Placer y negocios. Diana Whitney
abuela. Mi propia madre falleció hace varios años, y los abuelos paternos de Heather viven a mil quinientos kilómetros de distancia.
—Ya. Eso es una lástima.
—Es lo mejor que podría pasar. Supongo que son buena gente, pero nunca se hicieron a la idea de que eran abuelos. Tengo la impresión de que se sintieron suficientemente aliviados de haber sobrevivido a la experiencia de criar a un hijo, y no tenían ningún deseo de comprometerse en criar a otro —estrechó a la niña entre sus brazos acercando la cara a su piel e inhalando con fuerza su fragancia—. Dado el desastroso resultado de su experiencia como padres, no se lo reprocho.
Gracie sonrió, pero en sus ojos había tristeza:
—El hombre debía tener alguna virtud, o una mujer inteligente como tú jamás se habría casado con él.
Un escalofrío recorrió la espalda de Catrina. El divorcio había sido complicado y amargo, y todavía sentía en su boca el desagradable sabor del fracaso:
—Dan siempre fue un hombre triste y desgraciado. Pensé que podría cambiar eso, pero no pude.
Cerrando con fuerza los ojos, abrazó a la criatura que tenía en sus brazos con tanta fuerza que protestó. Aflojó la presión, mientras le susurraba al oído palabras de consuelo.
Catrina había crecido sin padre. Él les había abandonado cuando ella era muy pequeña, y esa pérdida siempre la había marcado. Ahora marcaría a su hija, ya que Dan ni siquiera había solicitado el derecho a las visitas. En realidad nunca quiso un hijo. Y como se pudo comprobar tampoco quiso nunca una esposa. Quería una mujer de la limpieza, un chivo espiatorio y una compañía en la cama. Oyó el murmullo de unos suaves pasos, y supo que Gracie estaba a su lado antes de sentir el suave contacto de su mano en el hombro:
—A veces tenemos que pasarlo mal para saber disfrutar de los buenos momentos.
Catrina sorbió, y con una mano se limpió una lágrima que descendía por su mejilla.
—Lo sé. Pero el pensar que mi hija va a crecer sabiendo que a su padre no le importa, me rompe el corazón.
Gracie abrió la boca. Volvió a cerrarla y volvió a pensar durante un instante lo que iba a decir. Cuando por fin habló, su tono de voz era serio.
—Tal vez es que algunos hombres necesitan descubrir que es lo realmente importante en la vida. Algún día encontrarás al hombre adecuado. Es cuestión de tiempo, querida.
—No quiero un hombre. No causan más que problemas y preocupaciones, y antes o después siempre se marchan. Así que ¿por qué molestarse?
—¿Por qué? ¡Por amor!
—El amor es un mito
Gracie chasqueó la lengua.
—Demasiado joven para estar tan hastiada.
—No creo en cuentos de hadas, si a es a eso a lo que te refieres.
—Por supuesto que no crees —los ojos azules de Gracie brillaron—. Por eso te has pasado innumerables horas en mi tienda devorando las más grandes novelas de amor de todos los tiempos.
Notando cómo se sonrojaba, Catrina cambió a su hija de brazo y se colgó del hombro la bolsa de los pañales.
—Muchas gracias por cuidar de Heather. Gracias por todo. Tu amistad supone mucho para mí.
Gracie respondió con una cálida sonrisa y le apretó el hombro cariñosamente, pero según iba avanzando entre las estanterías llenas de maravillosas historias de amor y gloria, Catrina recordó una advertencia:
«No puedes contar más que contigo misma, Catti, querida. Si se lo permites, el mundo te romperá el corazón».
«Tenías razón, mamá», murmuró, «tenías toda la razón».
—Por favor, no juegues conmigo. Haré lo que quieras. Cualquier cosa —arrodillada frente a aquel ser poderoso, Catrina se inclinó, acercándose, susurrando con voz suave, mientras hacía descender los dedos suavemente—. Lo que quieras, lo que necesites, satisfaré tus deseos más inconfesables. Solo tienes que hacerme este único favor, y puedes pedirme lo que quieras —apretó la mejilla contra el frío plástico—. Seis copias, encuadernadas, antes de la reunión de las tres de la tarde. Tu manual de funcionamiento dice que puedes hacerlo. Por favor, te lo estoy suplicando. Te limpiaré el cristal y limpiaré el polvo de tu interior. Colocaré el papel con cuidado y me aseguraré a diario de que todo está en orden.
La máquina emitió un sonido chirriante, y después enmudeció.
Catrina estalló.
—O, por el contrario, puedo echar grasa sobre tu cristal, poner pegamento en tus engranajes, y llamar a desaprensivos mecánicos. La opción es tuya, compañero. Si cooperas vivirás. Si no, tengo un destornillador en mi escritorio y sé cómo usarlo.
—No sé lo que pensará la máquina, pero a mí sin duda me has convencido —Catrina se levantó de un salto, con tanta rapidez que se enganchó la falda con la máquina desgarrándosela. Él alzó las manos sobre su cabeza—. No me hagas daño —Catrina se encontró con una deslumbrante sonrisa y unos ojos azul cielo en los que brillaba la curiosidad y el humor—. Mira, estoy desarmado.
En una circunstancia normal, Catrina habría sabido apreciar lo cómico de la situación, pero aquella estaba lejos de ser una circunstancia normal. Ella estaba tensa, se sentía presionada por las expectativas de un nuevo trabajo que todavía no era del todo suyo, y avergonzada por el hecho de haber sido descubierta amenazando a una máquina:
—Si no quieres verte envuelto en un crimen, te sugiero que te vayas de aquí lo antes posible.
El hombre levantó una ceja:
—¿No hay ninguna otra salida? No pareces el tipo de persona que acabaría con una máquina indefensa.
—¿Indefensa?, ja —le ardían las mejillas, y sospechaba que debía tener el color de un tomate fluorescente—. Eso es lo que quiere que pienses
—¿Está en juego toda tu carrera?
—Si no logro presentar estos informes ante el comité de presupuestos dentro de quince minutos, es muy posible que lo esté.
—Hum, parece serio —dijo pensativo—. Tal vez pueda ayudar. Tengo cierta experiencia con máquinas.
—¿De verdad?
—Una vez reparé una podadora.
—Qué impresionante —por la vestimenta informal que llevaba se diría que aquel hombre era o bien un vendedor o un técnico de maquinaria de la empresa—. ¿Trabajas aquí?
La pregunta le sorprendió:
—De hecho, sí. ¿Por qué?
—Porque me extrañaría que a mis jefes les gustara que permitiera que un extraño metiera mano al material de la empresa. Si te cargas este dichoso trasto, yo no lo sentiré, pero la compañía puede o bien descontármelo del sueldo o despedirme, y ninguna de las dos opciones me atrae demasiado.
—Entonces tendré que ser especialmente delicado, ¿no es cierto?
A pesar de la tensión que sentía, Catrina sonrió. Aquel hombre tenía cierto carisma que era capaz de traspasar las defensas de cualquiera. Antes de poder contenerse se oyó a sí misma decir:
—Susúrrale algo dulce al oído, puede que te siga hasta tu casa.
Las pupilas de él se dilataron mostrando un interés sensual que hizo que ella se pusiera inmediatamente en guardia:
—¿Basta con eso?
Avergonzada y enfadada consigo misma por haber caído en su propia trampa aclaró:
—Si puedes hacer que esta máquina funcione, te lo agradeceré. Si no, tendrás que disculparme. No tengo tiempo para dedicarme a otras cosas.
Él