Alamas muertas. Nikolai Gogol
pasaron al comedor.
—¡Adiós, lindos angelitos! –dijo Chichikov al ver a Alcides y a Temístoclius, que se entretenían con un húsar de madera, que ya no tenía ni brazos ni nariz–. Adiós, niños míos. Perdónenme que no les traje un regalo, porque reconozco que ni siquiera sabía que ustedes estuvieran en este mundo, pero ahora cuando vuelva se lo traeré sin falta. A ti, te traeré un sable; ¿quieres un sable?
—Sí que quiero –respondió Temístoclius.
—Y a ti un tambor; ¿no es cierto que a ti un tambor? –siguió él, agachándose hacia Alcides.
—Un pampor –respondió Alcides cuchicheando y bajando la cabeza.
—Bien, te traeré un tambor. Un tambor tan excelente que no parará de hacer: turrr... ru... tra-ta-ta, ta-ta-ta...
—¡Adiós, querido! ¡Adiós! –en este punto, lo besó en la cabeza y se volvió hacia Manilov y su esposa con una risita como la que se suele usar con los padres, dándoles a entender la inocencia de los deseos de sus hijos.
—¡De verdad, quédese, Pavel Ivanovich! –dijo Manilov cuando ya todos habían salido al porche–. ¡Fíjese, qué nubarrones!
—No son más que unas nubecillas –respondió Chichikov.
—¿Conoce usted el camino a la casa de Sobakievich?
—Sobre eso quiero preguntarle.
—Permítame, hablaré ahora mismo con su cochero –en esto, Manilov, con la misma cortesía, habló del tema con el cochero y hasta le trató una vez de «usted».
El cochero, tras oír que había que pasar dos curvas y desviarse en la tercera, dijo: «Lo haremos sin problemas, Su Excelencia» –y Chichikov se marchó acompañado largo rato por los saludos y el agitar de pañuelos de los señores, puestos de puntillas.
Manilov estuvo largo rato en el porche, acompañando con los ojos a la brichka que se alejaba, y aún se quedó, fumando en pipa, cuando ésta ya había desaparecido por completo de la vista. Finalmente, entró en la habitación, se sentó en una silla y se puso a pensar, alegrándose de corazón de haberle ofrecido a su invitado su pequeño placer particular. Después, sus pensamientos saltaron sin darse cuenta a otros temas y, por último, se fueron sabrá Dios adónde. Reflexionó sobre la suerte de la vida en amistad, sobre qué bello sería vivir con el otro a la orilla de un río; luego, atravesando el río, empezaría a construirse un puente, luego una enorme casa con un mirador tan alto que desde él podría verse hasta Moscú, y allí beberían té por la tarde al aire libre y razonarían sobre los temas más agradables; después, que, junto con Chichikov, llegaban en buenos coches a cierta reunión social, en la que encandilaban a todos con su agradable trato y que el emperador, que conocía la amistad de ellos, les visitaba con sus generales; luego, para terminar, sabrá Dios sobre qué... pero aún había algo que no podía entender en modo alguno. El extraño ruego de Chichikov interrumpió de repente todas sus ensoñaciones. Este pensamiento, de algún modo, no acababa de hervir del todo en su cabeza: por más vueltas que le daba, no podía explicárselo de ningún modo, y estuvo sentado todo el tiempo, fumando en pipa todo el rato que siguió hasta la misma cena.
[1] Juego que le sirve al autor para acentuar la relación de Manilov con el verbo манить (manit = atraer, tentar, seducir, encantar), pues Chichikov construye el apellido a partir del derivado заманить (samanit), que resulta semejante en cuanto a significado [N. del T.].
[2] Syn Otiechiestva (El hijo de la patria) revista rusa de la primera mitad del siglo XIX, de contenido literario y político y de sesgo conservador [N. del T.].
[3] Al parecer, los primeros borradores de la obra denominaban a los hijos de Manilov como Alcibíades y Menelaus. En todo caso, tanto ésos, como los definitivos y descacharrantes Alcides y Temístoclius, al no pertenecer al santoral ortodoxo, difícilmente habrían sido aceptados por la Iglesia rusa (véase Karlinsky, 1976, p. 231) [N. del T.].
[4] Según Susanne Fusso (véase 1993, p. 75), con esta explicación que Chichikov repetirá con frecuencia al hablar de sí mismo, parece que el personaje está rindiendo un homenaje (no exento de ironía) a la retórica del poeta, amigo de Gogol, V. A. Sukovskii, quien en su himno a la Providencia «El nadador» («Пловец», 1811) dice:
Вихрем бедствия гонимый
Без кормила и весла,
В океан неисходимый
Буря челн мой занесла.
Acosada por un torbellino de catástrofes,
Sin timón ni remos,
A un océano sin salida
Ha llevado mi barca una tormenta.
[N. del T.]
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