Alamas muertas. Nikolai Gogol
Ivanovich! –gritó él finalmente cuando Chichikov salió de la brichka–. Por fin se acuerda usted de nosotros.
Ambos amigos se besaron con mucha fuerza y Manilov condujo a su invitado a la habitación. Aunque fue muy breve el tiempo que tardaron en pasar el zaguán, el recibidor y el comedor, trataremos de ver si nos da tiempo de alguna forma a aprovecharlo y decir algo sobre el señor de la casa. No obstante, aquí el autor debe reconocer que una empresa semejante es muy difícil. Resulta mucho más fácil representar los caracteres de grandes dimensiones; en ellos, basta con lanzar los colores al lienzo a dos manos: negros ojos ardientes, cejas pobladas, frente cortada y arrugada, el capote negro o rojo como el fuego, caído por encima del hombro... y el retrato está listo. Ahora bien, lo que pasa es que así son todos los señores, que son muchos en el mundo y se parecen mucho entre sí. Eso sí, si miras con cuidado verás multitud de las más imperceptibles particularidades... estos señores son terriblemente difíciles de retratar. Aquí tendrás que redoblar fuertemente la atención hasta que hagas aparecer ante ti todos sus rasgos sutiles y casi inapreciables y, en general, habrá que hacer más penetrante aún la mirada ya aguzada en la ciencia de la indagación.
¿No haría falta un Dios para decir cuál era el carácter de Manilov? Hay un tipo de gente a la que se conoce como gente así así, ni fu ni fa, ni en la ciudad Bogdan ni en la aldea Sielifan, según el dicho. Quizás haya que sumar a éstos también a Manilov. En apariencia, era un hombre importante; los rasgos de su cara no estaban desprovistos de encanto, pero, a este encanto, parecía que se le había echado demasiado azúcar; en sus maneras y giros había algo de servicial, algo de simpatía y de cercanía. Se reía de manera seductora, era rubio y de ojos azules. En el primer momento de la conversación con él, no se puede dejar de decir: «¡Qué hombre tan agradable y tan bueno!» En el momento siguiente no dices nada, pero en un tercer momento dirás: «¡El diablo sabrá lo que es éste!» –Y te vas lejos de allí; si no te vas, empiezas a sentir un aburrimiento de muerte. De él, no esperas ninguna palabra vivaz o siquiera arrogante, de las que puedes escuchar casi a cualquiera si tocas un tema que lo contraría.
Todo el mundo tiene sus pasiones: para uno la pasión se enfoca a los galgos; otro cree ser un tremendo amante de la música y siente sobremanera todos los matices profundos que hay en ella; un tercero es un maestro en comer sin recato; un cuarto, en interpretar un papel siquiera cinco centímetros por encima de aquel que se le había concedido; un quinto, más limitado, duerme y sueña que da una vuelta por el paseo con un oficial del séquito del zar, para hacer ostentación con sus amigos, conocidos e incluso con los que no conoce; un sexto, ya dotado de tal mano que siente el deseo sobrenatural de doblar una punta a cualquier as o al dos de picas, mientras que la mano del séptimo se levanta para poner orden en algún sitio y se acerca toda seria al maestro de postas o a los cocheros; en una palabra, cualquiera tiene la suya propia, pero Manilov, ni una sola. En casa, hablaba muy poco y la mayor parte del tiempo reflexionaba y pensaba pero, de nuevo, sería tal vez Dios el único que conociese aquello a lo que daba vueltas.
