Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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que sea mi abstracción, por atraído que me sienta hacia el abismo en que se hundieran todas mis ilusiones, no puedo menos de admirar a este pueblo holandés tan activo y flemático, metódico y codicioso, sedentario y nómada al mismo tiempo, que tan fácilmente se traslada a las costas asiáticas, pero que antes va a Java, al Malabar o al Japón que a París.

      »Los holandeses vienen a ser los chinos de Europa y los castores de la humanidad.

      »Recibí en Amberes su carta, cuya lectura fue muy grata para mi, querida Antoñita. Sus consuelos son muy tiernos y mi herida muy profunda. Mas no importa: siga usted escribiéndome y hábleme de su persona. Le suplico que así lo haga. Hace usted mal en creer que me pueda ser indiferente aquello que le concierne.

      »Dice usted que su tío está cambiado. No debe usted inquietarse por eso, Antoñita. A cada cual se le ha de desear lo que más apetece, y siendo así que cuanto más abatido se siente él está más contento, tenga usted por seguro que cuanto peor le parezca que se encuentra tanto mejor juzgará estar el doctor.

      »Quiere usted que le hable de Magdalena, y si he de decir verdad no sabría de qué hablar si no hablo de ella; nada hay capaz de alegrar mi entristecido corazón tanto como su recuerdo, que siempre vive en mi pecho.

      »¿Quiere usted que le explique cómo nos revelamos mutuamente nuestro amor al mismo tiempo que este sentimiento se nos reveló a nosotros mismos?

      »Hace de esto unos dos años y medio.

      »Era una tarde de primavera. Estábamos los dos sentados en el jardín, en la plazoleta de los tilos que usted puede ver a todas horas desde la ventana de su cuarto. Ambos nos sentíamos con humor para charlar y tras de recordar todo el pasado nos complacíamos en tratar de adivinar lo que nos reservaba el porvenir.

      »Ya sabe usted que mi amada Magdalena ocultaba bajo su melancólica apariencia un corazón que no estaba reñido con la jovialidad y la alegría. No tardamos mucho rato en venir a parar al tema eterno y hablamos del matrimonio, aunque sin hablar ni una palabra de amor.

      »¿Qué cualidades había que poseer para conquistar el corazón de Magdalena? ¿A qué encantos podría rendirse el mío?

      »Contestando a estas preguntas enumerábamos las perfecciones que exigiríamos en la persona objeto de nuestro amor y pudimos comprobar que se asemejaban mucho.

      »—Ante todo—decía yo,—querría conocer a fondo a la persona elegida y saber de memoria todas las circunstancias de su existencia.

      »—Yo también—repuso Magdalena.—Cuando pretende nuestro amor un desconocido, éste oculta bajo su negro frac un tipo convencional y no pudiendo nosotras leer en un rostro humano, si no logramos adivinar lo que encubre su máscara resulta que no conocemos al marido hasta después de casadas.

      »—Entonces, eso es cosa resuelta—agregué yo.—A mí me gustaría cerciorarme, por una prolongada intimidad, de todas las cualidades que poseyera la dueña de mi corazón. No hay que decir que exigiría (y soy parco) las tres esenciales, a saber: hermosura, bondad e inteligencia; no se puede pedir menos.

      »—Ni podría desearse más—repuso Magdalena.

      »—¿Sabes que lo que dices acusa poca modestia?

      »—No la creas. Yo, por mi parte, no me atrevería a exigir de un esposo las condiciones correspondientes a las que quieres tú exigir de una mujer: elegancia, abnegación y superioridad de espíritu.

      »—¡Ya te costaría tiempo el encontrar las tres juntas!

      »—Hasta en la modestia es mala la afectación… Pero, en fin, acaba de trazar el retrato de tu novia ideal.

      »—¡Oh! No tengo que añadir sino dos o tres rasgos secundarios. Quizá mi deseo sea una puerilidad, pero me agradaría que hubiera nacido como yo en noble cuna.

      »—Si hablases de eso a mi padre, él, que a la nobleza de su estirpe une la distinción de su talento, te expondría algunas teorías sociales elevadas, a las que yo me adhiero instintivamente, deseando para mí un esposo cuya ilustre prosapia no desdiga de la mía.

      »—Y por último—agregué—aunque no peco de codicioso querría, en pro de nuestra igualdad moral, a fin de evitar todas aquellas cuestiones afectas a intereses materiales, que la elegida de mi corazón fuese poco más o menos tan rica como yo. ¿No piensas también así, Magdalena?

      »—Sí, Amaury; aunque nunca me he preocupado por eso, toda vez que mis riquezas bastarían para los dos, comprendo por lo que dices que está muy puesto en razón.

      »—Sólo una cosa me falta saber ahora.

      »—¿Y qué es?

      »—Si al encontrar al hada de mis ensueños y hacerla reina de mi albedrío querrá ella que reine yo en el suyo.

      »—¿Por qué no?

      »—¿Serías tú capaz de responderme de eso?

      »—En absoluto: yo te respondo por ella. Pero y a mí ¿él me querría?

      »—Te adorará, Magdalena: yo te lo aseguro.

      »—Veamos. Llevemos esta ilusión al campo de la realidad; busquemos en torno nuestro. Dime si entre las personas que nos tratan hay alguna de quién tú sepas positivamente que reúne las circunstancias que cada cual exigimos. Yo…

      »Se interrumpió ruborosa y ambos instintivamente cruzamos una mirada. Nuestro espíritu comenzaba a vislumbrar la verdad. Fijé mis ojos en los de Magdalena y repetí, como si a mí mismo me hiciese aquella pregunta:

      »—Una amiga muy conocida y muy querida desde la niñez…

      »—Un amigo cuyo corazón no tuviese secreto para mí… —dijo Magdalena.

      »—Buena, cariñosa, inteligente.

      »—Elegante, generoso, de superiores dotes…

      »—Rica y noble…

      »—Noble y rico…

      »—En suma: todas tus perfecciones y todos tus encantos, Magdalena.

      »—En suma, todas tus cualidades, Amaury.

      »—¡Oh!—exclamé con el corazón palpitante de gozo.—¡Si me amase una mujer como tú!…

      »—¡Dios mío!—exclamó Magdalena palideciendo.—¡Habías pensado en mí!

      »—¡Magdalena!

      »—¡Amaury!

      »—¡Sí! ¡sí! ¡Te amo, Magdalena!

      »—¡Te amo, Amaury!

      »Esta doble exclamación abrió nuestras almas y ambos leímos a un tiempo en nuestros corazones, rebosantes de amor.

      »¡Ay! ¡Qué mal hago, Antoñita, en evocar estos recuerdos! ¡Son muy gratos, pero son muy dolorosos también!

      »Tenga usted la bondad, cuando me conteste, de dirigirme la carta a Colonia, desde donde le escribiré mi próxima.

      »¡Adiós, hermana mía! Ámeme un poco y compadezca mucho a su hermano,

       »Amaury»

      —¡Es muy singular lo que me sucede!—decía para sí Amaury mientras cerraba la carta repitiendo in mente su contenido.—De cuantas mujeres conozco, Antoñita sería la única capaz de dar realidad a los ensueños que acariciaba yo en otro tiempo, si esos ensueños no hubiesen dejado de existir con Magdalena. También Antonia es una amiga de la infancia, hermosa, buena, inteligente, noble y rica… Pero, no es menos cierto—añadió con melancólica sonrisa—que ni yo amo a Antoñita ni ella me ama a mí.

      Capítulo 40

      Índice

      Antonia


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