Anti-Nietzsche. Jorge Polo Blanco
que no podía ser apresado por conceptos. Por efecto de esa misma negación, las fuentes últimas de todo lo verdaderamente creativo fueron secándose. Y tan lejos se caminó por esa nueva senda, que llegó a sostenerse lo siguiente: únicamente aquellas cosas que sean racionalmente comprensibles podrán ser, al mismo tiempo, bellas. ¡Tremenda desviación del viejo espíritu helénico, pensaba Nietzsche! Frente a la vieja embriaguez artística que proclamaba un contundente sí a la vida, recreada y glorificada en toda su potencia, emergió desafiante y altanera aquella «claridad dialéctica» que ahora pronunciaba un tétrico y fúnebre no a la vida. Lo trágico pereció a manos de la omnipotencia racionalista; lo instintivo sucumbió a manos de lo dialéctico. El nuevo imperio de la «logicidad», en definitiva, arruinó la jovialidad cultural y vital de los griegos, que desde entonces quedaron atrapados en una declinante fatiga espiritual y fisiológica. Nietzsche entendió que el socratismo (ominosa prefiguración del cristianismo, o primer síntoma de la gran «enfermedad») arruinó, con su hipérbole intelectualista, la expansión afirmadora de los instintos más profundos de la vida. Y, a través de semejante operación, la «inocencia del devenir» quedó envenenada y vilipendiada. La vida misma permaneció embridada, estrangulada. El jocundo esplendor de la cultura griega arcaica feneció con la llegada del gélido racionalismo socrático, esto es, con la instauración progresiva de un logocentrismo esencialmente antivital.
Pero un proceso así descrito no habla solamente de la decadencia del mundo antiguo; muy al contrario, cuando Nietzsche compuso esta obra también estaba pensando en la Alemania y en la Europa de su tiempo, como apuntábamos más arriba. Porque ese diagnóstico no solo constituía un ejercicio filológico o arqueológico destinado a comprender el destino de la antigua Hélade; también era, antes que nada, una forma de interpretar las derivas espirituales y políticas del tiempo presente. Lejos de comprender su labor filológica como una fría técnica positivista, encaminada a un desapasionado análisis y esclarecimiento de las fuentes textuales del mundo griego, Nietzsche empleaba su saber filológico como una plataforma desde la cual juzgar y valorar las tendencias culturales de la Era Moderna1. Desde este horizonte se atreve a sostener que una misma enfermedad se viene arrastrando a través de los siglos, insidiosamente, desde los tiempos del infame Sócrates. Late un desasosiego indecible en ese diagnóstico, una desesperación irreprimible. «Nietzsche no declara su desprecio al mundo moderno: lo grita»2. Giorgio Colli aseguraba, en ese sentido, que todos los elementos teóricos nietzscheanos germinaban en el interior de una «náusea», pues experimentaba «un horror por el presente»3. Y las arcadas suelen verse reflejadas en su verbo chillón, desde luego.
El binomio cultura-civilización estaba prefigurado en el universo nietzscheano o, mejor dicho, en el universo nietzscheano estaba sumergido en las telarañas de tal binomio. El magma ideológico de la Kultur, que en realidad tenía mucho que ver con el atraso económico de los Estados alemanes (una burguesía menos desarrollada que la de otras potencias europeas, fragmentación territorial y administrativa etc.), se podría sintetizar en lo siguiente: la «civilización» anhela pisar un suelo confortable y previsible; busca la seguridad. La «cultura», sin embargo, siente una terrible simpatía por aquellos abismos trágicos en los que se despliega la vida con toda su crudeza, con toda su crueldad. La civilización es «socrática», conceptual y dialéctica; la cultura, en cambio, tiene que ver con esa capacidad genesiaca y desbordante del arte desgarrado. Pero el binomio también acarrea contraposiciones morales. Y políticas, deberíamos enfatizar. En efecto, solamente la «civilización» puede terminar otorgando una primacía a la protección de los débiles y a la igualdad de derechos, buscando al mismo tiempo el bienestar del mayor número posible. La civilización es «compasiva»; o, dicho de otro modo, es «antivital». La Kultur, en las antípodas de lo anterior, no desconoce el fondo cruel y despiadado de la vida, esa cruenta y permanente batalla donde solo los fuertes se imponen; aquí no se pretenden corregir las naturales desigualdades del mundo, y la compasión no puede tener lugar. Nietzsche habita todas estas contraposiciones; su pensamiento se agita en el interior de ellas. Y, sin discusión, se posiciona abiertamente a favor de la Kultur y en contra de la «civilización» (entendida esta en los términos que acabamos de explicitar).