Ni que decir tiene que él se dedicaba a su hacienda, aunque casi nunca iba al campo; la explotación funcionaba en cierto modo por sí sola. Cuando el capataz decía: «Estaría bien, señor, hacer esto y lo otro». —«Sí. No estaría mal», –respondía él normalmente, fumando en una pipa que se había acostumbrado a fumar cuando aún pertenecía al ejército, donde se le consideraba un oficial de lo más honesto, delicado y culto. «Sí, exactamente, no estaría mal», repetía él. Cuando llegaba a él un campesino y, rascándose la nuca con la mano, decía: «Señor, permítame ausentarme del trabajo, he de ganar dinero para los impuestos», —«Ve», –decía él fumando la pipa y ni siquiera se le pasaba por la cabeza que el campesino fuese a emborracharse–. A veces, mirando desde el porche al patio y al estanque, hablaba sobre lo bueno que sería si, de repente, se construyese un paso subterráneo y sobre el estanque se levantase un puente de piedra a cuyos lados hubiera tiendas en las que se pusieran mercaderes y vendieran todas las pequeñas cosas que necesitaban los campesinos. Con esto, sus ojos se volvían extraordinariamente apacibles y su rostro adquiría su expresión más satisfecha; por lo demás, todos estos proyectos acababan sólo en palabras. En su despacho, había siempre un libro con la cinta puesta en la página catorce, que él leía de continuo desde hacía ya dos años. En su casa, siempre faltaba algo: en el salón había unos muebles preciosos tapizados con un elegante material de seda que probablemente sería muy caro; pero no le llegó para tapizar dos butacas y las butacas quedaron forradas tan sólo con una arpillera; por cierto, el amo en los años sucesivos advertiría en cada ocasión a sus invitados con estas palabras: «No se sienten en estas butacas, aún no están preparadas». En una habitación, no había ni muebles, aunque en los primeros días tras el matrimonio había dicho: «Querida mía, mañana hay que hacer las gestiones para amueblar esta habitación, aunque sea de forma provisional». Al anochecer, se ponía en la mesa un candelabro muy elegante de bronce oscuro con las tres Gracias de la Antigüedad, con un elegante escudo nacarado y junto a él cierta palmatoria inválida de cobre, sencilla, coja y vencida hacia un lado, toda llena de sebo, aunque de ello no se percataban ni el señor ni la señora ni los criados.
Su mujer... por cierto, ellos estaban plenamente satisfechos el uno con el otro. Sin tener en cuenta que hubieran pasado más de ocho años desde que se casaron, cada uno seguía trayéndole al otro un pedacito de manzana o un caramelito o una nuez y le decía con una voz conmovedoramente tierna que expresaba un perfecto amor: «Abre, querida mía, tu boquita, que te voy a poner en ella este pedacito». Se entiende que la boquita se abría con ese fin, de forma muy graciosa. Para el día del cumpleaños se preparaban sorpresas: cualquier funda de cuentas de cristal para palillos de dientes. Y muy a menudo, sentándose en el diván, de repente, sin saber en absoluto por qué, uno dejando su pipa, y la otra, su labor, si resultaba que en aquel momento la tenía en las manos, se besaban el uno al otro con tanta languidez y durante tanto tiempo que, mientras, tranquilamente podría uno fumarse un puro pequeño. En una palabra, eran lo que se dice felices.
Se podría observar no obstante que en casa hay muchas otras ocupaciones aparte de los besos continuados y las sorpresas y son muchas las preguntas que podrían hacerse. Por ejemplo, ¿por qué se cocinaba de un modo tan sin sentido e inútil en la cocina? ¿Por qué estaba tan vacía la despensa? ¿Por qué era tan ladrona el ama de llaves? ¿Por qué eran tan cochinos y tan borrachos los sirvientes? ¿Por qué toda la servidumbre dormía de forma implacable y el resto del tiempo se lo pasaba de juerga? Claro que todos estos temas eran bajos y la Manilova era de buena educación. Ahora bien, una buena educación, como se sabe, se obtiene en los pensionados. Y en los pensionados, como se sabe, son tres los temas principales que componen la base de las virtudes humanas: la lengua francesa, imprescindible para la dicha de la vida familiar; el piano, para ofrecer momentos agradables al esposo; y, finalmente, la parte de economía doméstica: tejer capazos y otras sorpresas. Por otro lado, hay diversos perfeccionamientos y variaciones en los métodos, sobre todo en la actualidad. Ello depende en buena medida del buen juicio y de las capacidades de las propias dueñas del pensionado. En otros pensionados, de esta forma, ocurre que hay primero piano, después francés y luego ya la parte de economía doméstica. Pero, a veces, ocurre también que, en primer lugar, está la economía doméstica, es decir, el tejer sorpresas, después la lengua francesa y luego ya, el piano. Los métodos son, por tanto, diversos. No estaría de más hacer si cabe la observación de que la Manilova... pero, lo confieso, hablar sobre damas me da mucho miedo, y aparte es hora ya de que vuelva a nuestros héroes, que estaban ya hace unos minutos ante las puertas del salón, rogándose mutuamente pasar adelante.
—Hágame el favor, no se tome tantas molestias conmigo, yo pasaré después –decía Chichikov.
—No, Pavel Ivanovich, no, usted es el invitado –decía Manilov, señalándole la puerta con la mano.
—No se moleste, por favor, no se moleste. Por favor, pase –decía Chichikov.
—No, perdone, no consentiré que pase detrás un invitado tan agradable y tan cultivado.
—¿Por qué cultivado...? Por favor, pase.
—Pues sí, pase usted.
—Pero, ¿por qué?
—¡Pues por eso!