—dijo Felipe con creciente entusiasmo.—En tercer lugar, ya que mi juventud y mi vehemente facultad amorosa han hecho resurgir en mí el amor intenso y vivaz, ¿estoy obligado a matar un instinto noble, natural, legítimo, casi divino, por dejarme llevar de preocupaciones y convencionalismos opuestos al orden de la Naturaleza, y por tanto no posibles en lo humano y dignos de que Basón les llamara errores fort?

      —¡Claro está que no!—masculló Amaury.

      —En tal caso—concluyó Felipe, con acento triunfal,—debes confesar que no es tan grave mi delito, y hasta disculpar mi amor hacia Antoñita.

      —¿Y a mí qué me importa que la ames o no?—dijo Amaury.

      A tal grosería contestó Felipe sonriendo con la mayor impertinencia:

      —Querido Amaury, eso es cuenta mía.

      —¡Cómo! ¿Después de comprometer con tus audacias e impertinencias a Antoñita, te atreverás a decir que ella te corresponde?

      —No digo nada, querido Amaury, sino que buscando del mal el menos, si bien la comprometo con mis paseos por la calle de Angulema (ya comprendo que a ellos te refieres), por lo menos no la comprometo con mis palabras.

      —Señor Auvray, ¿tendría usted bastante audacia para decir en mi presencia que le ama?

      —Antes a ti que a otro: al fin eres su tutor.

      —Está muy bien, pero se lo callaría usted.

      —No veo el motivo si ello fuera verdad—dijo Felipe que empezaba a salir de sus casillas.

      —Le repito a usted que no se atrevería a decirlo.

      —Y yo le repito a usted que como ello fuese verdad me juzgaría tan orgulloso que se lo haría saber a todo el mundo, y lo publicaría a gritos…

      —¡Cómo! ¿Te atreves a decir?…

      —La verdad.

      —¿Se atreve usted a afirmar que Antoñita le ama?

      —Me atrevo a decir que ha hecho buena acogida a mis pretensiones y que ayer mismo…

      —¡Acaba!

      —Me autorizó para pedir su mano al doctor Avrigny.

      —¡No es verdad!—exclamó Amaury.

      —¿Cómo que no es verdad? ¿Usted se fija en que es un categórico mentís el que acaba de darme?

      —Ya lo creo.

      —¡Y me lo da deliberadamente!

      —Por supuesto.

      —¿Y no retira usted ese insulto inmotivado que acaba de dirigirme?

      —¡De ningún modo!

      —¡Basta, Amaury!—dijo entonces Felipe animándose por grados.—Te concedo que a pesar de mis atenuantes soy algo culpable en el fondo; pero entre amigos y personas de cultura social se trata al prójimo con más tolerancia. Eso, dicho en el Palacio de Justicia, como allí es costumbre, puede pasar; pero aquí, de ningún modo; no puedo tolerarlo ni aun viniendo de ti, y si te ratificas…

      —Mira si lo hago, que repito que mientes.

      —¡Amaury!—gritó Felipe exasperado.—Te advierto que, aunque abogado, tengo algún valor además del cívico, y me siento capaz de batirme.

      —¡Acabáramos! Ya ve usted que hasta le concedo la ventaja de la elección de armas, porque soy yo el ofensor.

      —Me son indiferentes, pues no he tenido hasta hoy en mi mano una pistola ni una espada.

      —Yo llevaré unas y otras al terreno, y sus testigos elegirán. Indique usted la hora.

      —A las siete de la mañana, si te conviene.

      —¿Sitio?

      —El bosque de Bolonia.

      —¿Avenida?

      —De la Muette.

      —Está muy bien. Creo que tendremos bastante con un solo testigo para los dos, pues cuanto menos publicidad demos al lance, tanto menos padecerá la reputación de Antonia. Se trata de calumnias y…

      —¿Cómo calumnias? ¿Te atreves a sostener que yo he calumniado a Antoñita?

      —No sostengo sino que mañana a las siete estaré en el bosque de Bolonia, avenida de la Muette, con un testigo, y armas. ¡Hasta mañana!

      —Mejor hasta la noche; pues hoy es jueves, día de recepción en casa de Antoñita, y por nada me privaría de verla.

      —Está bien; a la noche la veremos, y mañana nos veremos.

      Dicho esto, Amaury se alejó furioso y regocijado al mismo tiempo.

      Capítulo 50

      Índice

      Nunca Felipe había pasado una velada tan feliz y a la vez tan dolorosa como lo fue aquélla para él. Feliz, porque Antoñita no tuvo sino dulzura y amabilidad para su adorador, y dolorosa por la perspectiva de aquel lance a que le arrastraba Amaury. Gracias a que algo se lo hacía olvidar la incesante y gratísima conversación de Antoñita.

      Amaury, por su parte, no dejaba de mirarlos a hurtadillas con frecuencia, y al verlos tan entretenidos conversando y sonriéndose, no dejaba de prometerse con cierta satisfacción cruel que se las pagarían todas juntas, principalmente su amigo Felipe, quien por su parte embobecido por las preferencias de Antoñita y atormentado por el remordimiento, casi había echado en olvido su próximo duelo.

      Aunque se sintiese en cierto modo pesaroso de su triunfo, era éste tan notorio, que no había más remedio que saborear la amarga dicha y tomar con calma las cosas. No dejaba de pensar a cada coquetona sonrisa de Antoñita que acaso a la mañana siguiente le costaría demasiado cara; pero aun así le parecía deliciosa, tanto como terrible la primera que el adversario le lanzaría sobre el terreno y que él veía con toda realidad en su imaginación.

      Estaba escrito que el calavera sería infiel a la memoria de la pobre muerta, pues el recuerdo de Magdalena en lo pasado y la visión del fúnebre porvenir que le preparaba la venganza de Amaury se fueron esfumando tras del gozo que le producía su triunfo del presente, y no se volvió a dar cuenta exacta de su nada envidiable situación hasta que llegado el momento de retirarse, Antoñita le tendió la mano dándole las buenas noches de una manera encantadoramente afectuosa.

      Sobrecogido entonces por un triste presentimiento aquella mano que acaso no volvería a estrechar la besó repetidas veces mientras con visible agitación y de un modo incoherente decía:

      —Señorita, ¡cuánta dicha! Su amor… su bondad… Prométame que si mañana sucumbo pronunciando su nombre me dedicará un recuerdo, una lágrima, una palabra de compasión…

      —¿A qué se refiere usted?… ¿Qué quiere usted decir?—preguntó Antoñita, sorprendida y asustada.

      Felipe no contestó, contentándose con dirigirle una patética mirada, y salió en trágica actitud, con sentimiento de haber hablado demasiado.

      Antoñita, que no podía permanecer indiferente después de lo que había oído, pues comprendía que algo muy grave indicaban


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