Criticó duramente ese racionalismo optimista propio de la «concepción socrática del mundo». Y, confrontando con esta, terminó por movilizar una «concepción trágica de la vida». En esta visión trágica, el arte ocupaba el lugar sagrado que en otro tiempo ocupó antes de ser destronado por el «triunfo de Sócrates». La racionalidad científica y la lógica de la verdad, que a su parecer habían alcanzado una hegemonía asfixiante en la civilización occidental, debían ser expulsadas y desalojadas de esa posición preeminente. Pero el joven Nietzsche entiende que ese «resurgimiento de lo trágico» y esa revivificación del genio griego presocrático, esa reaparición de Dioniso en la historia espiritual de Europa, estaba aconteciendo en la cultura alemana de su tiempo. O, al menos, las tierras germánicas eran las más propicias para tal acontecimiento. Esa fascinación por el eje Grecia-Alemania, inverosímil y pregnante construcción ideológica (por medio de la cual se obliteraba intencionadamente la inexcusable tamización latina en la transmisión de la cultura helénica), no era invención de Nietzsche, puesto que ya estaba muy presente en el clasicismo alemán (Winckelmann, Schiller, Goethe). Para Nietzsche, entender que la vieja Hélade se hallaba «subterráneamente» conectada con las fuerzas espirituales de los pueblos germánicos, suponía una estratagema perfecta para «depurar» de su concepción la más mínima adherencia de elementos «latinos» y «semíticos». Se trataba, en cualquier caso, de la revitalización de una Kultur por mucho tiempo soterrada y amordazada; un nuevo despertar. Lo interesante es que ese resurgimiento de lo trágico-dionisíaco en la cultura alemana no era casual, a juicio de Nietzsche, toda vez que respondía a un «retorno» del espíritu alemán a sí mismo, a un resurgir de lo más profundo y auténtico del «ser alemán». Evidentemente, semejante contraposición tenía una traducción política, toda vez que la «civilización» (que Nietzsche y todos los epígonos de la Kultur identificaban, principalmente, con Francia) cristalizó en ciertas teorías sociales y en unas específicas instituciones políticas… todas ellas detestadas por nuestro pensador, como iremos viendo. Porque lo «trágico», en el pensamiento nietzscheano, opera como una categoría estético-política.
De hecho, resulta muy pertinente hablar del «dionisismo político» sostenido por el joven Nietzsche4. Esta fórmula, furiosamente antisocrática, se refiere a la necesidad de asumir dos elementos cruciales: el fondo cruel o violento de la existencia y la insuprimible dominación de unos hombres a manos de otros. Aceptar ambas cosas como inextinguibles: he ahí la clave de la propuesta nietzscheana. La justificación estética de la vida, en este marco, solo será viable mediante el surgimiento de esos «ejemplares excepcionales» a los que podemos llamar «genios». En este punto política y arte quedan profundamente anudados, puesto que en dicha concepción el Estado debe canalizar las energías sociales de tal modo que los genios puedan florecer; una canalización político-pedagógica que será cualquier cosa menos democrática. Muy al contrario, la «República del genio» mostrará una faz indefectiblemente aristocrática5. El «dionisismo político» de Nietzsche conlleva un entrelazamiento muy específico del arte con la política, pues lo que está sosteniendo de una forma pretendidamente apodíctica es algo tan tremendo como lo siguiente: el auténtico arte muere con la democracia; la verdadera creación artística agoniza y se marchita con el igualitarismo político.
En esta época se gestan dos importantes trabajos, El nacimiento de la tragedia y El Estado griego. En este último sostenía Nietzsche que la organización política debe supeditarse a una finalidad última y superior, a saber, permitir un enérgico florecimiento del arte trágico. Pero se desprendía de ello un corolario insoslayable: las instituciones políticas no deben estar al servicio de las necesidades del pueblo, esa muchedumbre informe e inculta, sino que desde ellas deben generarse las condiciones necesarias para que una minúscula élite de grandes «genios trágicos» pueda desplegar su actividad creativa sin trabas. El modelo de Estado soñado por Nietzsche, empero, no es una suerte de República platónica «estetizada», en la que el rey-filósofo sea sustituido por el rey-genio o el rey-artista, toda vez que los grandes hombres, los portadores de la genuina creación cultural, no deben ocuparse de labores administrativas. En las páginas finales de su tercera Intempestiva —la que versa